• No se han encontrado resultados

La enseñanza universitaria

L A CULTURA EN LA C RISTIANDAD

IV. L OS TRES NIVELES DE LA ENSEÑANZA

3. La enseñanza universitaria

Tras el trivium y el quadrivium, es decir, las artes y las ciencias, el estudiante culminaba el ciclo de los conocimientos accediendo al nivel universitario.

La palabra «Universidad», que hoy aplicamos con exclusividad a las casas de altos estudios, tenía por aquel entonces un sentido mucho más general. La Europa misma se autodenominaba Universitas christiana. Aquel término, que encontramos también referido a los municipios, a los profesores y alumnos de los institutos de enseñanza, o a los artesanos de una misma profesión y localidad, merece una explicación. Universidad viene de «universus» o «versus- unum», significando el conjunto de los que tienden a una misma cosa. La «universidad», en sentido lato, es, pues, una comunidad natural a la que pertenecen los que cumplen un mismo oficio, o tienen una misión común.

La Universidad, esta vez en sentido estricto, es una creación peculiar del Medioevo cristiano. Ni los chinos, ni los indios, ni los árabes, ni siquiera los bizantinos montaron jamás una organización educativa semejante. Concretamente, las Universidades fueron creaciones eclesiásticas, prolongación, en cierta manera, de las escuelas episcopales, de las que se diferenciaban por el hecho de que dependían directamente del Papa y no del obispo del lugar. Los profesores, en su totalidad, pertenecían a la Iglesia, y en buena parte a Ordenes religiosas. En el siglo XIII, las ilustrarían sobre todo la Orden franciscana y la dominicana, gloriosamente representadas por un S. Buenaventura y un Sto. Tomás. La Universidad constituía un cuerpo libre, sustraído a la jurisdicción civil y dependiente únicamente de los tribunales eclesiásticos, lo cual

se consideraba como un privilegio que honraba a esa corporación de élite.

a) Las diversas Universidades: un propósito sinfónico

La historia de las Universidades comienza en París. Desde principios del siglo XII, era París una ciudad de profesores y estudiantes. En el claustro de la catedral de Notre-Dame funcionaba una escuela catedralicia, heredera del prestigio de la escuela de Chartres, y en la orilla izquierda del río Sena, dos escuelas abaciales, la de S. Genoveva y la de S. Víctor. El pequeño puente que unía entonces la ciudad con la orilla izquierda del Sena, estaba repleto de casitas que se llenaron de estudiantes y de profesores. Un día los profesores y alumnos comprendieron que formaban una corporación, o sea, un conjunto de personas dedicadas a la misma profesión. Y entonces hicieron lo que habían hecho ya los zapateros, los sastres, los carpinteros y otros oficios de la ciudad: agruparse para constituir un gremio. El gremio de profesores y estudiantes se llamó Universidad. Enterado del hecho, el Papa la colocó bajo su amparo, y los Papas posteriores resolvieron que sus estudios fueran válidos para todo el orbe cristiano.

A mediados del siglo XIII, vivía en París un maestro llamado Robert de Sorbon, canónigo de la catedral y consejero del rey S. Luis. Preocupado por la situación de los estudiantes pobres, le pidió al rey que le cediera algunas granjas y casas de la ciudad, y agregando dinero de su propio peculio, fundó un Colegio para alojar a 16 estudiantes de Teología necesitados. El Colegio se llamó de la Sorbona, en homenaje a su creador. La Universidad de París fue considerada como la más importante de la Cristiandad, principalmente por la preeminencia que en ella se otorgaba a la Teología, la reina de las ciencias.

Juntamente con la Universidad de París, hemos de destacar, en el siglo XII, la de Bolonia, especializada en derecho civil y canónico, que eclipsaría a las viejas escuelas jurídicas de Roma, Pavía y Ravena, y que en su materia apenas tendría rival en la Cristiandad. Si respecto a la Universidad de París, el Papa puso bajo su amparo a la

agrupación de maestros y estudiantes defendiéndola del poder del obispo local, en Bolonia sostuvo a las agrupaciones de estudiantes contra el poder de la municipalidad. A esta Universidad acudieron los jóvenes de todos los países de la Cristiandad que deseaban conocer el mundo de las leyes. Una característica muy especial suya fue el influjo que en ella ejerció la rica burguesía comerciante, que veía el estudio del Derecho como un instrumento para asegurar sus negocios. Máxime que fue en Bolonia donde se reflotó una ciencia olvidada, el Derecho Romano, que suministraría a los Emperadores argumentos en su lucha con el Papado. Dicho Derecho venia en cierto modo a reemplazar el derecho consuetudinario, más anclado en las tradiciones nacionales e impregnado de espíritu evangélico. En cierto modo, las luchas entre el Imperio y el Papado fueron luchas del Derecho romano contra el Derecho canónico.

