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EL CAMINO ES DEMASIADO LARGO PARA T

In document Elias lampara que quema y alumbra.doc (página 42-46)

Berseba está en el límite sur de Judá. Es la frontera de la tierra prometida. “De Dan a Berseba”, se repite constantemente en la Escritura para indicar los dos extremos. Elías es un hombre que pasa de un extremo a otro, está siempre en la frontera, a un paso de las naciones

paganas. Allí, al límite de Judá, huye Elías para poner a salvo su vida. Y allí se siente desfallecer. En realidad es el agotamiento interior el que le lleva al borde de la muerte. Jezabel ha conseguido anular el triunfo de Elías, poniendo fin a su campaña para que Israel volviera a Yahveh. Ante el fracaso, Elías se siente sin fuerzas para continuar su misión. Desesperado, le pide a Dios que le saque de este mundo. Dios, sin embargo, no se deja vencer ni por Jezabel ni por la falta de fe de su profeta. Envía su ángel a confortar y fortalecer a su profeta.

La huida de Elías es una especie de peregrinación. Primero es la fuerza de Jezabel la que lo empuja a huir, luego es la fuerza de Dios que lo atrae hacia Él. La reina lo saca de la ciudad, encaminándolo hasta el desierto, hasta el límite de la existencia, donde ésta linda con la muerte. El desierto, con el pan del cielo, lo encamina hacia el monte, donde la palabra se hace presencia de Dios. En el monte Horeb, final de su peregrinación, Elías recobrará la vida, una vida nueva. Antes del desierto, la huida tiene como desembocadura la muerte; a partir del desierto, con el alimento milagroso, se le ensancha el horizonte, se le dilata la esperanza, le toca la voz del silencio en lo íntimo del espíritu.

En Berseba muere el Elías seguro de sí mismo y de su fe. Su yo es anulado para dar cabida en su persona a la presencia de Dios. El rostro de Dios no coincide con la imagen que Elías se ha formado de Él. Abatir a los sacerdotes de Baal es más fácil que derribar la idolatría del propio corazón. El Dios a nuestra disposición es un ídolo. Dios interviene portentosamente cuando Elías le invoca, pero Elías no se puede acostumbrar a los milagros, pues en ese momento pierde a Dios. Dios se le manifestará no en la espectacularidad de la tempestad, del terremoto o del fuego, sino en el silencio, que vibra detrás de cada uno de estos fenómenos. Se trata de un silencio que habla más fuerte que el trueno y penetra más profundamente que el rayo. Pero donde Dios se envuelve es en lo sutil, en lo imperceptible, en lo inefable, en la brisa suave, en el silencio.

Dios no acepta el sacrificio de una persona querida, de un hijo, como en el culto a Baal, pero tampoco quiere el sacrificio de un objeto amado, como toros o corderos, sino la ofrenda del propio yo, de la propia persona, de la voluntad, mente y fuerzas. Se trata de abandonar la propia vida en las manos de Dios, dejarse guiar por Él. El culto en espíritu y verdad, que Dios desea, se da en la historia de cada día, cargando con la propia cruz, orando a Dios, no para que haga nuestra voluntad, sino para que nos dé la gracia de hacer nosotros la suya. Elías está en el proceso de pasar de la religiosidad a la fe. Vivir en actitud permanente de oblatividad a Dios y al prójimo es la ofrenda agradable a Dios.

Berseba es el lugar donde Abraham había invocado el nombre de Yahveh (Gn 21,33) y donde Yahveh se había aparecido a Isaac, diciéndole:

-Yo soy el Dios de tu padre Abraham. No temas, porque yo estoy contigo (Gn 26,24). Es además el lugar en el que Dios habló a Jacob “en una visión nocturna”: Partió Israel con todas sus pertenencias y llegó a Berseba, donde hizo sacrificios al Dios de su padre Isaac. Y dijo Dios a Israel en visión nocturna:

-¡Jacob, Jacob!

-Heme aquí , respondió.

-Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Y bajaré contigo a Egipto y yo mismo te subiré también (Gn 46,1-4).

Berseba es, pues, el lugar donde los padres, Abraham, Isaac y Jacob, han entablado un diálogo personal con Dios. Elías, ahora que se siente solo y abandonado, busca las raíces de su fe. Busca oír la voz del “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, que se ha comunicado con Moisés (Ex 3,6) y cuya fuerza le ha acompañado en el combate contra Baal, pero que ahora se ha retirado de su vida.

enviándole un ángel, que le toca y le ofrece comida y bebida. Elías come y bebe, pero aún no entiende la respuesta de Dios. Vuelve a echarse a dormir. Sólo la segunda vez reconoce que se trata “del ángel de Yahveh”, es decir, que Dios está con él. Elías vuelve a la vida, se alza para reemprender el camino. La fe devuelve la vida a su persona. Su fe se ha purificado, acrisolada en la prueba. El ángel de Yahveh, con el pan cocido sobre las brasas y el agua y, sobre todo, con su palabra levanta a Elías de su postración y le pone en camino:

-¡Levántate y come!

