• No se han encontrado resultados

COLOMBARD FRANCESA

Bien, Purita, guapa, qué coño se supone que vas a hacer ahora. Una semana sin hablar con la única amiga que te soportaba y en el trabajo no dejas de pensar en lo que no debes. ¿Qué pretendías, convencerte de que lo que había pasado había sido producto de tu imaginación?

Comenzaba a estar un poco cansada, si no espabilaba rápido y dejaba de comportarme como una puta egoísta y una auténtica gilipollas, iba a perder lo poco que me importaba.

—Enrique, ¿puedo hablar contigo un momento? —le pregunté a mi jefecillo por el teléfono después de haber marcado la extensión de su despacho, 774.

—Pásate en diez minutos que estoy terminando unas cosas.

Colgué y me puse a dibujar monigotes en el folio. Tal vez con un poco de suerte consiguiera sentirme yo como un monigote que se perdía entre los demás.

—Bueno, Pura, ¿al final no me has dicho qué tal en Chateneuf? —interrumpió Carla mi obra de arte asomándose por detrás de la pantalla de ordenador.

—Ya te di la llaves, te di las gracias y te dije que todo bien, ¿qué más quieres que te cuente?

—Mujer, que resumas casi un mes de viaje con un «todo bien»... no sé... se me había ocurrido que tal vez pudieras concretar un poco más.

—Mira, Carla, no te lo tomes a mal, pero ahora no puedo entretenerme, tengo que ir a hablar con Enrique, cuando termine con él ya veré lo que te cuento, ¿vale? —la atajé levantándome de la mesa—. Por cierto, ¿seguro que no ha ocurrido nada por aquí que deba saber durante mi viaje? —negó con la cabeza—. Buena chica.

La dejé con la palabra en la boca y me marché, no me apetecía hablar con ella. A pesar de que no habían pasado los diez minutos, la puerta de Enrique estaba entreabierta, lo que significaba que me estaba esperando. Di un par de golpecitos en el cristal por simple educación, aunque a esas alturas parecer educada no me importaba una mierda.

—Dichosos los ojos, Puri.

Dijo al verme mientras se alisaba la corbata y se reclinaba en su sofá, ya empezábamos mal, quería tocarme las pelotas sin tenerlas.

—Dichosos los ojos, Quique.

—¿Qué te trae por aquí después de una semana de la reincorporación a tu trabajo? Podrías haberme avisado, ¿no crees?

—Pensé que te avisaría alguien por mí, ya sabes, soy muy despistada. Esbozó una sonrisa y endureció su mirada.

—¿Qué quieres?

—Pues, verás... quería zanjar unos asuntos pendientes porque resulta que en mi viaje me he enterado de que has intentado saber a toda costa dónde estaba y qué me había ocurrido para marcharme tan repentinamente.

—¡Eso es mentira! —se ruborizó—, ¿quién te lo ha dicho?

—¡Tch, tch, tch! Eso no se dice, ya lo sabes, además no importa porque te conozco y confío en mis pajaritos mensajeros. Mira... Quique... quiero que tengas claro que lo que ocurrió entre nosotros solo fue un error, lo pasamos bien y se terminó; bueno, aunque tampoco fue para tanto, pero... Fue un rollito y punto. Tú y yo vemos el mundo de manera diferente. Nadie de la

oficina lo sabe, así que no actúes como un niño preguntando a diestro y siniestro dónde estoy. —Pero yo solo...

—Me da igual lo que tú solo... No eres más que mi superior y lo eres porque YO rechacé este puesto, recuérdalo, así que actúa como lo que eres: un jefe y no como un perrito con su orgullo herido. ¿Entendido?

Tragó saliva y no respondió. Fue un «Sí, entendido, Pura».

—Bueno, en realidad no venía para hablar de eso, venía a avisarte de que voy a presentar mi dimisión.

—¡¡Cómo!! ¿Te has vuelto loca?

—Espero que sí, porque si no, no tendría mucho sentido todo esto. Este trabajo me está consumiendo y necesito salir de aquí.

