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EL DESCUBRIMIENTO DEL HOMBRE EN LA NATURALEZA

I

En 1772 apareció en las librerías de París una historia anónima en dos volúmenes de la expansión europea en ultramar desde el siglo XV. Su título completo y un poco prolijo era

Historia política y filosófica de los asentamientos y del comercio de los europeos en las dos Indias. Aunque de hecho se publicó en Francia (con fecha de 1770), llevaba el sello de

imprenta de Amsterdam, lo cual, teniendo en cuenta que Holanda era famosa por imponer pocas restricciones a la impresión de libros, hablaba a las claras del carácter incendiario de su contenido. Su autor, como todo el mundo conocía en secreto, era el abate Guillaume- Thomas-François Raynal, que de otro modo habría pasado inadvertido (a pesar de haber entrado en la Royal Society en 1754), colaborador de la venerable gaceta literaria Mercure de

France y autor de una historia del parlamento inglés, por la que había recibido las inesperadas

alabanzas de Edmund Burke: «Es uno de los autores más grandes de nuestro tiempo»482. La

Historia de las dos Indias le haría famoso. El libro se convirtió en la mayor denuncia de la

gestión de los imperios europeos aparecida durante el Siglo de las Luces —de hecho, la mayor antes del siglo XX— y en la defensa más desbordante de los valores de la sociedad

mercantilista del siglo XVIII (sobre la que oiremos algo más) como «la nueva alma del mundo

moral». Entre 1770 y 1787 se publicaron más de treinta ediciones del texto francés y unas cincuenta traducciones. Hubo abreviaciones tituladas El espíritu de Raynal y hasta Raynal

para la juventud. En 1776 apareció una traducción al inglés que iba a desempeñar un

cometido no insignificante en la formación de los ideales revolucionarios de algunos fundadores de los recientes Estados Unidos, debido tal vez en parte a la pintura excesivamente favorable que hizo Raynal de las colonias inglesas de América por comparación con las españolas y las francesas483.

Pero no todo fue producto del empeño de Raynal. Según se sabe, el abbé fue, a lo sumo, un enemigo bastante tibio tanto de la expansión francesa en ultramar como de lo que universalmente se consideró el mal que acarreaba: la esclavitud. Llegaría a convertirse en uno de los grandes veteranos de la Revolución Francesa, pero en realidad era, por sus tendencias, un moderado que, en palabras de Friedrich Melchior Grimm, defendía ideas «más acordes con la política establecida que con la justicia»484. Tampoco fue un gran estilista, y mucho menos un ingenio pronto.

«corrigiera el estilo» para preparar una segunda edición ampliada. Diderot sólo aceptó porque veía en la Historia de las dos Indias la oportunidad de redactar una obra muy diferente. No se limitó a pulir y refinar la prosa a veces sin brillo de Raynal, sino que introdujo largos pasajes de su propia pluma sobre la barbarie de la esclavitud, el despotismo de China, los efectos perturbadores de los viajes y el potencial de renovación moral que brindaban los Estados Unidos. «Un texto entusiasta —comentó, socarrón, Voltaire después de leerlo—, lleno de declamaciones». Raynal quedó horrorizado. Diderot, se quejó en voz alta y amargamente a todo aquel que quiso escucharle, había abusado «de la confianza depositada en él. Las condiciones tiránicas que le impuso —todo o nada— dieron lugar a sus reproches. La única cosa instructiva e importante de la obra era la parte escrita por él»485.

