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al corredor circular, que aquí llaman redondel, para encontrarse —así fue informado— al director y al subdirector del penal rodeado de presos comunes, previamente seleccionados por la dirección para agredirnos. Como fue, que fue temible.

Ya he vivido momentos difíciles, angustiosos. Así fue cuando al recorrer el sureste para conocer sus problemas, recobré el conoci- miento en una laguneta de Campeche la noche del 27 de octubre de 1967, después de salir disparado del automóvil a la laguneta donde hube de permanecer a flote por casi una hora, herido y mal- trecho, para salvar la vida mientras la perdían los tres compañeros que viajaban conmigo. También cuando en la noche del 28 de agos- to de 1968 un grupo de agentes de la policía pretendió secuestrar- me a las puertas de mi casa y pude escapar malherido por las rocas que la circundan y que comunican por Ciudad Universitaria, en don- de hallé abrigo hasta que el ejército la ocupara 20 días después. Así ocurrió también cuando el 18 de septiembre, a raíz de la ocupación, hube de quedar aislado en los pedregales vecinos a la Universidad durante tres días con sus noches, sin alimento, sin ropa casi, busca- do tenazmente por los policías y por el ejército. Como cuando en mayo de 1969 fui aprehendido con lujo de fuerza y violencia. Pero siempre vislumbré esperanzas de salvación. Ahora no. Cuando la dirección del penal promovió el ataque de cientos y cientos de pre- sos comunes en nuestra contra, ofreciéndoles como premio el bo- tín de nuestras pertenencias, quedamos por completo indefensos a merced de una multitud enardecida e irresponsable. Nuestras cel- das se quedaron sin más salida que la de la muerte cuando fueron invadidas por seres excitados por la ambición de poseer algo, ya que nada tienen. Seres armados de palos, tubos, cuchillos, puñales

Aquella noche ›› 99 y hasta machetes, seres olvidados, víctimas de una sociedad que no castiga el delito, sino la pobreza; seres que sufren cotidianamente en la cárcel un proceso degradante de su condición humana, proce- so que no acaba nunca; seres que tenían mucho de no salir siquiera de sus celdas; seres que irrumpieron en las nuestras con los rostros enloquecidos después de habernos bombardeado con piedras y con trapos impregnados de petróleo ardiendo. Todo ante la com- placencia de las autoridades del penal. Esas horas de horror nos parecieron siglos.

Cuando lograron entrar con toda violencia, nuestro acuerdo de no resistir y nuestras palabras que quisieron ser serenas, lograron hacerles comprender que éramos sus víctimas, que no sus enemi- gos. Y gracias a ello se llevaron todo, menos nuestras vidas. Por ahora.

Esa noche pasamos la peor de las noches: semidesnudos, tira- dos en el suelo sobre periódicos escapados del fuego, rodeados por una multitud de reclusos armados, hasta los dientes, sin saber del paradero de muchos de nuestros compañeros, que después supi- mos estaban heridos en número de 21, dos de ellos graves.

Las autoridades del penal instigaron la violencia: nos balacearon inmisericordemente para obligarnos a reducirnos al ámbito de nuestras celdas, en las cuales quedamos a merced de los atacantes. Todavía el día siguiente permanecimos rodeados por reclusos ar- mados a ciencia y paciencia de las autoridades. Las que informaron que las guardias de presos comunes actuaban como “comisionadas” de la dirección para vigilarnos. El robo a mano armada de que fui- mos víctimas fue perpetrado, es cierto, por algunos reclusos. Pero los autores intelectuales del mismo lo fueron —hasta donde pode-

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mos saber— las autoridades del penal que nunca brindaron protec- ción a nuestro dormitorio, del cual muchos compañeros no salimos siquiera.

Una agresión como la que sufrimos apenas es imaginable: los presos comunes azuzados contra los estudiantes, como nos llama el resto de la población del penal, donde por fortuna tenemos mu- chos amigos que nos han prodigado su afecto y la constancia de su indignación por el vandálico saqueo.

¿Qué se perseguirá con tan irracional atentado a nuestra segu- ridad? ¿A quién beneficia? No le hace bien, desde luego, al actual gobierno de México. Le desprestigia ante los ojos del pueblo y ante la opinión publica, pues nada justifica, ni siquiera explica que se recurra a los presos comunes para agredir a los presos políticos. Está claro que estos hechos en nada benefician al candidato a la presidencia; máxime cuando se perpetran en vísperas de su llegada a la capital al término de la primera etapa de una campaña que le ha llevado al diálogo con el pueblo y con algunos estudiantes y durante el cual ha escuchado frecuentes peticiones para que se nos otorgue la libertad. Libertad a los presos políticos. A los cuales no hay duda de que en nada beneficia la agresión. Ni tampoco a la campaña proamnistía que cruza el país de un lado al otro y que apoyan mu- chos sectores de la opinión pública, ya que la agresión parece, a primera vista, una respuesta de las autoridades a tal campaña.