Asuntos muy diferentes interesaban a los numerosos alumnos que estudiaban en la Universidad de Salerno. En esa ciudad del sur de Italia se conocían los libros de los médicos que habían llegado de la vecina Sicilia durante el período en que la ocuparon los griegos y los árabes. En 1231, el emperador Federico II, gran admirador de la ciencia árabe, como dijimos anteriormente, prohibió que se enseñara en cualquier otra ciudad de sus dominios y desde entonces Salerno se convirtió en el gran centro de la enseñanza de medicina.

En el sur de Francia, en tierras del Languedoc, se destacó la Universidad de Montpellier, frecuentada por estudiantes que provenían de Italia y de las tierras musulmanas de España. Sus escuelas de medicina fueron célebres ya en el siglo XII. Juan de Salisbury, obispo de Chartres, asegura que en su tiempo Montpellier era tan concurrida como Salerno por jóvenes que querían aprender el arte de curar.

El movimiento de creación de nuevas Universidades se hizo más intenso a partir de mediados del siglo XIII. En el curso de este siglo abrió sus puertas la Universidad de Oxford, la primera de Inglaterra, muy semejante, en su organización, a la de París, si bien diferente de ella por su notoria inclinación a

lo pragmático, tan típica del espíritu inglés, que con el tiempo daría origen al empirismo y al nominalismo que se vislumbra en Duns Scoto y se manifiesta en Ockham. Pronto surgió la Universidad de Cambridge, como resultado de la emigración de un grupo de profesores y de alumnos de Oxford.

Junto a estas Universidades, que aparecieron de manera espontánea, siendo luego oficialmente reconocidas, comenzaron a surgir Universidades creadas directamente por algún gran personaje, religioso o político. Son, así, de iniciativa real las primeras Universidades de la Península Ibérica, todas ellas del siglo XIII: Coimbra, fundada por el rey Dionis; Palencia, creada por Alfonso VIII, rey de Castilla. Pero la gran universidad fue Salamanca, erigida por Alfonso IX hacia 1220, cuyos privilegios confirmó el rey S. Fernando, y a la que el Papa Alejandro IV declaró uno de los cuatro Estudios Generales del mundo.

Frente a este abanico de Universidades, los estudiantes elegían según la rama que más les atraía, ya la que querían dedicar su vida, aunque la casa de estudios estuviese lejos de su lugar de residencia. Las Universidades eran cosmopolitas. La de París, por ejemplo, albergaba estudiantes de todas las naciones, al punto que se formaron en ella diversos grupos según las proveniencias –los picardos, los ingleses, los alemanes y los franceses–, que tenían su autonomía, sus representantes y sus actividades propias. También los profesores provenían de todos los lugares de la Cristiandad: Juan de Salisbury vino de Inglaterra; Alberto Magno, de Renania; Sto. Tomás y S. Buenaventura, de Italia... Y los problemas que estaban sobre el tapete eran los mismos en París, Edimburgo, Oxford, Colonia o Pavia. Sto. Tomás, oriundo de Italia, expondrá en París una doctrina que había esbozado escuchando en Colonia las lecciones de Alberto Magno.

Este conglomerado tan heterogéneo de profesores y estudiantes se entendía gracias a una lengua común, el latín, que era el idioma que se hablaba corrientemente en la Universidad. El uso del latín facilitaba el trato entre los estudiantes, permitía que los profesores se comunicasen entre

sí y con sus alumnos, disipaba la imprecisión en los conceptos, y salvaguardaba la unidad del pensamiento. En París, el barrio que albergaba a los estudiantes fue llamado por los vecinos «Barrio Latino», justamente por ese común empleo de la lengua de Cicerón.

Justa, pues, la expresión de Daniel-Rops cuando, refiriéndose a las universidades medievales, escribió: «Bella unidad geográfica de la inteligencia, en la que cada gran centro tenía asignado su papel, y en la que los intercambios recíprocos se regulaban como con un propósito sinfónico» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 696).

