Juan Guillermo Durán Mantilla
Al buscar alguna conclusión de esta obra, acude a mi mente la preocupación que Soren Kierkegaard tenía ante sus ojos con la figura estatista de Federico Hegel en la primera mitad del siglo XIX: si el Estado era todo, como sostenía Hegel, la persona se evaporaría. ¡Qué peligro! Con ello, el filósofo danés abría la historia de una nueva etapa filosófica llamada existencialismo personalista, que habría de abrirse paso lentamente frente al gigante estatal y sustituía, en alguna medida, al racionalismo moderno, cuya figura máxima en ese momento era Hegel.
Aunque hoy no estamos en presencia de un Estado totalitario de raíz hegelia- na como lo fueron los Estados comunistas, fascistas y nacionalsocialistas en el siglo XX y el Estado ha tenido avances notorios en materia humanitaria, nunca se debe perder de vista, ni por asomo, que antes del Estado y por encima de él está la persona humana. Ella antecede al Estado y es su razón de ser. El Estado no puede ser un absoluto, un dios mortal, un leviatán incontrolado que amenace a la persona humana; por eso, los derechos humanos son el núcleo principal de toda Constitución Política liberal y humanista, que preceden a toda la organización política que ella desarrolle.
Pues bien, no obstante las bondades del Estado liberal, siempre existe la tendencia macabra de los excesos de poder, triste tendencia del ser humano y de los grupos dentro del Estado; por eso, la democracia exige un continuo cui- dado para que no caiga en esos excesos y, para evitarlos, ha inventado sabios
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Eficacia del Sistema Interamericano de Derechos Humanos
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mecanismos de control como la división del poder, la rotación de los gobernantes, la libertad de prensa, las garantías a la oposición, pero sobre todo, para que sea un Estado democrático más auténtico, ha establecido el reconocimiento y la garantía de los derechos humanos que preceden, como acabo de decir, a las Constituciones Políticas democráticas como la colombiana.
Repito: la persona es el origen y el fin del Estado democrático. El Estado que respete esa calidad debe vivir en función de ella: su libertad, su propiedad, su trabajo; en una palabra, su dignidad. Violentar esa dignidad humana expresada en los diferentes derechos de la persona humana, de la primera hasta la cuarta ge- neración, debe llevar a que el Estado responda por los agravios que se le inflijan.
Para velar esos derechos están los tribunales nacionales e internacionales como la CIDH y, por eso, un Estado democrático se adhiere a las jurisdiccio- nes que están más allá de su soberanía territorial. ¡Bienvenidos sean! Ellos, a su vez es bueno recordarlo también, deben custodiar siempre la majestad de la justicia, eterna meta del Derecho, que no puede estar al servicio de ideologías, partidos o intereses de poder político y económico; si llegaran a estarlo, la co- rromperían. El Derecho, para que en verdad lo sea, debe, pues, “institucionalizar la justicia”, como dice con sabiduría Robert Alexy (2005, p. 87).
La academia, en especial las facultades de Derecho, deben recordar siempre esta meta del Derecho. En tiempos pasados, la meta de la justicia era el Derecho: la clásica definición de la justicia como dar a cada cual lo suyo significaba que “lo suyo” era el derecho y, por tanto, el fin de la justicia era dar el derecho; eran los tiempos de la justicia ante todo “conmutativa” como la llamaba Aristóteles (1981, p. 58).
Llegados los tiempos del crecimiento exponencial de la población a partir de 1800, cuando surge la denominada “cuestión social” propiciada también por la industrialización, una nueva justicia habría de asomar: era la “justicia social”; el Derecho conmutativo, horizontal, de los contratos entre particulares, ya quedaba rezagado (aunque, desde luego, no superado). Nacía una nueva justicia, la social, ante la cual los Estados debían velar de manera especial. Esta justicia también recibe el nombre de “justicia distributiva”, de la que dice Thomas Piketty (2014) respecto al campo económico: “La distribución de la riqueza es una de las cues- tiones más controversiales y debatidas en la actualidad” (p. 15).
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Conclusión general PÚBLIC
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Pues bien, parte de esa justicia social o distributiva son los derechos huma- nos, todos ellos fundamentales, como dice Rodolfo Arango Rivadeneira (2012), en pequeña o en gran escala, individual o grupalmente.
La academia, en nuestro caso particular, la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Colombia, centrada en su misión, su visión y su proyecto educativo en la persona humana, no pueden olvidar, cueste lo que cueste, esa vo- cación humanista por la justicia en sus diferentes vertientes: individual, colectiva, distributiva, política, económica, social.
Creemos con firmeza que esta obra es una contribución para que el Estado colombiano, por medio de informes como este que se ha presentado a los lectores, sea susceptible a custodiar los derechos de la persona humana y llamaremos su atención cuando no los ha cuidado y cuando, condenado por un tribunal interna- cional, no toma las medidas conducentes. Somos exigentes frente al Estado, sobre todo, porque somos guardianes de la persona humana y sus derechos, puesto que estamos en una Facultad de Derecho que debe ser custodia de ella y de la justicia.