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CUARENTA Y DOS

In document EL BAILE DE LA VICTORIA (página 130-133)

Tras varias jornadas de desabridas sopas de abuela, Rigoberto Marín decidió que era hora de escampar. Apartó a puntapiés los tres perros que se le acercaron en la calle de las Tabernas y se subió a un taxi pidiéndole al chofer que lo llevara a las Delicias de Quirihue. Quería castigarse con un balde de entrañas y otros interiores: una porción de mollejas, dos de prietas, un asado de tirajugoso, media porción de seso y un resto de ubres. Se moderaría en el vino para no volverse loco. Partiría con una botella de tinto Casillero del Diablo, al cual le mojaría la mecha con una garrafa de agua mineral Cachantún sin gas. Iba a permitir que el garzón le ofreciera una ensaladita de habas, una chilena con tomates y cebollas rebanadas bien finitas, y hasta dos paltas fileteadas para aligerar el bombazo de vacuno.

Después, sobrio como un cura, haría parar un taxi y le exigiría un vuelo express a la cama de la Viuda. Tonificado por ese almuerzo tan criaturero, sorprendería a su amante con una erección de padre y señor y le permitiría que ella se la engolosinara en la boca antes de clavársela hasta el veredicto final, cambiando de vías como el más loquito de los saltimbanquis.

Durante el almuerzo, al que diluvió de pebre y ají verde, olvidó su agua mineral, y al final de la segunda botella de tinto, le vino un oleaje de resentimiento que lo indujo a ser descortés con el mozo y a exhibir un cortaplumas cuando el dueño, en compañía de su hijo, lo invitaron revólver en mano a retirarse.

Aun en medio de su borrachera, los harapos de lucidez que le quedaban le indicaron que debía alejarse de allí. Lo hizo cantando con voz aguardentosa «Tengo un corazón que llegaría al sacrificio por ti», y en una ráfaga de prudencia clavó y abandonó su navaja en un árbol de avenida República bajo las risas de un grupo de universitarios que lo observaron rebotar entre los automóviles estacionados y las murallas de su instituto sin que el hombre pudiera retomar el timón de su equilibrio.

—No llamen a la policía, muchachos —pidió, tropezando con las palabras. Y sin que nadie le preguntara, agregó—: Me llamo Alberto Parra Chacón. Parra como la Violeta, Chacón como la mamita de Arturo Prat.

A tropezones avanzó hasta una construcción escondida por sacos de cemento y andamios que se elevaban por varios pisos y se filtró a duras penas entre los corredores aún sin estucar, hasta descubrir una especie de patio interior donde dormían dos perras sobre sacos de yuta. Se extendió entre ambas, y abrazando a una de ellas, la cabeza apoyada sobre sus ubres, se puso a dormir.

El alcaide Santoro pasó el fin de semana aliviado. A pesar del frío, dejó las ventanas del living abiertas, y bien abrigado con un jersey de trama indígena, leyó la prensa del sábado, dedicándose básicamente a policiales, deportes y espectáculos. Alrededor del cuello se había aplicado un ungüento adormecedor que calmaba con eficacia el ardor de los cardenales, y encima de la pomada había envuelto con ternura filial la vieja bufanda recuperada. Ese día familiar, con las chicas adolescentes paseando en sus deliciosos baby dolls entre sus habitaciones y la cocina —«estas niñitas van a volver locos a sus pretendientes con sus culos paraditos y sus tetitas de paloma»—, le trajo de vuelta la dicha de un tiempo de inocencia, años en que llevó una vida digna con salidas al cine y alguna vez cena y baile en una boite del centro.

Tras una década, a medida que el país iba normalizándose, empezó a darse cuenta de que contaba con menos poder. Amigos de la jefatura eran relevados por funcionarios limpios de atrocidades, y ciertos beneficios como vacaciones pagadas, auto y subvención escolar para las niñitas le fueron quitados de sus planillas. Volvió a los autobuses destartalados y las hijas sucumbieron de un buen colegio privado a un liceo municipalizado con aulas sin calefacción ni ampolletas, donde las alumnas se ponían chales y frazadas sobre sus jumpers o se desmayaban de calor a las tres de la tarde en verano.