El espíritu sinfónico se reflejaba también en el carácter enciclopédico de la inteligencia. Los estudios iniciales se ordenaban a la adquisición de una cultura general, propedéutica necesaria para cualquier ulterior especialización. Hoy nos asombra la amplitud de miras de los sabios y letrados de la época. Si bien sobresalían en una u otra rama de los conocimientos, jamás pensaron que debían limitarse a ella. Hombres como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y tantos otros, abarcaron realmente todos los conocimientos de su tiempo. Nada más expresiva que la palabra Summa, a la que con tanto gusto parecieron recurrir para titular sus obras principales, en orden a explicitar la totalidad del conocimiento. Por otra parte resulta sobrecogedora la fecundidad de aquellas personalidades: S. Alberto Magno dejó 21 volúmenes de grandes infolios; Sto. Tomás, 32; Duns Escoto, 26...

b) Los procedimientos académicos

Los estudios se distribuían en cuatro Facultades: Teología, Derecho, Medicina y Artes (artes liberales). En las cuatro Facultades, la manera de enseñar era prácticamente la misma. Antes de exponer dicho método, hagamos una acotación previa. Los profesores de aquel tiempo, si bien enseñaban a razonar a sus alumnos y exigían de ellos un gran esfuerzo intelectual, concedían gran valor al argumento de autoridad. «Somos como enanos sentados sobre las espaldas de gigantes –decía Bernardo de Chartres–. Así, pues, vemos más cosas que los antiguos, y más lejanas, pero ello no se

debe ni a la agudeza de nuestra vista ni a la altura de nuestra talla, sino tan sólo a que ellos nos llevan y nos proyectan a lo alto desde su altura gigantesca». Era una cultura fundamentalmente humilde.

El método que se utilizaba incluía tres momentos: primero se tomaba un texto, las «Etimologías» de S. Isidoro, por ejemplo, o las «Sentencias» de Pedro Lombardo, o un tratado de Aristóteles, según la materia enseñada, y se lo leía pausadamente –era la lectio–; luego se lo comentaba –era la quæstio–, haciéndose todas las observaciones a las que podía dar lugar, desde el punto de vista gramatical, lingüístico, jurídico, etc.; finalmente se discutían las posibles objeciones – era la disputatio–. De allí nacieron las llamadas quæstiones disputatæ, cuestiones en torno a las cuales se entablaba un debate, y que debían sostener los candidatos al título ante un auditorio formado por profesores y alumnos, durante el cual todo asistente podía tomar la palabra y exponer sus dificultades; en ocasiones, dieron lugar a tratados completos de filosofía o de teología.

Una costumbre que contaba con general beneplácito era la de los quodlibetalia, o discusiones libres sobre un tema cualquiera. Señala G. d‟Haucourt que la costumbre de decidir después de haber pesado los pros y los contras, creó en el hombre medieval hábitos de libertad y de precisión. Los varios siglos en que dicho hombre se acostumbró a razonar con rigor lógico contribuyeron evidentemente a aguzar el instrumento de la inteligencia que se había embotado durante la época trágica de las invasiones. Afinados, adiestrados con este método, los hombres de la Edad Media vieron surgir entre ellos algunos genios y los rodearon de alumnos que supieron escucharlos, comprenderlos, admirarlos, y así los estimularon a expresarse ya dar su medida (cf. G. d‟Haucourt, La vida en la Edad Media, Panel, Bogotá, 1978, 77).

Terminado el primer ciclo, el estudiante recibía el grado de bachiller, que le permitía comenzar a enseñar, si bien de manera restringida, mientras seguía estudiando. Luego, tras un examen general, venía la licenciatura, que lo calificaba para ingresar en la corporación de los profesores y para dictar

cátedra. Entre el bachillerato y la licencia el alumno debía escuchar la lectura de varios libros de Aristóteles, entre los cuales la Metafísica, la Retórica y las dos Éticas, asimismo los Tópicos de Boecio, los libros poéticos de Virgilio y algunas otras obras consideradas fundamentales.

El doctorado, culminación del curriculum académico, era un título complementario y más bien honorífico. Este subir por gradas de los estudiantes se parece al camino que emprendía el hombre de armas para llegar a caballero; el aspirante empezaba su entrenamiento sirviendo como paje o escudero a un señor, pasaba después a la categoría de «bachiller», y finalmente recibía la espada al ser armado caballero. También es comparable al proceso que seguía el artesano para acceder al maestrazgo en su oficio; empezaba siendo aprendiz, luego ascendía a oficial, y finalmente era aceptado en el rango de maestro. En el curso de una ceremonia religiosa y solemne, el nuevo doctor recibía, con el birrete cuadrado, un anillo, símbolo de su desposorio con la sabiduría; era una investidura análoga en su orden a la estilada en la institución de la caballería o en la vida religiosa cuando el monje pronunciaba sus votos.

La Universidad fue la gran creación de la Edad Medía. De la de París, deslumbrante de gloria teológica, se hablaba como de «la nueva Atenas» o del «Concilio perpetuo de las Galias». Su Rector era todo un personaje; en las ceremonias oficiales precedía a los Nuncios, Embajadores e incluso Cardenales; cuando el Rey de Francia entraba en su capital, era él quien lo recibía y cumplimentaba. La Universidad fue el gran orgullo de la Cristiandad.