—Pero, Puri, piénsatelo bien, ¿qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir? —No, Enrique, no necesito pensarlo.

—¿Qué necesitas? Podemos estudiar tus peticiones... Pura, sé que esta empresa ha sido muy injusta contigo —y tú el primero, pensé—, pero podemos llegar a un acuerdo...

—Lo que necesito no vais a poder dármelo nunca, Enrique, llevo un mes pensándolo y no quiero tener que volver a darle vueltas.

—Ha sido por ese maldito viaje, ¿has ido a otra empresa, verdad? Seguro que te han ofrecido algo imposible de rechazar, dime qué es y yo lo igualaré...

—Enrique, Enrique... no ha sido nada de eso, he estado descansando en Francia, des-can- san-do y pensando, y me han ocurrido un montón de cosas que no podrías ni imaginar. Simplemente es una cuestión personal, estoy harta, cansada, estancada.

—¿Estancada? ¿A estas alturas? Puri, no me hagas reír.

—Me alegra ser tan graciosa, pero no es lo que pretendo. Esto no es negociable. Quiero paro y finiquito. Rescinde mi contrato.

—¡Definitivamente estás loca! ¡En ese viaje han debido de tocarte el cerebro! ¿Con qué motivo te despido? Sabes que no puedo hacerlo sin causa aparente.

—Y tú sabes que sí, no es la primera vez que se hace.

—Pero nunca con alguien con antigüedad y un cargo como el tuyo.

—¡Pf!, Enrique, no me vengas con gilipolleces, nadie se ha fijado en mí casi nunca y ahora vais a empezar a hacerlo, ¿no?

—Sabes que no pienso despedirte, no quiero. Si piensas marcharte hazlo, pero no cuentes conmigo.

Ya contaba con aquella respuesta, afortunadamente todavía podía adelantarme a lo que pensaba. No me dejaría entonces otra opción.

—Seguro que a mucha gente de esta oficina le gustaría saber ciertas cosas tuyas... Aquella asquerosa sonrisita se le borró de la cara y se quedó pálido.

—¡Eres una...!

—Una... ¿puta? Es posible, pero soy más inteligente que tú y no un cabrón a secas. —¿Intentas chantajearme?

—No lo intento, lo hago, ¿es motivo suficiente de despido?

—Puri... —se levantó de su sillón de piel y vino hacia mí—, creo que esto se está saliendo de madre —me puso la mano en el brazo mientras con la otra se alisaba la horrible corbata fucsia que llevaba—, ¿te parece que tomemos una copa esta noche y lo hablemos tranquilamente?

Miré su mano apoyada en mí y después sus ojos. Me daba asco. No quería que me tocara y mucho menos después de tener impregnada a Lorraine en cada rincón de mi cuerpo.

Retiré mi brazo de su mano, me incorporé y pegué mi cara lo máximo que pude a la suya sin llegar a tocarlo.

—Presenta mañana mi carta de despido.

Salí de su despacho dando un portazo y los compañeros más cercanos se me quedaron mirando como si no me hubieran visto nunca. Fui a mi mesa y me puse a recoger mis cosas. Sentía rabia, pensé que todo iba a ser más sencillo, como siempre los demás se encargaban de ponerme la zancadilla cada vez que les apetecía. Empezaba a hartarme. Tal vez fuese así porque ellos se habían tomado demasiadas molestias en moldearme de aquella manera. A veces, o casi siempre, me veía obligada a actuar como no quisiera, ¿cuándo iba a poder ser yo misma? Me dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes, tenía ganas de chillar como una loca y liarme a hostia limpia. Aquel estúpido no tenía derecho a decidir lo que era bueno para mí y lo que no, ningún derecho a invitarme a tomar un café por la noche con una media sonrisa de «Anda que te voy a dar lo tuyo». Necesitaba el paro y no podía marcharme por propia voluntad, era imprescindible que me despidieran. ¿Por qué tenían que ser las cosas tan difíciles?