La indignación de Raynal no estaba justificada, al menos desde el punto de vista del éxito del libro. Si es cierto, como Diderot le dijo a Grimm, que el libro de Raynal acabó convirtiéndose en «una obra que yo amo y que los reyes y los cortesanos detestan, la obra que dio a luz a Bruto», se debió sobre todo a su propia contribución486. Pidió incluso a unos cuantos amigos y antiguos colaboradores de la Encyclopédie —Jean-Joseph Pechméja, el otrora oscuro autor de una novela de viajes didáctica, Télèphe; Holbach; Jacques Paulze, recaudador general de impuestos (y padre de la química Marie-Anne Pierorette Paulze); el abate Martin; y Alexandre Deleyre, bibliotecario del duque de Parma, entre otros— que añadieran pasajes de su puño y letra, de modo que cuando en 1780 aparecieron en Ginebra los diez volúmenes de la versión final, la Historia se había transformado en una mini

Encyclopédie de los diversos males que la colonización europea había extendido por el

mundo y (cosa que suele pasarse por alto) del enorme bien que aún podía producir un acercamiento ilustrado y basado en el comercio a los pueblos «bárbaros» y «salvajes» del mundo.

No obstante, al introducir sus numerosas enmiendas y añadidos al texto original de Raynal, Diderot tenía otro objetivo, ya que para él una de las muchas consecuencias desastrosas de la colonización europea había sido la constante eliminación de los pueblos «primitivos». Y no porque se preocupara por la vida de los salvajes, como dijo repetidamente. Sin embargo, por poca atracción personal que sintiera por aquellas gentes, Diderot era muy consciente de que las crónicas de los viajes por América, África, Asia y el Pacífico descubrían formas de vida muy distintas a las de Europa y, al parecer, vírgenes de religión y de leyes. La observación de aquellos pueblos le había convencido de que cuando menos «esas instituciones sociales no proceden ni de una necesidad natural ni de los dogmas de la religión». Por el contrario, eran creaciones de los hombres, «los fundadores y los legisladores» de cada sociedad humana concreta. El vicio y la corrupción no eran consecuencias inevitables de la caída de la naturaleza humana, sino criaturas fabricadas por el propio género humano. Finalmente, el descubrimiento de los salvajes había demostrado lo que era de verdad la historia de la Caída: un cuento inventado por los que pretenden dirigir a los hombres para convencer a sus víctimas de que son ellas las culpables de la falta de libertad que padecen. Para Diderot, igual que para

Boulanger, la «vida y las costumbres de los salvajes» constituían una especie de archivo viviente que había que conservar a toda costa. Cabía incluso la posibilidad, pensaba, de que «debamos a este conocimiento el progreso moral que ha logrado la filosofía entre nosotros». Hasta ese momento, los filósofos morales habían buscado la explicación «de los orígenes y fundamentos de la sociedad humana» entre aquellos pueblos cuyo pasado y cuyo presente conocían. Una vez elevados estos a categoría de norma «aquellos que sólo tienen la ceguera como guía y maestra, califican de misterioso, sobrenatural o divino lo que en realidad es únicamente obra del tiempo, de la ignorancia, de la debilidad o de la locura». Los nuevos descubrimientos, afirma entusiasmado, «nos han ilustrado grandemente»; aunque no se trata más que «del alba de un maravilloso día para la humanidad». De ahí en adelante, Diderot estaba seguro de poder decir «que es la ignorancia de los salvajes lo que en cierto modo ha iluminado a los pueblos civilizados del mundo»487.

Pero reunir la información sobre esos salvajes era harina de otro costal. Hoy en día, los herederos de los «científicos humanistas» del siglo XVIII, antropólogos, sociólogos y

politólogos dan por sentada la necesidad de emplear un tiempo en lo que se denomina vagamente «the field» (el campo etnográfico). No se limitan a visitar a los pueblos que estudian, sino que viven con ellos a veces durante largos periodos de tiempo. El «trabajo de campo» garantiza de algún modo la verdad y la sinceridad de las teorías. Como los científicos de la naturaleza, cuyas aspiraciones y métodos de trabajo pretenden emular, están obligados a reunir y a valorar los datos obtenidos. En el siglo XVIII esto no era así. Pocos practicantes de

