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Capítulo II. Periodismo participativo

2.2 El periodismo como una conversación

Al terminar el experimento del periodismo cívico, las lecciones aprendidas para la

inclusión de los ciudadanos en la práctica informativa culminaron en una perspectiva mucho más mesurada que ha cobrado vuelo tanto en la academia como en el lenguaje de los propios medios de comunicación: la metáfora del periodismo como una conversación.

Uno de los primeros registros en la literatura académica se encuentra en un artículo de

James Carey publicado en 1987 en la revista The Center Magazine. Carey parte de una crítica al

discurso de uno de los periodistas más influyentes del siglo XX, el norteamericano Walter Lippmann, y su visión excluyente de la opinión pública en el periodismo:

Hemos heredado un periodismo de expertos y autoridades, un periodismo de

información, hechos, objetividad y publicidad. Se trata de una concepción científica del periodismo: asume que la audiencia debe ser informada y educada por el periodista y el experto. Pero yo sugiero que tiremos ese vocabulario y que, en su lugar, pensemos en el periodismo como un registro, una conversación, un ejercicio de poesía y una utopía política (Carey, 1987, p. 14).

Como apunta Rosen (1999), Lippmann consideraba ridículo esperar que los ciudadanos tuvieran opiniones importantes sobre los acontecimientos del día. Incluso llamó al público «un fantasma, una ilusión de los demócratas ingenuos que se rehúsan a pensar claramente sobre el tema» (p. 65).

Contrario a la retórica de la democracia norteamericana, Lippmann recordaba a los lectores de las limitaciones del ciudadano promedio, las difíciles realidades de la naturaleza humana, la complejidad de la vida moderna y los hechos prosaicos de la manipulación. Puso su fe en otro lado, en expertos bien informados, que proveen a los líderes con mejores datos sobre los cuales basar sus decisiones (Rosen, 1999, p. 65).

A diferencia del periodismo público, que pretendía no sólo ayudar a resolver problemas sino transformar la vida pública de las comunidades, Carey asume el reto de democratizar la profesión con mucha mayor humildad: «los periodistas son sólo una parte de la conversación de nuestra cultura; un compañero con el resto de nosotros y nada más» (1987, p. 14). Más de una década después, ya con el incipiente final del movimiento, Rosen (1999) agregaría: «cuando los editores de la página de opinión asisten a la gente para que sus visiones también sean publicadas, el periodismo se convierte en parte de la conversación pública» (p. 80).

Pese a la aparente ruptura de relaciones entre la sociedad y los medios, Carey continuó idealizando las posibilidades de la conversación como un vehículo para la democracia. Para él, ésta era un medio para el conocimiento y la educación.

Tendió un puente sobre la división histórica entre la cultura de la conversación del siglo XIX y la cultura de la comunicación de masas del siglo XX, consciente no sólo de que la idea de conversación había sido un tema del discurso filosófico desde el amanecer de la

civilización occidental, sino que la conversación pública, paradójicamente, había sufrido con el advenimiento de los medios de comunicación modernos (Hardt, 2009, p. 184).

No obstante, desde que Carey esbozó su idea del periodismo como una conversación, el concepto ha estado circulando en la literatura académica sin que se haya definido con precisión. En ese sentido, Marchionni (2013) explica que el periodismo conversacional es un modelo bajo el cual «periodistas y ciudadanos llevan a cabo intercambios interpersonales y recíprocos todos los días, con o sin mediación, que ayudan a mejorar el trabajo periodístico sobre asuntos de importancia pública por el bien común» (p. 136).

Tomando en cuenta aspectos psicosociales y características tecnológicas, Marchionni (2013) establece que para hablar de un modelo de periodismo conversacional, son indispensables al menos cinco factores: 1) la presencia social, es decir, que el periodista se identifique como un miembro de la comunidad sobre la que reporta y no como una correa de transmisión de la información; 2) amabilidad, o que el periodista esté abierto a recibir las contribuciones y sugerencias de los lectores; 3) informalidad, las noticias deben parecer más un diálogo que un sermón, con un lenguaje coloquial y cercano a los lectores a los que se dirigen; 4) co-orientación, o dicho de otro modo, que los periodistas y ciudadanos se conciban los unos a otros como

colaboradores o co-creadores de la noticia; y finalmente, 5) interactividad, o la posibilidad de que los periodistas y lectores intercambien ideas e información.

