• No se han encontrado resultados

Aspectos espirituales del trabajo con niños moribundos

Se me ha criticado por «involucrarme en asuntos espirituales», como dicen algunos, habiéndome formado en la «ciencia» de la medicina. Otros, ante mi creciente conciencia espiritual, descalifican mi trabajo diciendo que «Kübler-Ross se ha vuelto psicótica; ¡ha visto demasiados niños moribundos!». Me han llamado de todo, desde Anticristo hasta Satán; me han catalogado, insultado y denunciado. A veces pienso que podría tomármelo como un cumplido, pues evidencia que trabajamos un área en la que la gente tiene tanto miedo que su única defensa consiste en atacar. Pero es imposible pasar por alto los cientos de historias que los pacientes moribundos —niños y adultos por igual— han compartido conmigo. Esas iluminaciones no se pueden explicar con lenguaje científico. Me parecería hipócrita y falto de honradez escuchar esas experiencias y compartir muchas de ellas, y luego no mencionarlas en mis conferencias y cursillos. He compartido todo lo que he aprendido de mis pacientes en las dos últimas décadas, y trato de seguir haciéndolo. La medicina ha contado con muchos pioneros que fueron igualmente denostados; en el siglo pasado, el doctor Semmelweiss trató de convencer a la Sociedad Médica para que las comadronas, las enfermeras y los médicos se lavaran las manos con jabón antes de intervenir en un parto. Lo censuraron y destruyeron, y murió en el fracaso. Poco después se demostró científicamente que tenía razón. Pero, entretanto, la ignorancia y la arrogancia de sus colegas habían destruido a un hombre brillante. Más de un respetable investigador ha encontrado el mismo destino; así pues, por lo menos no estoy sola, y no tengo la intención de abandonar mis investigaciones.

Permitidme compartir algunas de mis experiencias con vosotros. Los que han vivido cosas parecidas relacionadas con la muerte de un niño, se pueden consolar sabiendo que no están solos ni están locos. De hecho, he estudiado cientos de casos de pacientes de todo el mundo que han tenido experiencias extracorporales o cercanas a la muerte similares a las que describe Raymond Moody en su libro Life After Life, para el que escribí el prólogo.

Muchas de esas personas no estaban enfermas antes de la prueba que pasaron. De golpe tuvieron un ataque cardíaco o un accidente inesperado, por lo que es improbable que las experiencias que compartieron fuesen proyecciones de deseos, como sostienen algunos. El denominador común de esas experiencias extracorporales es que esas personas eran totalmente conscientes de dejar su cuerpo físico. Sintieron una ráfaga de viento y se encontraron en las proximidades del lugar donde se hallaba su cuerpo, gravemente afectado: el lugar de un accidente, la sala de urgencias o el quirófano de un hospital, en su cama, o incluso en su lugar de trabajo. No sentían dolor ni ansiedad. Describen la escena del accidente con los más mínimos detalles, incluyendo la llegada de personas que trataban de sacarlos de un coche o intentaban apagar un fuego, y la llegada de una ambulancia. Incluso precisan el número de sopletes que se utilizaron para sacar su maltrecho cuerpo del coche destrozado.

Muchas veces describen los desesperados esfuerzos que hizo el equipo médico durante la resucitación para que volviesen en sí, y sus propios intentos para dar a entender que estaban realmente bien y que los equipos de urgencia dejaran de esforzarse. En ese momento se daban cuenta de que podían percibirlo todo, pero que los demás no los oían ni los percibían.

Otra cosa que comparten los que han pasado por esas experiencias es que advertían que volvían a estar enteros: los que tenían las piernas amputadas volvían a tenerlas completas, los que iban en silla de ruedas podían bailar y moverse sin esfuerzo, y los ciegos podían ver. Como es natural, comprobamos esos hechos haciendo pruebas con pacientes ciegos que desde hacía años no percibían la más mínima luz. Para nuestro asombro, fueron capaces de describir el color y el tipo de ropa y de accesorios de los presentes. Ningún científico podría decir que eso es una proyección. Cuando les preguntamos cómo habían podido ver, respondieron en estos términos: «Es como cuando sueñas: tienes los ojos cerrados y ves».

El tercer hecho que comparten es que perciben la presencia de seres queridos, entre los que nunca faltan parientes que los han precedido en la muerte Siempre hay una adorada abuela esperando a una niña pequeña, o un tío especial que murió diez meses antes, o un compañero de clase que murió de un disparo accidental casi dos años antes de la grave enfermedad de su amigo.

