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LAS CIVILIZACIONES DESAPARECIDAS

In document Louis Pauwels y Jacques Bergier (página 83-98)

I

Donde los autores hacen el retrato del extravagante y maravilloso señor Fort.-El incendio del sanatorio de las coincidencias exageradas.-El señor Fort, presa del conocimiento universal.- Cuarenta mil notas sobre las tempestades de vincapervincas, las lluvias de ranas y los chaparrones

de sangre.-El libro de los Condenados.-Un cierto profesor Kreyssler.-Elogio e ilustración del intermediarismo.-El eremita del Bronx o el Rabelais cósmico.-Donde los autores visitan la catedral

de San Masallá.-¡Buen provecho, señor Fort!

Había en Nueva York, allá por el año de 1910, en un pisito burgués del Bronx, un buen hombre ni joven ni viejo, que se parecía a una foca tímida. Se llamaba Charles Hoy Fort. Tenía piernas redondas y gordas, vientre y caderas, nada de cuello, cráneo grande y medio desplumado, ancha nariz asiática, gafas de hierro y mostacho a lo Gurdjieff. Se le habría podido tomar también por un profesor menchevique. Apenas salía de casa, como no fuese para ir a la Biblioteca Municipal, donde consultaba una gran cantidad de periódicos, revistas y anales de todos los Estados y de todas las épocas. Alrededor de su buró de persiana, se acumulaban cajas de zapatos vacías y montones de

Periódicos: el American Almanach de 1833, el London Times de los años 1800-1893, el Anual

Record of Science, veinte años de "Philosophical Magazine, los Annales de la Société

Entomologique de France, laMonthly Weather Review, el Observatory, el Meteorological Journal,

etc. Usaba una visera verde, y siempre que su mujer encendía el hornillo para el almuerzo, iba a la cocina para asegurarse de que no se pegara fuego a la casa. Esto era lo único que irritaba a la señora Fort, de soltera Anna Filan, elegida por él por razón de su falta absoluta de curiosidad intelectual, y a la que apreciaba, siendo por ella tiernamente correspondido.

Hasta los treinta y cuatro años, Charles Fort, hijo de unos tenderos de comestibles de Albany, había campado gracias a un mediocre talento de periodista y a una verdadera habilidad para disecar mariposas. Muertos sus padres y liquidada la tienda, disponía ahora de una renta minúscula que le permitía entregarse exclusivamente a su pasión: la acumulación de notas sobre acontecimientos inverosímiles y, sin embargo, comprobados.

Lluvia roja en Blankenbergue, el 2 de noviembre de 1819; lluvia de barro en Tasmania, el 14 de noviembre de 1902. Copos de nieve grandes como platos de café en Nashville, el 24 de enero de 1891. Lluvia de ranas en Birmingham, el 30 de junio de 1892. Aerolitos. Bolas de fuego. Huellas de un animal fabuloso en Devonshire. Platillos volantes. Huellas de ventosas en unos montes. Aparatos extraños en el cielo. Caprichos de cometas. Extrañas desapariciones. Cataclismos inexplicables. Inscripciones en meteoritos. Nieve negra. Lunas azules. Soles verdes. Chaparrones de sangre.

Así llegó a reunir veinticinco mil notas, archivadas en cajas de cartón. Hechos que, no bien mencionados, habían vuelto a caer en el foso de la indiferencia. Y, sin embargo, hechos. Llamaba a esto su «sanatorio de las coincidencias exageradas». Hechos de los que uno no se atrevía a hablar. Él oía brotar de sus ficheros «un verdadero clamor de silencio». Les había tomado una especie de cariño a esas realidades incongruentes, arrojadas del campo del conocimiento y a las que acogía en su pobre despacho del Bronx, mimándolas mientras las ordenaba: «Putillas, arrapiezos, jorobados, bufones... y, sin embargo, su desfile por mi casa tendrá la impresionante solidez de las cosas que

iceberg volante cae en pedazos sobre Ruán, el 5 de julio de 1853. Carracas de viajeros celestes. Seres alados a 8.000 metros en el cielo de Palermo, el 30 de noviembre de 1880. Ruedas luminosas en el mar. Lluvias de azufre, de carne. Restos de gigantes en Escocia. Ataúdes de pequeños seres venidos de otro mundo, en los roquedales de Edimburgo...), cuando estaba fatigado, descansaba su espíritu jugando, él solo, interminables partidas de superajedrez en un tablero de su invención compuesto de 1.600 casillas.