Kunelius (2001) precisa que el término conversación aplicado al periodismo asume múltiples roles: como una metáfora que desafía el flujo unidireccional de la comunicación, como un método que obliga a trabajar de formas más interactivas y participativas, y como una meta para evaluar las noticias y sus consecuencias (p. 31).

Schudson (1997, citado en Kunelius, 2001), uno de los principales críticos de la elasticidad del concepto, refuta argumentando que la conversación no necesariamente es

funcional para la democracia deliberativa, pues se asocia con un intercambio libre, espontáneo y agradable de ideas, contrario a la deliberación, que consiste en un intercambio de argumentos ordenado, orientado a la solución de problemas y que puede llegar a resultar incómodo.

Además, para que una conversación garantice su efectividad de llegar a acuerdos, ha de regirse por ciertas reglas en las que todos los participantes tengan oportunidad de expresarse en igualdad de condiciones. En ese sentido, el problema es muy similar a las críticas contra la ética discursiva habermasiana que exige que «la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como externas» (Habermas, 2007, p. 181). Dicha conversación democrática e idealista sólo sería posible en un espacio de ficción fuera de la sociedad, la cual está marcada por desigualdades sociales, políticas y económicas.

No obstante, habría que rescatar el valor de la conversación como una metáfora para desbancar al antiguo paradigma del periodismo, que pretendía informar una supuesta realidad objetiva:

La ciencia moderna, la filosofía y la crítica cultural se han hecho muy conscientes de los límites del saber. Por eso, nuestros debates a menudo concluyen con lo obvio: «lo mejor que podemos hacer es tener una discusión abierta o diálogo sobre ello» (Kunelius, 2001, p. 47).

Lo que está claro es que la democratización del periodismo ya sea a través de

como una conversación, un intercambio cultural y no una ciencia de la información, reduce el control que las organizaciones profesionales solían tener sobre la diseminación de las noticias.

En su libro publicado originalmente en 2004, Dan Gillmor vaticinó: «si el periodismo de mañana será una compleja conversación infinita, seguirle la pista requerirá un arsenal de nuevas herramientas» (2006, p. 41). Ya desde entonces, no parecía que los medios estuvieran muy dispuestos a emprender un diálogo con las audiencias en igualdad de condiciones. Tras décadas de distribuir la información en un modelo vertical, las organizaciones se resisten a concebir su labor como una práctica abierta. A eso hay que sumarle que la industria periodística es una de las menos transparentes: «los periodistas no estamos acostumbrados al escrutinio público así como se lo hacemos a otros» (p. 64).

El periodismo público demostró que hace falta voluntad y un compromiso explícito para transformar la práctica periodística:

Los periodistas a menudo abusan y debilitan al periodismo a través de rutinas

profesionales que socavan la confianza del público, repelen a los ciudadanos de a pie, confunden a la audiencia al igual que quitan sentido a las recompensas y los rituales de la vida pública. Esto no debería suceder sin reclamos ni tampoco debe permitirse que la clase gerencial de los medios se apodere de las redacciones y deseche la vocación de servicio público de la información (Rosen, 2000, p. 683).

Pese a los obstáculos internos y externos para abrir el ejercicio del periodismo, vale la pena enfatizar la cualidad conversacional del mismo, pues dicha metáfora cobraría una renovada importancia gracias a las posibilidades de las nuevas tecnologías de la información.

En la era de las comunicaciones digitales y multidireccionales emergentes, la audiencia

puede ser parte integral del proceso periodístico —es más: es claro que debe ser parte. Es

muy simple: los lectores (o televidentes o radioescuchas) colectivamente saben más que los periodistas profesionales. Ellos son muchos y nosotros sólo somos uno. Necesitamos reconocerlo y, en el mejor sentido de la palabra, aprovechar sus conocimientos (Gillmor, 2006, p. 111).

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