la nueva ciencia del hombre concebían la necesidad de abandonar la tranquilidad (y la seguridad) de sus despachos. A pesar de su entusiasmo por el estudio serio de la vida salvaje, el propio Diderot no tenía el menor deseo de participar en ello. «El hombre contemplativo — escribió— es sedentario; el viajero es un ignorante o un embustero. Aquel a quien ha favorecido el talento desprecia los pormenores de la experiencia; y el que experimenta carece casi siempre de talento»488. Semejante altivez, se quejaba Abraham Hyacinthe Anquetil- Duperron, pionero del orientalismo, que de 1754 a 1762 viajó sin descanso y en circunstancias peligrosas por la India para «perfeccionar el conocimiento del ser humano y, sobre todo, para defender sus derechos inalienables», había convencido a los europeos, orgullosos de su «presuntuosa ciencia», de que una autoridad latina o griega les bastaba para comprender a todos los pueblos de la tierra489. El resultado, se lamentaba Anquetil, es que todos ellos se habían «educado en el conocimiento de cuatrocientos o quinientos linajes de un país, y el resto del globo nos es ajeno»490. El intento del propio Anquetil por remediar la situación, su Viaje a la India, 1754-1762, mereció de Ferdinando Galiani, philosophe y embajador de Nápoles en Francia, el siguiente comentario: «Aunque Anquetil es exacto [y] preciso… no logra crear sistema alguno, ni distinguir lo que vale de lo que no vale»491.

Llevaba razón Galiani, y no sólo con Anquetil, incluso cuando los libros de viajes eran fiables y estaban escritos por auténticos viajeros, el problema estribaba en la inevitable selección y la escasa fiabilidad. ¿Por qué, se preguntaba Shaftesbury —atacando de nuevo a su

antiguo tutor, infatigable y, desde su punto de vista, acrítico lector de libros de viajes—, había depositado Locke una confianza tal en sus interlocutores «bárbaros»?

Porque la fe del indio infiel debe cuestionarse tanto como la veracidad de juicio del relator [de sus costumbres], al que no debemos suponer conocimiento suficiente de los misterios y los secretos de esos bárbaros, cuya lengua conoce de un modo imperfecto. Además, nosotros, buenos cristianos, demostrando poca piedad, hemos dado bastantes motivos para que nos oculten muchos secretos…492.

Por otra parte, muchos escritores viajeros eran todo menos científicos observadores y desapasionados. Según Rousseau, pertenecían a una de estas cuatro categorías: marineros, comerciantes, soldados y misioneros, de forma que todos ellos tenían muchos intereses creados493. «Me he pasado la vida leyendo relatos de viajes —se lamentaba en el capítulo “Sobre los viajes” de Emilio—, y nunca he hallado dos que me dieran la misma idea del mismo pueblo»494. Las cosas que aquellos viajeros veían y decidían registrar, aunque no siempre tergiversadas por completo, estaban ciertamente condicionadas por sus necesidades y por lo que ellos creían de interés para sus lectores.

La consecuencia de esta división del trabajo entre viajeros y filósofos de gabinete era la enorme desconfianza que despertaban en estos últimos las fuentes de la materia prima. Los viajeros, en cualquiera de sus categorías, escribían para un público cada día más ávido de chismes sobre tierras lejanas; especialmente de todo aquello que sonara a exótico, a chocante y, a ser posible, a erótico. «En esta casta de escritores —se quejaba Shaftesbury—, el primero y el más reconocido es aquel que habla de las cosas más antinaturales y monstruosas». Y de nuevo ataca «al crédulo señor Locke», encantado de creerse «las historias de los indios bárbaros de las naciones salvajes» con que le alimentan «¡viajeros y escritores eruditos, hombres de palabra y grandes filósofos!»495. También a Francis Hutcheson le repelía lo que él llamaba la «absurdez del gusto monstruoso que posee tanto a los escritores como a los lectores de libros de viajes». Los autores, se lamentaba, despreciaban todas las virtudes innatas en el ser humano con la excusa de que esas cosas eran «historias comunes y corrientes». No hacía falta viajar a las Indias «para analizar lo que vemos a diario en Europa»496. A los viajeros y a sus lectores les interesaba mucho más todo lo relacionado con los sacrificios humanos, el canibalismo, el incesto, la poligamia, etc. que el aburrido tema de los afectos familiares. Inevitablemente, la fascinación por «causar horror y asombrar a los hombres» impidió distinguir lo que eran verdades universales, y por tanto dignas de estudio, de los meros detalles, con frecuencia apasionantes.