Vino Carla corriendo, ¡cómo no! ¡Vaya perra le había dado conmigo a la niña! —¿Qué ha ocurrido? Ha temblado toda la oficina con tu portazo.

—La pena es que no se ha caído el edificio entero —murmuré—. Nada, Carla, que me he despedido.

—¿Qué? ¿Cómo que te has despedido?

—Pues que no quiero seguir trabajando aquí, Carla, que esto me está consumiendo. —¡Pero si media oficina depende de ti!

—He estado un mes fuera y todo el mundo se las ha apañado bien.

—Sí, claro, eso es lo que te has creído tú. No imaginas lo que hemos tenido que hacer para que las cosas cuadrasen y aun así, nada. Enrique no se creía que los e-mails los enviaras tú, hice todo lo que pude pero... Además, se ha dejado la cabeza mientras no estabas para solucionar los problemas, él te necesita más que cualquiera de nosotros.

Respiré hondo.

—Mira, Carla, no lo sabes todo sobre Enrique y yo. Ni por qué él tiene ese puesto aun siendo un incompetente y no yo. Alguien me sugirió que lo rechazara porque, si no, lo iba a pasar muy mal con semejante responsabilidad siendo mujer en un mundo de hombres. Aunque te parezca mentira y no puedas creerlo. ¡Así que, ya ves! Me largo porque yo sí que me necesito, creo que si no lo hago ahora dentro de treinta años voy a estar arrepintiéndome de lo que pude cambiar mi vida.

No hizo ningún comentario más. Me cogió la mano que en ese momento estaba intentando alcanzar un pisapapeles con forma de burbuja y me miró a los ojos. Me dio un abrazo con el que casi rompí a llorar, preveía que a partir de entonces mi vida iba a ser un mar de lágrimas, todas aquellas que no había derrochado antes.

***

Desde muy jovencita solía escaparme allí intentando ponerle un poco de orden al caos. Cuando había algún problema en casa, más tarde durante mis años en la universidad iba a allí

a estudiar, cuando me encontraba más estresada en el curro... Siempre iba sola. Sentía hasta que me independicé que era mi único rincón en el mundo, quizá lo más íntimo que tenía a pesar de estar lleno de turistas. Aquellos jardines geométricos perfectamente cuidados, los árboles centenarios, los caminos, el estanque... Si Sabatini viera aquellos jardines, en el lugar de las caballerizas... Un paraíso para los sentidos. Así era yo, basta hasta la saciedad en algunos momentos, malhablada casi siempre y sensible en mi cara más oculta. Aquel lugar conseguía darle sentido a mi desordenada vida.

Y una vez más fui allí a buscar las respuestas que no lograba encontrar. Llevaba una semana en Madrid, o quizá algo más, y todavía no tenía muy claro qué iba a ocurrir después. Me levantaba pensando en Lorraine, escuchaba el frufrú de sus caderas al andar, a veces me parecía sentir el olor de su piel, incluso casi podía escuchar su voz susurrándome palabras en francés que me enloquecían. Me acostaba cada noche con la imagen de su cuerpo en la cabeza y nunca conseguía soñar con ella, y tampoco recordar con claridad su cara. Era como si todo hubiese sido un sueño y en realidad ella no existiese. Sin embargo, fuera como fuese, conseguía dormir, cosa que no sucedía hasta mi regreso de Francia.

Por otro lado, iba a despedirme oficialmente del trabajo, por lo que tendría que empezar a plantearme qué iba a ser de mí. Tenía el máximo de paro y, según mis cálculos, me darían un buen finiquito, o sea, que a pesar de sentirme intranquila por la incertidumbre, podía tener calma y dar los pasos firmes y certeros. ¿Pero cuándo había dado yo en mi vida un paso así?

También estaban Laura y mi madre. En aquel orden. Tal vez tuviese que hablar con ellas. Con Laura tenía claro que sí. Con mi madre... mejor esperar a otro momento, tal y como estaba era capaz de decirle cualquier cosa y, aun siendo una deslenguada, no podría permitírmelo. Era algo así como cuando llevas una semana sin ir al baño, tienes tanta, tanta retención... Las tres comidas como mínimo al día están tan, tan concentradas que cuando se produce la «gran cagada» adelgazas cinco kilos de golpe.