Después, un día, Charles Hoy Fort se dio cuenta de que aquella labor formidable no servía para nada. Inutilizable. Dudosa. Una simple ocupación de hombre maniático. Entrevió que no había hecho más que patalear en el campo de lo que buscaba oscuramente, que no había hecho nada de lo que en realidad tenía que hacer. Aquello no era una investigación. Era su caricatura. Y el hombre que tanto temía el peligro de incendio arrojó al fuego sus cajas y sus fichas.

Acababa de descubrir su verdadero carácter. El maníaco de las realidades singulares era un fanático de las ideas generales. ¿Qué había empezado a hacer, inconscientemente, en el transcurso de aquellos años perdidos a medias? Acurrucado en el fondo de su grupo de mariposas y papeles viejos, se había enfrentado con una de las mayores fuerzas del siglo: el convencimiento que tienen los hombres civilizados de que saben todo lo del Universo en que viven. ¿Por qué se había ocultado Charles Hoy Fort, como si se avergonzara de algo? Es que la menor alusión al hecho de que podían existir en el Universo campos inmensos y desconocidos, turba desagradablemente a los hombres. Charles Hoy Fort se había conducido, a fin de cuentas, como un erotómano: guardemos en secreto nuestros vicios, con el fin de que la sociedad no se enfurezca al enterarse de que deja sin cultivar la mayor parte de los terrenos de la sexualidad. Ahora se trataba de pasar de la manía a la profecía, de la delectación solitaria a la declaración de principios. Se trataba, en adelante, de hacer obra verdadera, es decir, revolucionaria.

El conocimiento científico no es objetivo. Es, como la civilización, una conjuración. Se rechaza un gran número de hechos porque trastocarían los razonamientos establecidos. Vivimos bajo un régimen inquisitorial, cuya arma más empleada contra la realidad disconforme es el desprecio acompañado de risas. ¿Qué es el conocimiento, en tales condiciones? «En la topografía de la inteligencia -dice Fort-, se podría definir el conocimiento como una ignorancia envuelta en risas.» Habrá, pues, que pedir una adición a las libertades garantizadas por la constitución: la libertad de dudar de la ciencia. Libertad de dudar de la evolución (¿y si la obra de Darwin no fuese más que una novela?), de la rotación de la Tierra, de la existencia de una velocidad de la luz, de la gravitación, etc. De todo, salvo de los hechos; de los hechos no escogidos, sino tal como se presentan, nobles o innobles, bastardos o puros, con su cortejo de cosas chocantes y sus concomitancias incongruentes. No rechazar nada que sea real: una ciencia futura descubrirá las relaciones desconocidas entre hechos que nos parecían inconexos. Es necesario sacudir la ciencia con espíritu ávido, aunque no crédulo, nuevo, salvaje. El mundo necesita una enciclopedia de los hechos excluidos, de las realidades condenadas. «Mucho temo que habrá que entregar a nuestra civilización mundos nuevos en que las ranas blancas tengan derecho a vivir.»

La foca tímida del Bronx se impuso el deber de aprender, en ocho años, todas las artes y todas las ciencias... y de inventar media docena para su uso personal. Arrastrado por un delirio enciclopédico, se entrega a este trabajo gigantesco, que consiste menos en aprender que en tener conciencia de la totalidad de lo viviente. «Me maravilla que cualquiera pudiese contentarse con ser novelista, sastre, industrial o barrendero.» Dirigió principios, fórmulas, leyes y fenómenos de la Biblioteca Municipal de Nueva York, en el British Museum y, gracias a una copiosa correspondencia, en las más grandes bibliotecas y librerías del mundo. Cuarenta mil notas, distribuidas en mil trescientas secciones, escritas a lápiz, en cartoncitos minúsculos y en un lenguaje taquigráfico de su invención. Sobre esta empresa de locura resplandece el don de considerar cada tema desde el punto de vista de una inteligencia superior que acaba de enterarse de su existencia:

»Un vigilante nocturno vela sobre media docena de linternas rojas en una calle obstruida. Hay mecheros de gas, lámparas y ventanas iluminadas en el barrio. Se frotan cerillas, se encienden fuegos, se declara un incendio, hay rótulos de neón y faros de automóviles. Pero el vigilante nocturno sigue con su pequeño sistema...»

Al propio tiempo, reanuda su búsqueda de hechos rechazados, pero sistemáticamente y esforzándose en comprobar cada uno de ellos. Somete su empresa a un plan que abarca la astronomía, la sociología, la psicología, la morfología, la química, el magnetismo. Ya no hace una simple colección: trata de obtener el dibujo de la rosa de los vientos exteriores, de construir la brújula para navegar por los océanos del otro lado, de reconstruir el rompecabezas de los mundos ocultos detrás de este mundo. Necesita cada una de las hojas que se agitan en el árbol inmenso de lo fantástico: unos aullidos conmueven el cielo de Nápoles el 22 de noviembre de 1821; unos peces caen de las nubes sobre Singapur en 1861; sobre Indre-et-Loire, un 10 de abril, se vierte una catarata de hojas muertas; junto con el rayo, caen hachas de piedra en Sumatra; caídas de materia viva; raptos cometidos por Tamerlanes del espacio; restos de mundos vagabundos circulan por encima de nosotros... «Soy inteligente y, por ello, estoy en fuerte contraste con los ortodoxos. Como no siento el desdén aristocrático de un conversador neoyorquino o de un hechicero esquimal, me veo obligado a concebir otros mundos...»

La señora Fort no se interesa, en absoluto, en todo esto. Su indiferencia es tal, que ni siquiera advierte su extravagancia. Él no habla de sus trabajos, o lo hace sólo a unos cuantos amigos encandilados. Prefiere no verles. Les escribe de vez en cuando. «Tengo la impresión de entregarme a un nuevo vicio recomendable a los amantes de los pecados inéditos. Al principio, algunos de mis datos eran tan espantosos o tan ridículos que, al ser leídos, sólo merecían repulsa o desprecio. Ahora la cosa va mejor; queda un poco de lugar para la piedad.»

Tiene la vista cansada. Se volverá ciego. Interrumpe su trabajo y se pasa varios meses meditando, comiendo sólo queso y Pan moreno. Al aclararse de nuevo la vista, emprende la exposición de su visión personal, antidogmática, del Universo, procurando abrir la comprensión de los demás con grandes humoradas. «A veces, me sorprendo a mí mismo al no pensar lo que Preferiría creer.» A medida que progresaba en el estudio de las diversas ciencias, progresaba también en el descubrimiento de su insuficiencia. Hay que demostrarlas hasta en sus cimientos: su espíritu es lo malo. Hay que empezar todo de nuevo, introduciendo los hechos excluidos, sobre los cuales ha reunido una documentación ciclópea. Ante todo, introducirlos. Después, explicarlos, si es posible. «No creo hacer un ídolo del absurdo. Pienso que, en los primeros tanteos, no hay medio de saber lo que será después aceptable. Si uno de los pioneros de la zoología (que habrá que rehacer) oyese hablar de pájaros que nacen en los árboles, tendría que consignar que ha oído decir que hay pájaros que nacen de los árboles. Después, y sólo después, tendría que pasar este dato por el tamiz.»

Hay que señalar, hay que señalar, y un día acabaremos por descubrir que algo nos hace señales. Hay que revisar las estructuras mismas del conocimiento. Charles Hoy Fort siente estremecerse en su interior numerosas teorías que aleteaban con las plumas de ángel de lo chocante. Considera la Ciencia como un coche muy civilizado lanzado en una autopista. Pero a ambos lados de la maravillosa pista de asfalto y neón, se extiende un país salvaje, lleno de prodigios y de misterio. ¡Alto! ¡Explorad también el país a lo ancho! ¡Dad un rodeo! ¡Corred en zigzag! Por consiguiente, hay que hacer grandes gestos desordenados, a lo payaso, como cuando se intenta detener un coche. Poco importa que le tomen a uno por un payaso. Es urgente.