No le habían disminuido el sueldo, pero ahora tenía que pagarse él mismo por todas esas granjerías que antes se le otorgaban con un cheque de fondos reservados y con un palmoteo en sus hombros del intendente que había dirigido la coordinación de escuadrones de la muerte. De allí que nunca dispuso de ese dinero extra para instalar una línea telefónica, y cuando llegaron los primeros celulares a Chile los vendían a precios prohibitivos, así que ni modo.

Años después, el uso de estos artefactos se masificó, y las niñitas, desconectadas del mundo social, al no recibir llamadas de sus asediantes, le exigieron que comprara uno a plazos. Que él recordara, no había hecho uso de ese aparato más de veinte veces, pues las muchachas lo ocupaban prácticamente de confidentes, y aun cuando dormían, lo ponían sobre la almohada con la esperanza de que sus admiradores

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quebraran las reglas de la urbanidad y las llamaran para jurarles amor —y acaso sexo— a cualquier hora de la madrugada.

De modo que tras leer una crónica sobre la crisis económica de su equipo de fútbol favorito, que se hallaba incluso en quiebra, le vino bien saborear el artículo de La Quinta sobre un paco erótico que se había tomado el Municipal para bailar merecumbé en pelotas con una voluptuosa diosa del merengue. El desayuno había sido fuerte, y entre las marraquetas bien untadas de mantequilla, las rodajas de arrollado de chancho con toque picante, estuvieron de chuparse los dedos. Hizo desaparecer la huella grasosa de su boca raspándola con una toalla de papel y decidió poner fin al episodio más ingrato de su vida llamando por teléfono a la pensión donde debería estar alojado Rigoberto Marín bajo el nombre falso de Alberto Parra Chacón. Le espetaría un simple y discreto mensaje: «Orden cancelada. Vuelve.»

Las chicas estaban en la ducha, y con el milagro del celular finalmente en su mano, digitó el número del hotel de Monasterio.

Al otro lado de la línea, como una colegiala aplicada, la cajera Elsa estaba recortando la crítica de El Mercado. Una vez con el clip de prensa en sus manos, se proponía pegarlo sobre un trozo de elegante

passe—partout negro al que luego metería en una carpeta de sobrios tonos grises y se lo presentaría como regalo a Victoria Ponce cuando esa tarde, a las cinco, se realizara un té social de festejo organizado en casa por la madre de la niña y al cual estaban invitadas otras damas de la sociedad tales como Elena Sanhueza y Mabel Zúñiga.

Iba a esperar a que todas estuvieran sentadas frente a sus tacitas humeantes para decirle a Victoria un texto que le fluiría en los labios, pues provendría de una certeza de su corazón: «Esta crítica será un pasaporte que te abrirá las fronteras de todos los países.»

Después de sorber un poquito de té, Mabel de Zúñiga tendría la complicada misión de alentar a la depresiva viuda de Ponce a unirse con las otras damas en el convencimiento de que lo que ahora vendría a rematar la dicha sería la autorización para que su talentosa niñita contrajera bodas con su novio Ángel Santiago, chico decente, promisorio, y como lo decía la canción de moda, «con un corazón que llegaría al sacrificio por ella».

«Esto —sería su llave maestra— no es el tarareo de un simple bolerito que suena en las micros y en la televisión con una promesa sentirnentaloide que cualquier rascatripas rijoso le promete a la mujer que codicia, sino que hay pruebas fehacientes de que el joven Santiago estuvo al lado de su princesa cuando ésta se debatía entre la vida y la muerte, y que cuando la bella durmiente volvió cual Lázaro del reino de las tinieblas, organizó la velada nada menos que en el teatro Municipal, con riesgo de su vida, gracias a la cual la Víctorita Ponce se encuentra a las puertas de la fama mundial.» Concluyente: tiraría sobre el mantel la carpeta gris, el interior en passe—partout negro, y la crítica consagratoria.