Pero los viajeros no sólo embellecían y exageraban, también acumulaban datos inútiles o irrelevantes y descuidaban las cosas importantes que tenían delante de los ojos. «Los verdaderos caracteres que distinguen a los pueblos de la tierra —se lamentaba Rousseau—, que saltarían a los ojos hechos para ver, se les escapan a ellos casi siempre»497. Peor aún, podían mentir, y casi siempre mentían. La inverosimilitud y la inconsistencia se traducían en las invenciones más exageradas. Y cuanto más se alejaban de su país, más se multiplicaban las fantasías y más difícil resultaba comprobar la autenticidad de lo escrito por un viajero

cualquiera17498. Como dejó dicho Kant en 1785, «el conocimiento que hasta ahora han aportado

los nuevos viajeros sobre la variedad de la especie humana ha contribuido más a estimular la investigación sobre este punto que a satisfacerla»499.

No obstante, en aquel momento, por muchas y muy evidentes que fueran sus deficiencias y por muy grande que fuera su ignorancia filosófica, los viajeros ofrecían la única ventana abierta al mundo disponible. Como observaba Georg Forster —el naturalista alemán que acompañó al capitán Cook en su segundo viaje por el Pacífico y que sostuvo una disputa muy publicitada con Kant a propósito de sus teorías raciales— en el prefacio que escribió en 1785 para Viaje al cabo de Buena Esperanza, del naturalista sueco Anders Sparrman:

Todo libro de viajes auténtico y bien escrito es de hecho un tratado de filosofía experimental… Han sido principalmente los filósofos modernos y los instructores eficaces de nuestra época los que más han recurrido a estos tesoros, porque contienen los mejores materiales para construir sus sistemas o, cuando menos, porque son los más adecuados para apoyar y confirmar sus doctrinas500.

Sin embargo, para Forster resultaba evidente que en una ciencia humana verdaderamente lograda, como era el caso de las ciencias naturales, el observador y el especulador se combinaban en una única persona. «Toda la tierra», escribió Rousseau en una de las largas notas que añadió al Discurso sobre los orígenes de la desigualdad:

está cubierta de naciones de las que sólo conocemos los nombres… Supongamos que un Montesquieu, un Buffon, un Diderot, un Duclos [historiador y lingüista], un D’Alembert, un Condillac [científico, psicólogo y lingüista] o cualquier hombre de su categoría viajaran con la intención de instruir a sus compatriotas, observando y escribiendo como ellos saben, por Turquía, Egipto, Berbería, el imperio de Marruecos, Guinea, el país de los cafres [África del Sur], el interior de África y su costa oriental, Malabar, Mongolia, las orillas del Ganges… y supongamos que, a su regreso de tan memorables viajes, estos nuevos hércules recogen por escrito holgadamente la historia natural, moral y política de todo lo que han presenciado. Veríamos entonces surgir de sus respectivas plumas un mundo nuevo y aprenderíamos a comprender el nuestro501.

Pero estos héroes estrictamente sedentarios se quedaron casi siempre en casa. Montesquieu viajó extensamente por Italia y los Países Bajos (y como veremos, puede que tuviera ocasión de conversar con un exiliado chino); Condillac llegó hasta Parma; pero salvando el caso de Diderot, que pasó cuatro desdichados meses en la corte de Catalina la Grande, en San Petersburgo, nadie más cruzó las fronteras de la Europa occidental. El propio Rousseau, siempre reacio a seguir los consejos que daba a los demás, si se exceptúa una breve y desastrosa estancia en Inglaterra con Hume, nunca se alejó de Francia más que para ir a Italia y a su Suiza natal.