Es lo que le dice la primera vez. La segunda añade: -... porque el camino es demasiado largo para ti (1R 19,7).

El ángel le prospecta un futuro. Dios, con la vida, le devuelve la esperanza, la confianza en el futuro. Dios cuenta con él, seguirá siendo su profeta, su mensajero. El alimento, que le ha ofrecido el ángel, le prepara para el encuentro con Dios en el Horeb. Los Padres, siguiendo el texto de la Vulgata, comentan y dan un significado espiritual al “pan cocido bajo las cenizas”. Así lo expone San Efrén: “El pan cocido bajo las cenizas, que el ángel deja junto a Elías, significa dos cosas: en primer lugar expresa las fatigas de la penitencia, muy bien significadas por las cenizas, símbolo de las lágrimas y de un corazón contrito por el arrepentimiento. En segundo lugar, las cenizas que ensucian el pan representan la vida de los hombres débiles e infelices. Con estas imágenes se describe el curso de la vida de los justos. Dios les ejercita primero con una vida humilde, llena de fatigas, y luego les conduce, una vez purificados de toda contaminación, a la montaña de la vida perfecta”.

Con este pan Elías emprende el camino desde Berseba al Horeb, desde el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob va en busca del Dios de Moisés. Dios desea purificar su fe. Tiene que borrar todas las falsas imágenes que Elías tiene de Dios. Dios es Dios y no alguien de quien se puede disponer según los propios deseos. Dios no está en el viento impetuoso, no está en el terremoto, no está en el fuego. Se manifestó a Moisés en medio de estos signos, pero la repetición de un rito no obliga a Dios a manifestarse. Nada condiciona su presencia ni su actuación.

Alimentado antes por los cuervos, ahora Dios le manda su ángel para alimentarle y darle ánimos. El mismo ángel le despierta, le nutre y conforta, invitándole a seguir el camino emprendido hacia el Horeb. Es largo el camino que le queda por recorrer para llegar al Horeb, que se halla a unos 480 kilómetros de distancia. En cortas etapas, en cuarenta días, llega “a la montaña de Dios” (Ex 3,1; 4,27; 18,5). Movido desde el interior, Elías se adentra en el árido desierto del Sinaí, descansa quizás en Al-Arish, la “cabaña” donde se dice que descansó Jacob cuando se dirigía a Egipto. Siguiendo el camino, recorrido por el pueblo de Israel guiado por Moisés, atraviesa el exuberante oasis llamado Ayun Musa o Manantiales de Moisés. Sigue cruzando colinas y valles, surcados por algunos regatos, casi siempre secos, hasta llegar al oasis más grande del sur del Sinaí. Lo llaman Firán, la “perla del Sinaí” o el “paraíso de los beduinos”. A partir de este punto el camino se hace más arenoso y tortuoso, serpenteando por las faldas del monte hasta llegar a una meseta llamada Ar-Raha (el descanso), situada a los pies de Giabal Musa, el monte de Moisés, o Giabal at-Tur, el Monte por excelencia, es decir, el Sinaí o el Horeb, como se le llama en el ciclo de Elías. En esta meseta estuvo acampado el pueblo de Israel todo un año (Ex 19-40; Nm 1-11) y Dios le entregó el Decálogo.

Un poco más adelante, siempre en las faldas del Sinaí, se halla el Monasterio de Santa Catalina, lugar donde Moisés vio la zarza ardiente y Dios le reveló su nombre (Ex 2,15ss; 3.1ss). Fray Eliseo me concede un tiempo de descanso en el monasterio dedicado a la Madre de Dios antes de seguir a Elías en su subida a la cima del Horeb. Pero Fray Eliseo aprovecha el descanso para darme una de sus meditaciones.

El desierto marca el camino de la fe. Es el lugar de la prueba con todas sus tentaciones. Elías es el profeta “que arde de celo por Yahveh”, pero está en crisis con su vida y con su fe. Israel dio vueltas por el desierto durante cuarenta años para nacer como pueblo

de Dios. En el desierto la comunidad de Israel experimentó los primeros amores de Yahveh, que le hablaba al corazón. La revelación del Sinaí con la celebración de la alianza se hizo realidad en los prodigios que Yahveh, esposo enamorado, cumplió con su esposa. Elías ha oído, en la renovación de la alianza, pascua tras pascua, la narración de todos esos acontecimientos. El memorial del actuar de Dios le ha mantenido en pie frente al rey y frente a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Pero, ahora, frente a la amenaza de Jezabel se le tambalean todas las certezas. ¿Está Yahveh en el viento, en el terremoto, en el fuego que cae del cielo? La ordalía del Carmelo, ¿ha sido una manifestación de Yahveh o una escenificación suya? ¿Dios es su Dios?