Es decir, a esa hora de la mañana estaba transmigrando en un vuelo espiritual, y mientras maniobraba las tijeras con ausente precisión, pensó que a los diecisiete años se hubiera deseado a sí misma un futuro semejante: un amor, una vocación, un talento.

Pero si el croupier le había entregado malas cartas no se hundiría en tangos rencorosos, sino que iba a proyectarse en la joven artista y en su encendido enamorado. Esa parejita tendría que limar sus sinsabores por el chato mundo de hoteluchos, tabernas, cárceles y desdenes en que todos vivían: Monasterio, en la traición a su amigo y en la promiscuidad de mujerotas que le consumían los pocos ahorros mal habidos; el gran Vergara Grey, pulverizado de amor por una mujer altanera que no tenía la generosidad de ponerle ni siquiera un poco de oxígeno para que siguiera viviendo su agonía, y ella misma, eterna segundona de todos, despreciada por Monasterio salvo cuando un dolor profundo lo llevaba a su lecho para buscar, más que sexo fogoso, ternura maternal.

Y ni pensar siquiera en todos esos que pululaban la calle de las Tabernas, solos y sombríos, tratando de que alguien les pagase un último vino para tumbarse en sus sábanas frías a rogar que la muerte los sorprendiese en calma antes que abrir los ojos a un nuevo día de angustia. Ese mundo de «halcones nocturnos», como le había dicho la profesora de dibujo Elena Sanhueza.

Dejó sonar el teléfono más de siete veces, pues quería conseguir un recorte impecable: un rectángulo sin abruptos sobresaltos ni las huellas improlijas sobre el passe—partout de un estudiante con modorra. Cuando lo tuvo, contestó:

—¿Es el hotel de Monasterio? —Sí, señor.

—Quisiera hablar con don Alberto Parra Chacón. —No vive aquí.

—¿Por qué no revisa la lista de alojados, por favor? Se trata de algo urgente.

—Aquí la estoy viendo. El más frecuente de nuestros alojados es un señor Enrique Gutiérrez. —Bueno, no es ése. Yo le hablo de Alberto Parra Chacón. No muy alto, flaco, nervioso.

—Casi todos los que vienen aquí se ponen nerviosos. Miedo de que alguien los vea o temor a no funcionar.

—Comprendo. Pero usted debe de llevar una lista de huéspedes. —Por supuesto, señor.

—¿Les pide carnet de identidad?

—í Como que hay Dios! Es una ordenanza municipal. —¿Y no le aparece ahí Parra?

—Parra como Violeta Parra. No, señor. Lo siento, señor. —En caso de que apareciera, ¿le podría dejar un mensaje? —Con todo gusto, caballero.

—Dígale, por favor: «Orden cancelada. Vuelve. » —Voy a anotarla.

—No se vaya a equivocar, por favor. Es muy importante. —¿Cosa de vida o muerte?

—Exacto.

—Quédese tranquilito no más. Ya lo anoté: «Orden cancelada. Vuelve. » —Muy amable, señora. Muchas gracias.

—¿Y de parte de quién es el mensaje? —¿Cómo?

—Quiero decir, ¿cuál es su gracia?

Al otro lado de la línea se produjo un silencio. Elsa sostuvo el fono entre el hombro y la oreja, y con las manos libres aplicó el tubo con pegamento a la parte posterior del recorte y lo estampó en el passe— partout negro.

—Dígale a Parra Chacón que el mensaje es de parte de un amigo. —¿Entenderá así?

—Él va a entender. —Comprendido, señor. —Gracias, señora.

«Un amigo», sonrió la mujer, después de colgar. Agarró el papelito en que acababa de escribir el mensaje, lo arrugó en su puño y lo tiró al basurero. «¿Qué tengo yo que andarme metiendo en líos de cabrones?», se dijo. Y se tocó con rencor el punto en la garganta donde Alberto Parra Chacón le había abierto un pequeño tajo.

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