Me descalcé y metí los pies en aquella agua helada y cristalina de la fuente. Era como un pequeño y contenido lago. Podía escuchar el canto de los pájaros a solo dos pasos de aquella gran civilización. No se escuchaba ni un solo ruido de motor, ni una voz más alta que otra. No se oía más que lo que una quisiera escuchar. Si cerraba los ojos podía estar en cualquier lugar que quisiera; el sol dándome en la cara hasta casi quemarme, el agua fría en mis pies, el silencio. El suave roce de pies desconocidos caminando lentamente por los jardines, en pareja o solitarios. Era como si pudiera sujetar el mundo en una mano. Como si el tiempo, el espacio se detuvieran cada vez que respiraba hondo.

De repente un contacto caliente y a la vez húmedo en la cara rompió aquella magia inventada como rompe una piedra lanzada la calma del agua. Según abría los ojos me di cuenta de que había sido un lametazo de perro. ¡Me cago en el pu…! ¡¡Oh, Dios mío, era Crusoe!! Estaba allí a mi lado jadeándome en la cara con una pelota de tenis en la boca. ¡Eso significaba que Lorraine estaba allí! Sentí que perdía las fuerzas del cuerpo de golpe.

—¡¡¡Bruno!!! ¡¡¡Bruuunooo!!! ¡Ven aquí, chico, vamos, ven!

Una voz femenina me golpeó en todo el cuerpo. Me dio semejante hostia que podía sentir un dolor físico como si acabara de caerme desde un sexto piso.

—¡Oh! ¿Te ha molestado? Lo siento, de verdad, lo siento —me dijo aquella chica de veintitantos con melena pelirroja y chándal verde—. Tiene la costumbre de pedirle a los desconocidos que le lancen la pelota... bueno, en realidad solo a los que le gustan —rio—. ¿Te ha hecho daño?

—Nnn... no... no, estoy bien —contesté un poco flipada sin llegar a comprender qué estaba ocurriendo.

—Bien. ¡Vamos, Bruno! Deja de molestar —le acarició detrás de las orejas y le puso la correa. Era adorable cómo le hablaba intentando mostrarse enfadada sin conseguirlo. Se despidió y se marcharon.

Solo entonces me di cuenta de que había cometido un grave error, no solo al confundir a aquel perro con Crusoe, no hacía más que ver a aquel dichoso chucho por todos lados desde que había llegado a Madrid, sino por haberme marchado de aquella manera de Francia.

***

—Entiendo que no quieras hablar conmigo, pero, vamos, Laura, cógeme el teléfono, es la quinta vez que te llamo esta tarde y sé que estás ahí, he hablado con Nicolás y me lo ha dicho.

Hablaba con su antiguo contestador automático, de los que todavía te permiten escuchar el mensaje mientras lo graban. Odiaba aquel cacharro.

—Vamos, Laura, no hagas que te lo ruegue... Por favor, cógeme el teléfono, necesito hablar contigo.

—Sabía que si esperaba un poco más, lo conseguiría. Me has sorprendido, Pura, pensaba que un «por favor» no entraba en tu vocabulario. Bravo por ti.

Por fin se había dignado a descolgar. Seguro que llevaba escuchando mis mensajes toda la tarde.

—Laura, intento enterrar el hacha de guerra, ¿ni siquiera vas a permitírmelo? —¡Uy, Pura! Me dejas anonadada. Habla, que te escucho.

—Quiero que nos veamos, ¿te parece bien que quedemos en la Plaza de Oriente?

—Bueno, dame media hora y estoy allí. Espero que lo que tengas que contarme sea importante, ¿eh? No me apetece nada tener que vestirme otra vez y salir de casa ahora.

—Mujer, son solo las ocho y media, no te estoy pidiendo tanto. Te prometo que va a merecer la pena.

—Está bien... nos vemos.

