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LA BELLEZA DE LA MUJER

In document Pierre Joseph Proudhon PRESENTACIÓN (página 77-80)

La mujer es bella. He lamentado, lo confieso, no tener para pintarla el estilo de un Lamartine: pesar indiscreto. Muchos otros celebrarán a aquella que el universo adora, que la infancia no puede mirar sin éxtasis, la vejez sin suspirar. Después de lo que he dicho de sus defectos, lo único que me es permitido al hablar de sus méritos, es la simplicidad, y especialmente la calma. Cuando la Iglesia nos representa a la Virgen en su radiante inmortalidad, rodeada de ángeles y pisando la serpiente hace el retrato de la mujer como la coloca la naturaleza en la institución del matrimonio.

Es bella, digo, bella en todas sus potencias: así la belleza, debiendo ser en ella a la vez la expresión de la Justicia y el atractivo que nos arrastra, será mejor que el hombre: el ser débil y

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desnudo que no hemos hallado propio ni al trabajo del cuerpo ni a las especulaciones del genio, ni a las funciones severas del gobierno y de la judicatura, va a ser por su belleza el motor de toda Justicia, de toda ciencia, de toda industria, de toda virtud.

¿De dónde viene, por de pronto, la belleza de la mujer? Observemos esto: de la misma delicadeza de su constitución.

Puede decirse que en el hombre la belleza es pasajera; nada tiene para él de esencial, no interviene en su destino; la atraviesa pronto para llegar cuanto antes a la fuerza. El hombre, a los diez y seis años, no es hombre todavía; la muchacha, al contrario, es ya mujer, y los años no le traen nada, como no sea la experiencia.

La belleza es el verdadero destino del sexo; es su condición natural, su estado. En principio no hay mujer fea; todas gozan, más o menos, de esa belleza indecible que el pueblo llama belleza del diablo, y depende de nosotros que las menos favorecidas lo compensen con algún encanto. ¿Quién no observa, por otra parte, que en una sociedad civilizada, la belleza de cada una aprovecha a todas, como si todas no fueran sólo, desde puntos de vista diferentes, representantes de lo que hay de más divino entre los hombres, la belleza?

Son nuestras miserias sociales, nuestras iniquidades, y nuestros vicios, que afean, que matan a la mujer.

La naturaleza empuja, pues, rápidamente el sexo hacia la belleza; alcanzado ese fin, aquélla lo detiene. Mientras el hombre sigue adelante, la naturaleza parece decir a la mujer: Tú no irás más lejos, pues no serías más bella.

La vida de la mujer, según el deseo de la naturaleza, es una juventud perpetua; el florecimiento, punto pasado en el hombre que corre a grandes pasos hacia la virilidad, dura en la mujer tanto como la fecundidad y, con frecuencia, va más allá. Los ejemplos de Diana de Poitiers, de María Estuardo, de Ninón de Lenclos, de madame Maintenon, y tantas otras, en quienes la edad parece impotente contra la belleza, nos alecciona acerca de la misión de la mujer, y es una advertencia de nuestro deber.

Las mujeres quieren ser siempre jóvenes, siempre bellas, tienen el presentimiento de su destino.

La fea, en las condiciones de la vida civilizada, no existe más que la sucia: es un ser fuera de la naturaleza que atrae la compasión o un castigo.

La mujer transparente, luminosa, es el solo ser en que el hombre se admira; ella le sirve de espejo, como a ella le sirven el agua que brota de la roca, el rocío el cristal, el diamante, la perla; como la luz, la nieve, las flores, el sol, la luna y las estrellas.

Se la compara a todo lo que es joven, bello, gracioso, brillante, fino, delicado, dulce, tímido y puro: a la gacela, a la paloma, al lis, a la rosa, a la palmera, a la niña, a la leche, a la nieve, al alabastro. Todo parece más bello si ella se halla presente; sin ella se desvanece toda belleza; la naturaleza es triste, las piedras preciosas no tienen brillo; todas nuestras artes, hijas del amor y de la belleza, son insípidas; la mitad de nuestro trabajo queda sin valor.

En dos palabras, lo que el hombre ha recibido de la naturaleza en poder, la mujer lo ha obtenido en belleza. Pero, tengamos cuidado, la potencia y la belleza son dos cualidades inconmensurables entre ellas: establecer entre ellas una comparación, hacerlas materia de un cambio, pagar con productos de la fuerza la posesión de la belleza, es envilecer esta última, es

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arrojar a la mujer a la servidumbre y al hombre a la iniquidad. Lo bello y lo útil se tocan por íntimas relaciones, sin duda, pero son dos categorías aparte que no podrían dar lugar en la sociedad a una similitud de derechos, y en lo que concierne al hombre y a la mujer a una igualdad de prerrogativas. Hagamos constar sólo que, si por lo que se refiere al vigor, el hombre es a la mujer como tres es a dos, la mujer, por lo que toca a la belleza, es también al hombre como tres es a dos; que esa ventaja no le ha sido dada sin duda para dejarla en la abyección, y que en espera de la ley que ha de reglamentar las relaciones entre los esposos, la belleza de la mujer es el primero de sus derechos, como el primero de sus pensamientos.