Todo creyente se puede ver en Elías. Elías se atreve a decir en voz alta lo que todo hombre siente en la hora de la prueba. El choque del sufrimiento hace vacilar las evidencias, las certezas fáciles y tranquilizantes de la religión. El sufrimiento coloca al hombre ante Dios, para negarle o para entregarse a él en la fe. Este combate de la fe, que Elías vive y nos ayuda a vivir, es el combate de todo creyente, que necesariamente pasa por el momento de la prueba, por el momento del silencio de Dios. La ausencia de Dios es el borrador de todas las falsas imágenes de Dios, que el hombre ha dibujado en su mente. Elías, con su testimonio, arrastra al creyente hasta los márgenes oscuros de la fe, en donde se juegan las relaciones del hombre con Dios. El camino de la fe abierto por Elías pasa por la noche de la muerte, de la renuncia de sí mismo ante Dios, que sólo responde al alba, como en la mañana de Pascua.

Juan Bautista, encarnación del espíritu de Elías, atraviesa la misma noche de la fe. Juan Bautista es la palabra del Adviento, de la espera de lo visto y todavía por llegar. ¡Ha visto y confesado al Mesías y se encuentra en la cárcel! Y en la prueba del absurdo, Juan no es una caña que quiebra el viento. Cree y espera contra toda esperanza. Es el mensajero, que prepara a Dios el camino, ante todo, en su propia vida y en el propio corazón; prepara el camino a un Dios que tarda en manifestarse, que no tiene prisa, aunque él está a punto de perecer. Su corazón está en apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a angustia de parto: “¿Eres tú el que ha de venir?” (Lc 7,20). Pero es una pregunta dirigida a Dios, al Cordero de Dios que ha conocido y confesado. En un corazón orante queda siempre fe, aunque se encuentre en prisión. Parece tener razón el mundo. “El mundo reirá y vosotros lloraréis”, dijo el Señor. En la prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia flaqueza, de la propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a la Parusía, espera contra toda esperanza, enviando mensajeros de su fe y oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la respuesta: “He aquí que vengo presto”; “bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Lc 7,23).

Juan Bautista confiesa: “Yo no soy”. La Iglesia, como él, es sólo voz que clama en el desierto, voz que anuncia que el Reino glorioso de Dios está aún por venir. No puede desoírse esta voz por que suena con todos los ecos humanos. No puede dejarse de lado al mensajero de la Iglesia porque “no es digno de desatar las sandalias del Señor” a quien precede. La Iglesia, no puede menos de decir: “No soy yo”, pero tampoco puede dejar de decir: “Preparad el camino al Señor que viene”. Y entonces, escuchado esta pobre palabra, Dios viene ya. Los fariseos, que no escuchan al precursor del Mesías porque él no es el Mesías, tampoco reconocen al Mesías.

La fragilidad de los mensajeros de Dios es siempre evidente. Aunque se muestren firmes en la hora del combate, son vasos de barro, a punto de quebrarse siempre. Antes que Elías y Juan Bautista, Moisés experimenta la hora de la prueba. En sus labios resuena la misma plegaria angustiosa de Elías: “Señor, si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no vea más mi desventura” (Nm 11,15). Elías como Moisés se lamenta con el Señor (Nm 11,11-12). Y Elías es alimentado por el Señor lo mismo que los israelitas en su travesía por el desierto (Ex 16,8.12); el alimento milagroso tiene la forma de torta cocida al óleo (Nm 11,7-9).

El profeta Elías es conocido como “hombre de Dios” (1R 17,18.24; 2R 1,9.11.13). Él es para el pueblo la revelación del Dios vivo y verdadero (1R 18,39). El celo por Yahveh mueve toda su vida (1R 19,10.14). Cuanto realiza lo hace en nombre de Dios (1R 18,36). Entra en la historia como “el hombre de fuego, cuya palabra abrasaba como una antorcha” (Si 48,1). Pero Elías es un hombre con sus límites, con sus momentos de miedo y de desánimo. En su abatimiento desea desaparecer, morir. Apenas oye que Jezabel ha jurado matarle tiembla y huye... Fray Eliseo corta su narración con una frase hiriente, no contra Elías, sino contra Jezabel:

-Elías se siente totalmente vacío, con el corazón seco y roto. Ante el abismo de perfidia de Jezabel el corazón se hiela de espanto.

Aunque la verdad es que Elías, concluye con satisfacción Fray Eliseo, se safa siempre de Jezabel con la vivacidad de un pez recién arrojado en la orilla de un río.

In document Elias lampara que quema y alumbra.doc (página 42-46)