Con todo, la idea de que un viajero erudito e informado podía encontrar en el mundo la materia prima a partir de la cual iba a desarrollarse una nueva ciencia del género humano mantuvo su prestigio durante mucho tiempo. En 1800, Joseph-Marie Degérando, autor de una obra inmensamente famosa en su época sobre la influencia de los signos en el pensamiento humano, junto con Roch-Ambroise Cucurron Sicard, fundador de una institución para sordomudos, Louis-François Jauffret, maestro y autor de libros para niños, y Joseph de Maimieux, exiliado alemán algo excéntrico e inventor de una «lengua universal» (una especie

de primer esperanto), fundó una sociedad para practicar lo que ellos denominaron nueva «ciencia general del hombre». Le pusieron el nombre de «Sociedad para los Observadores del Género Humano». Su objetivo, mediante una esmerada colección de datos empíricos del mundo entero, era estudiar al «hombre» en sus «distintos aspectos físicos, intelectuales y morales»502. La sociedad duró sólo tres años, pero durante ese tiempo y a pesar del relativo anonimato de sus fundadores, contó entre sus miembros al botánico Antoine-Laurent de Jussieu, al famoso anatomista, zoólogo y paleontólogo Georges Cuvier y al político y zoólogo Bernard Germain de Lacépède. Atrajo también a un amplio círculo de simpatizantes, entre los que se encontraban el ideologue Destutt de Tracy, el fisiólogo Jean-Georges Cabanis, el pionero de la psicoterapia Philippe Pinel; Jean Itard, un médico puntero en el campo de la otología (el tratamiento de las enfermedades del oído) y de la psicología infantil; Jacques- Louis Moreau de la Sarthe, médecin-philosophe; Louis-Antoine de Bougainville, aristócrata francés, navegante y matemático; y Constantin-François Volney, antiguo habitué de Holbach y de Condorcet, amigo y correspondiente de Thomas Jefferson y uno de los autores más leídos de finales del siglo XVIII, que aportó una lista de «cuestiones estadísticas para uso de

viajeros»503.

La contribución de Degérando a la empresa fue una especie de manual para observadores de los salvajes, que tituló Consideraciones sobre los distintos métodos a seguir en la

observación de los pueblos salvajes. Degérando declaró confidencialmente, como tantos otros

antes de él: «La época de los sistemas ha pasado». El estudio de la humanidad se había convertido en la auténtica finalidad de la filosofía; y la «ciencia del hombre», en una «ciencia natural, una ciencia de la observación, y la más noble de todas». El nuevo «viajero filósofo», el voyageur philosophe, viajaba en el espacio para viajar en el tiempo. «Las islas que alcanza —decía Degérando con entusiasmo— son para él la cuna de la sociedad humana. Los pueblos que nuestra vanidad ignorante desprecia se revelan monumentos majestuosos de los orígenes del tiempo». Para Degérando, la distancia en el espacio se convierte en distancia en el tiempo. Esta nueva raza de viajero que se desplaza a las regiones más remotas del globo, como todo «científico de lo humano», fue otra clase de «filósofo-historiador». «El viajero filósofo», escribía Degérando: que navega hasta los rincones más remotos del mundo, viaja en realidad por el sendero del tiempo. Viaja por el pasado. Cada paso suyo es un siglo anterior. Las islas que alcanza son para él la cuna de la humanidad. Los pueblos que nuestra vanidad ignorante desprecia se le revelan monumentos majestuosos de los orígenes del tiempo, monumentos cien veces más valiosos de admiración y respeto que las famosas pirámides que se alinean en las riberas del Nilo. Las pirámides, según él, no eran más que testigos de «la ambición frívola y el carácter efímero de unos cuantos individuos poderosos cuyos nombres apenas se conocen entre nosotros, mientras que esos otros [los salvajes] pisan sobre las huellas de nuestros ancestros y de la primera historia del mundo»504.

La «Sociedad de los Observadores del Género Humano» se fundó cuando la continua demanda

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