Saqué los pies de la fuente y los puse sobre la piedra para que se secasen antes de ponerme los zapatos. El sol casi había desaparecido y empezaba a sentir un poco de frío. Fui hacia donde había quedado con Laura, me senté en una mesa y la esperé. Fue rápida, ni siquiera llegó a treinta minutos, debía de tener cierta curiosidad por saber lo que iba a decirle. De alguna manera esperaba que no se presentase para no tener que contarle nada, pero en algún momento tendría que enfrentarme a ello, debía pedirle perdón y contarle exactamente qué me había ocurrido, me sentía ciertamente invulnerable en aquellos momentos después de haber tomado la determinación laboral.

—¡Vaya! ¿Has venido en helicóptero?

—Bueno... ya sabes que el metro de Madrid vuela. Nos echamos a reír.

—¿Qué te apetece tomar? —¿Qué tomas tú?

—Un tinto, me han dicho que es un «Cabrené Savañón» o algo así. Rompió a reír a carcajadas.

—¡Cabernet Sauvignon, burra!

—¡Como se llame! ¿Qué más da? El caso es que está rico. —Mmmm, no recordaba que te gustase el vino...

—En realidad no me gusta, no en copa finolis y sin acompañamiento, prefiero el tintorro con su casera y su limoncito, pero...

—Ya, en Francia has aprendido a apreciarlo, ¿no? Al final voy a tener que hacer yo un viaje de esos para volver... cambiada o más bien renovada.

—…

—Bueno, ¿qué piensas contarme? Este no es tu estilo, y me mata la curiosidad. —Creo que no es nada malo, simplemente es el momento.

—¿Crees?

—¿Qué le apetece tomar, señora? —le preguntó el camarero a Laura.

—Lo mismo, gracias... ¿Crees? ¿Cómo que crees? Las cosas son buenas o malas. —Primero escúchame y después lo discutimos.

—Por cierto, cuando me llamaste antes... ¿no se suponía que debías estar trabajando? —Se suponía... Es parte de la historia que quería contarte... Me he despedido.

—…

—Y antes de que digas nada, deja que te lo explique. —Sí, hija, sí, vas a tener que hacerlo. Soy toda oídos.

—¿Por dónde empiezo? —Di un trago a mi copa y respiré hondo—. El día en que intentábamos descubrir a la despampanante mujer con la que Nicolás te engañaba pasó algo que me hizo sentir miedo. Fue lo que determinó mi viaje aunque te juro que no pretendía ir tan lejos... ¡Pfff! No sé si voy a ser capaz de contártelo, Laura, pero primero me gustaría discul... pedirte per... en fin, que siento haberte dicho todo aquello, pero supongo que, cuando termine de contarte la historia, lo entenderás.

—¿Cómo has dicho? ¿Qué lo que?

—¡Vete a la mierda! ¡Lo has oído perfectamente! No hagas que lo repita...

—Vale, vale, quería asegurarme de que no estaba alucinando... En realidad, yo también debo disculparme... No tenía ningún derecho.

—Cierto, no tenías derecho, pero eso no significa que no sea cierto. En el fondo, te lo agradezco, le echaste un par de huevos. Ya empiezo a estar cansada de todo esto.

—¿Esto?

—Sí, estoy harta de intentar engañarme y responsabilizar a los demás de mis mierdas, ¡soy patética, Laura!

—¿En serio piensas que has conseguido engañarte? Nadie puede engañarse a sí mismo, quizá sí a los demás...

—Si tú lo dices... Me conoces bien, demasiado bien, en realidad creo que eres la única persona que lo hace, pero no sabes qué se esconde detrás de esta Pura.

—Supongo que lo único que puede ocultarse es el dolor, de ese que te paraliza. Ese dolor capaz de avergonzarnos...

—Me avergüenzan las consecuencias de ese dolor, la manera en que me han enseñado a vivir.

Laura dejó caer su peso en el respaldo de la silla y sacó de su bolso una pitillera metálica y hortera. Se encendió un cigarrillo.

Documento similar