Que la joven sea tan modesta como bella, me parece bien; la modestia realzará su belleza, pero no es conveniente que ella se ignore. Así yo censuro los pedagogos que, a ejemplo de madame Necker de Saussure, censuran y reprimen en las muchachas el placer que les causa su belleza; me parecería tan mal como que se reprochase al ciudadano el orgullo que le inspira la libertad, o que se creyese un crimen en el soldado el orgullo que le da su valor. ¿La belleza de la mujer no pertenece también, además, a todos los que están unidos a ella por la sangre, la amistad o la vecindad? La mujer bella alegra la familia, la vejez y la infancia e incluso releva de la desgracia a sus compañeras, que la naturaleza inclemente ha favorecido menos. ¿Cómo responderá dignamente a su objeto si no se conoce?

Si del cuerpo pasamos al espíritu y a la conciencia, la mujer, por la belleza, va a revelarse con nuevas ventajas.

De la debilidad relativa de su inteligencia, resulta en ella una gracia juvenil análoga a la de los niños, cuyas lindas palabras, y cuyas ideas llenas de gracia, no podemos dejar de adorar. Una zalamera; de treinta años nos parece mal de seguro; la pedante choca todavía más, porque es infiel a su naturaleza, y porque, al afectar una gravedad prestada, miente. Que la mujer sea tan razonable como lo comporte su naturaleza, tan seria como lo exija la dignidad matronal, será siempre bastante mujer, pero que no aspire a la originalidad y al genio, porque parecerá impertinente y tonta: en aquella justa medida será muy amable, y, para el hombre, un precioso auxiliar y consejero.

La cualidad del espíritu femenino, tiene por efecto: 1° Servir al genio del hombre de contraprueba, reflejando sus pensamientos bajo un ángulo que los hace aparecer más bellos si son justos, más absurdos si son falsos. 2° En consecuencia, obligarnos a simplificar nuestro saber a condensarlo en proposiciones simples, fáciles de entender como hechos sencillos y cuya comprensión intuitiva; aforística, imaginada, mientras se la familiariza con parte de la filosofía y con las especulaciones del hombre hacen la memoria del hombre más limpia, la digestión de las ideas más ligera. Como el rostro de la mujer es el espejo de donde el hombre obtiene el respeto de su propio cuerpo, así la inteligencia de la mujer es también el espejo en que contempla su genio. No hay un hombre entre los más sabios, los más inventivos, los más profundos, que no sienta que sus comunicaciones con las mujeres le dan una suerte de frescor: es por ahí, además, que se logra la difusión de los conocimientos, y que el arte arrebata a las multitudes. Los vulgarizadores son, en general, espíritus feminizados; pero al hombre no le gusta servir a la gloria del hombre, y la naturaleza previsora ha encargado a la mujer de ese papel.

Así la impresión producida por la belleza de la mujer, se aumenta con la que produce su espiritualidad; porque su espíritu tiene menos audacia, menos potencia analítica, deductiva: y sintética, es más intuitivo, más concreto, más bello, parece al hombre, y lo es en efecto, más circunspecto, más prudente, más reservado, más bueno, más igual. Es la Minerva, protectora de Aquiles y de Ulises, que calma el ardor de uno, y avergüenza al otro por sus picardías y paradojas; es la Virgen que la letanía cristiana llama Sede de sabiduría, Sedes sapientiae.

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Y observad todavía que esa ventaja de la mujer no puede tomarse como compensación del genio del hombre, ni servir de base a una mutualidad de servicios, ni convertirse en materia y causa de un derecho positivo, ni, en una palabra, crear a la mujer un derecho a la igualdad. Quien puede lo más, puede lo menos, diría el hombre; y la fuerza no consentiría una participación a la debilidad como no la consentiría la inteligencia y el trabajo. La prudencia de la mujer, como su belleza no es cosa conmutativa o venal; que con motivo de su rostro, y de las gracias de su espíritu, pida su emancipación y pierde al instante su prestigio; en cuanto pretenda la remuneración viril, se le exigirá la producción viril; y como ella no puede darla, quedará por debajo de ella misma; de diosa o hada que debe ser, la veremos de nuevo esclava.

In document Pierre Joseph Proudhon PRESENTACIÓN (página 77-80)