• No se han encontrado resultados

Eso debe tener algún sentido, ¿no es cierto?

E l contar historias es una medicina muy poderosa para la mente. Una de sus razones (ya se trate de relatos contados en los libros, vistos en la tele, o de otra manera) es que forman parte de fragmentos de un significado que, finalmente, producen otro significado de mayor relieve. Dicho con otras palabras: los cuentos, o las historias, dan sentido al mundo. P or consiguiente, hacen felices a nuestros cerebros. P ero algunas de las historias que oímos no tienen un final muy agradable. Veamos seguidamente una historia auténtica que ilustra lo que decimos.

Hace unos cuantos años yo trabajaba en una campaña de salud pública en B irmingham, Alabama, y tuve ocasión de escuchar una noticia que ponía una trágica inicial A a la palabra azar.

E l caso fue que una mujer que conducía su coche por el centro de la ciudad se detuvo en un cruce, esperando a que cambiase la luz del semáforo. L o que ella no podía saber es que había parado su coche justamente encima de la rejilla de una alcantarilla. Y lo que tampoco podía saber es que el sistema de suministro de aguas de la ciudad estaba experimentando un sistema de conducción de agua; una conducción que se calentaba mucho más cuando llegaba a un cruce de calles.

E n los escasos minutos que la conductora del coche aguardaba a que se pusiera el semáforo en verde, la presión del agua alcanzó la alcantarilla sobre cuya rejilla estaba parado el vehículo. Al golpear el agua a presión la parte más débil de la rejilla la hizo saltar en pedazos surgiendo como un géiser de vapor de agua a través de la rejilla. L a desventurada mujer se coció mortalmente en su coche como una langosta en agua hirviendo.

Resulta difícil imaginar las probabilidades de que suceda un hecho de semejante clase; hice unos cálculos aproximados y me salió un caso entre 500.000 (teniendo en cuenta el promedio de conductores que conducen por el centro de B irmingham, el número de bocas de alcantarillado, y la posibilidad de que suceda un problema de tuberías como el mencionado; posteriormente me enteré de que se denomina a esa situación «martillo de agua»). E stoy seguro de que mis cálculos están muy lejos de ser exactos, pero sea cual sea el número, está claro que las posibilidades de morir de ese modo son extremadamente remotas. Y, sin embargo, en una tranquila tarde en la que todo parece que sigue el curso normal de cualquier otro día, sucedió aquella desgracia. Al conocer una historia como esa, realmente podemos «sentir» cómo nuestro cerebro, a la hora de esforzarse en entender una tragedia de esa índole, pretende unir la casualidad a sucesos que llevan a semejantes resultados. P ero aunque podamos darle una explicación física a lo que sucedió (el incremento de la presión del agua, por ejemplo), al final uno se pregunta Por qué sucedió.

L a razón de esto es que nos resulta difícil aceptar que una cosa de tal naturaleza pueda sucederle a cualquiera, incluso a nosotros; y el hecho de que algo así representa una terrible amenaza para nuestro cerebro. Dicho de otro modo la carencia de un Por qué recalca el poder de la aleatoriedad en nuestras vidas. B uscamos ansiosamente una razón para que las cosas sucedan. Y de ahí procede esa afirmación tan frecuentemente citada: «Todo sucede por una razón». P ero, ¿cuál es la razón? No la conocemos, pero afirmamos que tiene que existir algo que lo justifique. E ste pensamiento también nos proporciona un elemento que resulta absolutamente necesario como razón de la existencia: un organismo causante. E n psicología un «agente» es una persona, o una cosa, responsable de que algo se produzca. E stamos buscando continuamente ese tipo de agentes —ya sean elementos personales o impersonales— y escogemos palabras que impliquen la existencia de ese organismo causante, aun cuando sepamos que no existe. P or ejemplo: un profesor está intentando dar su clase utilizando un ordenador o un proyector. E l proyector no funciona, y al cabo de repetidos intentos para ponerlo en funcionamiento, el profesor termina diciendo: «P arece que este proyector se ha propuesto arruinar mi clase». Él sabe, como lo saben cuantos están en la clase, que el proyector no es el agente causante de semejante acción, pero sus palabras delatan el deseo del cerebro de asignar una responsabilidad, pese que se trate de un hecho físico. Maldecimos a nuestro coche porque no arranca, a nuestro ordenador por no conservador los archivos, a las plantas porque no crecen lo suficiente, y así una y otra vez. E l filósofo Daniel Denner llama a esto actitud intencional. Nos referimos a los objetos, ya sean animados o inanimados, como si tuvieran mentes que entendieran lo que realmente está pasando 4.

P or otra parte, podemos encontrar probablemente un posicionamiento evolutivo para esta tendencia a disponer de un cerebro feliz; concretamente algo, que al identificar lo que está causando una determinada acción, pueda salvar nuestras vidas. Imaginémonos a uno de nuestros antepasados buscando alimentos en la espesura de la selva. De repente, escucha un crujido en un árbol cercano: ¿será el viento, una avecilla indefensa o un tigre devorador de hombres? E l descifrar rápidamente ese ruido y encontrar la verdadera causa que lo produce puede establecer la diferencia entre llevar algo de comer a la familia, o ser comido. Ahora, aunque ya hemos abandonado definitivamente la vida en la selva también podemos ver cómo esa tendencia ha evolucionado a fin de descifrar las intenciones de los demás. E l animal humano es el más peligroso del planeta; y no solamente a la hora de actuar contra otras especies, sino también contra la suya. E l hecho de no identificar correctamente las intenciones reales del otro, muy bien puede representar el último error que cometa la persona.