El señor Charles Hoy Fort, eremita del Bronx, entiende que tiene que realizar, lo más de prisa y con la mayor eficacia posible, cierto número de «monadas» absolutamente necesarias.

Persuadido de la importancia de su misión y liberado de su documentación, emprende la tarea de reunir en trescientas páginas los mejores de sus explosivos. «Alumbradme con el tronco de una

escribir con la amplitud que mi tema exige.»

Compone su primera obra, El libro de los Condenados, en el cual, dice, se expone «cierto número

de experimentos sobre la estructura del conocimiento». Esta obra apareció en Nueva York, en 1919, y produjo una revolución en los medios intelectuales. Antes de las primeras manifestaciones del dadaísmo y del surrealismo, Charles Hoy Fort introdujo en la Ciencia lo que Tzara, Bretón y sus discípulos iban a introducir en las artes y en la literatura: la rotunda negativa a jugar al juego en que todo el mundo hace trampa, la furiosa afirmación de que «hay otra cosa». Un enorme esfuerzo, tal vez no para pensar lo real en su totalidad, sino para impedir que lo real sea pensado de un modo falsamente coherente. Una ruptura esencial. «Soy un tábano que martiriza el cuero del conocimiento para impedirle que se duerma.»

¿Qué es El libro de los Condenados? «Un ramo de oro para los flagelados por la crítica», declaró

John Winterich. «Una de las monstruosidades de la literatura», escribió Edmund Pearson. Para Ben Hecht, «Charles Hoy Fort es un apóstol de la excepción y el sacerdote engañador de lo imposible». Martin Gardner, sin embargo, reconoce que «estos sarcasmos están en armonía con las críticas más admisibles de Einstein y de Russell». John W. Campbell asegura que «hay en esta obra, al menos, los gérmenes de seis ciencias nuevas». «Leer a Charles Hoy Fort es cabalgar en un cometa», confiesa Maynard Shipley, y Théodore Dreiser ve en él «la más grande figura literaria desde Edgar Poe».

El libro de los Condenados no fue publicado en Francia34 hasta 1955, y ello gracias a mis

gestiones, que no fueron, por otra parte, demasiado diligentes. A despecho de las excelentes traducciones y presentaciones de Robert Benayoun y de un mensaje de Tiffany Thayer, que preside en los Estados Unidos la sociedad de Amigos de Charles Hoy Fort35, esta obra extraordinaria pasó casi inadvertida. Bergier y yo nos consolamos de la desgracia de uno de nuestros más queridos maestros, pensando que éste, en lo más profundo del supermar de los Sargazos celeste, donde sin duda mora, disfrutaría con este clamor del silencio que sube hacia él desde el país de Descartes. Nuestro antiguo coleccionista de mariposas sentía horror por lo fijo, lo clasificado, lo definido. La Ciencia aísla los fenómenos y las cosas para observarlos. La gran idea de Charles Hoy Fort es que nada es aislable. Toda cosa aislada deja de existir.

Una mariposa liba en un clavel: es la mariposa más el jugo del clavel; es un clavel menos el apetito de la mariposa. Toda definición de una cosa en sí es un atentado contra la realidad. «Entre las tribus llamadas salvajes, se rodea de respetuosos cuidados a los simples de espíritu. Generalmente, se tiene la debilidad de espíritu. Todos los sabios empiezan sus trabajos con esta clase de definiciones, y en nuestras tribunas, se rodea a los sabios de atenciones respetuosas.»

He aquí que Charles Hoy Fort, amante de lo insólito, escriba de los milagros, empeñado en una

34Éditions des Deux-Rives, París. Colección «Lumiére interdite», dirigida Por Louis Pauwels.