El ataque sufrido por los presos políticos no beneficia entonces ni al actual presidente ni al que viene ni, claro, a quienes luchan por su libertad. ¿A quién entonces? Sin duda alguna al anti México; a quienes desean ver al país atado a los intereses monopolistas-nor- teamericanos; a quienes no quieren que la voz del pueblo se expre-

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Le decían el Compadre, andaba por los 25 años, era callado y pobre de solemnidad. Nadie lo visitaba nunca. Su docilidad y su pobreza le habían hecho un buen elemento para la fajina, que es el trabajo que consiste en limpiar los patios, los baños, el comedor y los talle- res de la prisión. El Compadre llegaba a más. No sólo hacía la fajina dentro de la cárcel, era de los reos a los que se tenía más confianza por su buena conducta y que eran comisionados para barrer la en- trada principal de Lecumberri por dentro y por fuera. Así todas las tardes, al filo de las seis, el Compadre y sus compañeros llegaban barriendo la entrada de la cárcel hasta el pequeño jardín que le da acceso. Y barrían también el jardín hasta que los guardias cerraban las puertas de la prisión.

Fue muy comentado el incidente que vivió el Compadre por trabajar en esa brigada que hacía la fajina hasta las puertas de la prisión y aún fuera de ella. Él estaba en la cárcel acusado de robar pantalones en un almacén de la Merced, pero juraba que su salida era inminente, puesto que el dueño de la tienda lo había acusado de robo porque él se había probado los pantalones, y para observar

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cómo le quedaban, se había dirigido hacia la puerta del almacén donde había un aparador, y no hacia el espejo que el almacén tenía dispuesto para sus clientes. Pensaron que se iría sin pagar.

Esa era la acusación. El Compadre tenía en prisión ya seis meses y su expediente, como todos los expedientes de los pre- sos pobres, estaba abandonado y nadie sabía cuándo le darían trá- mite. Pero él creía que pronto quedaría libre porque el defensor de oficio, con el cual había platicado una sola vez, le había manifestado que su asunto se resolvería en primera instancia. El Compadre sólo esperaba la visita de un familiar que tenía en Querétaro que lo iría a ver, decía, y seguramente le proporcionaría algún dinero para pagar el esperado trámite.

En la prisión es frecuente que haya presos en condiciones se- mejantes a la del Compadre que están en espera de la resolución de su juicio, de que llegue de improviso un familiar y les proporcione el dinero necesario, o de alguna circunstancia fortuita que pueda lo- grar el milagro de que el juicio prosiga y que los expedientes no duerman el sueño de los justos como ocurre casi siempre. Sólo los presos ricos mueven sus expedientes y logran su libertad.

El Compadre confiado en que pronto saldría, pasaba el tiempo en la cárcel con entereza, soportando las humillaciones que son mayores ahí en la medida que más grande es la pobreza y el aban- dono familiar que sufren los presos.

El incidente que vivió el Compadre al hacer la fajina con la bri- gada que todos los días limpiaba la calle y el jardín que da acceso a Lecumberri, se recordaba porque meses más tarde, milagrosamente, inexplicablemente, el expediente de ese preso fue movido. Pero en vez de la inmediata libertad que esperaba, los jueces lo condenaron

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“¡Un veinte, patroncito! ¡Un dulcecito pal’refine, no sea malo!”. A los pies del visitante cae, atada a un cordel, una pequeña cesta que cabe en la palma de la mano. Tres pisos arriba, por entre las rejas de una celda de castigo, hecho un ovillo, un reo tira del cordel cuando obtiene la ayuda que pide a los visitantes que van los domingos a la cárcel de Lecumberri. Maestros y estudiantes de uni- versidades nacionales y extranjeras acuden esos días a las crujías M, N y C, para saludar a los detenidos con motivo del Movimiento Es- tudiantil Popular de 1968.

Después de fumar mariguana, el organismo requiere azúcar, por lo cual los dulces para el “refine”, como dicen los consumido- res, son muy preciados por los presos. Un verdadero tesoro.

El consumo de mariguana es frecuente en Lecumberri y su trá- fico produce espléndidas ganancias a las autoridades del penal. Para conseguir la yerba sólo hace falta dinero y los presos más po- bres se juegan la vida por un carrujo, y están dispuestos a realizar cualquier “encargo” con tal de no verse privados de ella.

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