¿Cómo puede un crítico y escéptico investigador saber si esas percepciones son reales? Nos dedicamos a recoger datos de personas que, sin saber que había muerto un ser querido, compartieron la presencia de esa persona cuando ellos mismos estaban, como suelen decir, en «la puerta sin retorno».

Una niña que casi falleció durante su critica operación de corazón le contó a su padre que se había encontrado con un hermano con el que se sentía muy a gusto; era como si se hubiesen conocido y hubiesen compartido toda la vida. Pero no había tenido nunca un hermano. Su padre, terriblemente emocionado por el relato de su hija, le confesó que sí, que ella había tenido un hermano, pero que murió antes de que ella naciera.

Recuerdo los primeros días de mi trabajo con pacientes moribundos en un hospital universitario, donde también había prometido no explicarles que tenían una enfermedad terminal. Era fácil mantener esa promesa, ya que los pacientes me lo solían decir a mí.

Poco antes de morir, un niño acostumbra tener lo que llamo un «momento de claridad». Los que están en coma desde que sufrieron un accidente o una operación abren los ojos y parecen muy coherentes. Los que han padecido muchas molestias están tranquilos y en paz. Entonces les pregunto si quieren compartir conmigo lo que están experimentando.

—Sí. Todo va bien. Mamá y Peter ya me están esperando —me respondió un niño y, con una pequeña sonrisa de satisfacción, volvió a sumirse en estado de coma e hizo la transición que denominamos muerte.

Yo sabía que en el lugar del accidente había muerto su madre, pero Peter había quedado con vida. El coche se incendió antes de que pudiesen sacarlo y luego lo trasladaron, con graves quemaduras, a la unidad de quemados de otro hospital. Puesto que sólo recogía datos, escuché la información del niño y decidí preguntar por Peter. No hizo falta, porque al pasar por la enfermería me estaban llamando del otro hospital para informarme que Peter había muerto hacía unos minutos.

A lo largo de todos estos años en que he recogido datos, desde California a Sidney, entre niños blancos y negros, entre jóvenes de sociedades primitivas, esquimales, sudamericanos y libios, todos los que mencionaban a una persona que los esperaba, hablaban de alguien que había muerto antes que ellos, aunque sólo fuese unos momentos. Y no se les había informado en ningún momento del reciente óbito de los parientes. ¿Coincidencia? Ahora ningún científico ni estadístico me convencería de que esto ocurre, como dicen algunos colegas, como «resultado de la falta de oxígeno» o por otras causas «racionales y científicas».

L. D., una madre de Newcastle, Australia, relató en «Mike Walsh Show», un programa nacional, su experiencia con su hijo y su reacción ante la muerte de su abuelo.

«En octubre de 1979 estaba con mi marido y mi hijo Justin, de dos años, en Cheshire, al norte de Inglaterra, y debíamos regresar a Australia al cabo de seis semanas.

»Mi abuelo, que vivía a unos treinta kilómetros, en Salford, Manchester, tenía cáncer y, aunque estaba muy enfermo, no se esperaba que fuese a morir pronto.

»El 18 de octubre, a las nueve y media de la mañana, mi hijo estaba jugando en el piso de abajo cuando lo oí hablar con alguien. Al cabo de un par de minutos oí que decía llorando: "Pero yo quiero, yo quiero". Vino a la cocina y cogió una bolsa de la compra, en la que metió su vaso, su plato y su osito de felpa. Le pregunté si se iba de casa, y me contestó lo siguiente: "Abu [mi abuelo] dice que se tiene que ir, que ahora está bien, que tengo que ser un buen niño con mamá. Quiero ir con Abu, pero no quiere llevarme. Tengo que quedarme con mamá".

»A las diez menos veinte me llamó mi tío Bill para decirme que mi abuelo había muerto hacía diez minutos, a las nueve y media.

»Justin siguió con su historia y la repitió a mi marido cuando llegó del trabajo.

»A1 día siguiente mi vecina me dijo que, sobre las nueve y media, vino a decirme algo, pero cuando se dio cuenta de que tenía visita regresó a su casa, y respondió que había oído a Justin hablar con un hombre en el vestíbulo.

»Cuando le expliqué a Justin que Abu no estaría en casa, que se había ido a ver a la abuelita, se limitó a decir: "Sí, ahora está mejor".»