Después de El libro de los Condenados, Fort publicó, en 1923, Tierras nuevas. Aparecidos después de su muerte: Lo!, en 1931, y Talentos salvajes, en 1932. Estas obras gozan de cierta celebridad en América, Inglaterra y Australia.

He tomado numerosos datos del estudio de Robert Benayoun.

35Mr. Tiffany declaraba, especialmente:

«Las cualidades de Charles Hoy Fort sedujeron a un grupo de escritores americanos que resolvieron proseguir, en su honor, el ataque que había lanzado contra os omnipotentes sacerdotes del nuevo dios: la Ciencia, y contra todas las formas dogmáticas. Con esta finalidad se fundó la sociedad "Charles Fort", el 26 de enero de 1931.

»Entre sus fundadores se cuentan Théodore Dreiser, Booth Tarkington, Ben Hecht, Harry León Wilson, John Cowper Powys, Alexander Woollcott, Burton Rascoe, Aaron Sussman, y el secretario infrascrito, Tiffany Thayer.

«Charles Fort murió en 1932, en vísperas de la publicación de su cuarta obra, Talentos salvajes. Sus innumerables notas, que había recogido en las bibliotecas del mundo entero y por conducto de una correspondencia internacional, fueron legadas a la sociedad "Charles Fon"; constituyen hoy el núcleo de los archivos de esta sociedad y se acreditan diariamente gracias a la contribución de los miembros de cuarenta y nueve países, sin contar los Estados Unidos, Alaska y las islas Hawai.

»La sociedad publica una revista trimestral, Doubt (La duda). Esta revista es, además, una especie de cámara de compensación de todos los hechos "malditos", es decir, que la ciencia ortodoxa no puede o no quiere asimilar: por ejemplo, los platillos volantes. En efecto, los informes y estadísticas que posee la sociedad sobre este tema forman el conjunto más antiguo, más vasto y más completo de todos.

civilizado. No está en absoluto de acuerdo con el motor de dos tiempos que aumenta el pensamiento moderno. Dos tiempos: el sí y el no, lo positivo y lo negativo. El conocimiento y la inteligencia modernos se apoyan sobre este funcionamiento binario; justo, falso; abierto, cerrado; vivo, muerto; líquido, sólido; etc. Lo que Fort exige contra Descartes es un punto de vista de lo general, a partir del cual lo particular podría ser definido según sus relaciones con aquél; a partir del cual cada cosa sería percibida como intermediaria de otra cosa. Exige una nueva estructura mental, capaz de percibir como reales los estados intermediarios entre el sí y el no, entre lo positivo y lo negativo. Es decir, un razonamiento por encima del binario. En cierto modo, un tercer ojo de la inteligencia. Para expresar la visión de este tercer ojo, el lenguaje, que es un producto del binario (una conjuración, una limitación organizada), es insuficiente. Fort necesita, pues, utilizar adjetivos de dos caras, epítetos-Jano: «real-irreal», «inmaterial-material», «soluble-insoluble».

Un amigo nuestro, un día que Bergier y yo almorzábamos con él, inventó de los pies a la cabeza a un grave profesor austríaco llamado Kreyssler, hijo del dueño de una posada de Magdeburgo, conocida por Los dos Hemisferios. Herr profesor Kreyssler, del que nos habló largo rato, había

realizado un trabajo gigantesco para la refundición del lenguaje occidental. Nuestro amigo pensaba publicar en una revista seria un estudio sobre «el verbalismo de Kreyssler», lo cual habría sido un engaño muy útil. El caso fue que Kreyssler había intentado desatar el corsé del lenguaje, a fin de que éste pudiese respirar los estados intermedios olvidados por nuestra actual estructura mental. Pongamos un ejemplo. El retraso y el adelanto. ¿Cómo podría yo definir el retraso sobre el adelanto que pensaba hacer? No existe palabra para ello. Kreyssler proponía ésta: el arretraso ¿Y el adelanto

sobre el retraso que llevaba? El readelanto. Aquí sólo se trata de intermedios en el tiempo. Pasemos

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