• No se han encontrado resultados

El Estado Terrorista argentino 41 zas Simplemente intento ser leal conmigo mismo expresando m

pensamiento y no queriendo ser parte de aquella compulsión verti- ginosa que sufre nuestra sociedad a clausurar su memoria. Tampoco para sumarme al discurso institucional dado que, por el contrario, mi intención es contribuir a desnudarlo.

Enseña Foucault, con su claridad perceptiva, que “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y re- distribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y terrible materialidad”. Agrega más adelante que “se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa”.

Pese a este esfuerzo, las grandes convulsiones y cataclismos, las gue- rras y los grandes dramas colectivos, no pueden ser permanentemente interdictos en la conciencia social: afloran en los momentos más in- sospechados, porque recorren internamente el cuerpo de la nación. Por presencia o por ausencia, como disparador o como traba, expli- citados o callados, están allí omnipresentes. Aun en el esfuerzo nega- dor, como contracara, su sombra se proyecta en una frontera espacio- tiempo de sucesión de acontecimientos de la que es imposible escapar.

Este agujero negro en nuestra conciencia colectiva, generador de culpas e incertidumbres, con sus componentes activados de odio y terror, impedida aquella de haber dado respuestas suficientemente reparadoras a la situación ominosa cuyo tratamiento se le sustrae, con- vierten a la sociedad en un cuerpo enfermo (“la salud mental consiste –decía E. Pichon Rivière– en el aprendizaje de la realidad, en una rela- ción sintetizadora y totalizante, en la resolución de las contradicciones que surgen de la relación sujeto-mundo”). Su propia identidad está en cuestión. El falso discurso del “ahora todos juntos” oculta falazmente la existencia de ellos y nosotros. Los asesinos y torturadores, enfren- tados a sus víctimas, las directas y las sociales. No hay reconciliación porque no hay conciliación posible en tanto siguen vigentes sus roles antagónicos. Se sustrajo el análisis y se cosificó, por ende, el papel de cada cual. Los asesinos y torturadores no han dejado de serlo, reivin- dican su condición de tales aunque hoy no maten ni vejen por sistema. Están aquí y allí. No se han resocializado a partir de dejar de ser lo que eran, de su propia autonegación como sujetos antisociales. Porque di- chos roles no se han difuminado, puesto que no pertenecen al pasado sino al presente; ello hace que las víctimas no puedan tampoco dejar de serlo. Cada uno con su enorme poder simbólico: el asesino Astiz con su herida narcisista, las Madres con su dolor acusatorio.

Ello, más allá del deber cívico de no olvidar. Dicen los psicólogos que “el que olvida, repite”. No se trata de la simple autopsia de un

Eduardo Luis Duhalde

42

tiempo pasado: el asumirlo en todas sus implicancias desde el presen- te crítico implica que la dignidad a reparar y recuperar es la nuestra, para poder llevarla a las nuevas generaciones. Este es el desafío de la institución de la memoria: al asumir colectivamente esa culpa y reparación podremos rescatar el sentimiento ético de pertenencia a la especie humana.

“En los procesos que genera la memoria colectiva y engendran y nutren nuestras pautas y perfiles de convivencia que modelan y perfilan nues- tros ideales y proyectos, es decir la actualidad de la memoria por venir, no podemos ahondarnos el paso doloroso de metabolizar y asimilar un pasado de horror inmediato. En la memoria histórica no hay posibili- dad de borrón y cuenta nueva. Es una ficción ilusoria que se paga con la amenaza de la repetición. Del retorno del terror” (Marcelo Viñar).

Podríamos preguntamos con ingenuidad: ¿por qué tanta obstina- da defensa de la desmemoria desde el escenario democrático? No es aventurado responder que la profundización del análisis de los críme- nes militares, como en el teatro pirandellano, en que los personajes buscan al autor, finalmente, este sería encontrado en los grandes inte- reses económicos y financieros que propiciaron y se beneficiaron con el golpe de Estado y que son los mismos que controlan, medran y se benefician en el proceso democrático. El silencio es salud: para ellos.

¿La conclusión entonces es que estamos igual que aquello de di- ciembre de 1983: con los asesinos sueltos y las víctimas sin aparecer, tal como sostiene el sector más radicalizado de los organismos de Derechos Humanos?

No es así: en un país que en 1976 carecía de una cultura y tradición en la defensa de los Derechos Humanos, el avance de estos últimos quince años ha sido muy grande.

El discurso del poder nunca expresa en puridad sus intereses y perspectivas exclusivas. Su discurso es un producto transaccional. Para mantener el control hegemónico y el consenso social, debe in- corporar como puesta en acto, en la situación misma de interacción, las demandas colectivas sustanciales, acotadas y resignificadas.

Pero más allá del propósito del control político-social que conlleva desde la perspectiva del poder, ello importa una actitud concesiva que se refleja en los hechos. ¿Qué es lo que llevó a la condena institucional del terrorismo de Estado, a la existencia de la Conadep, al juicio a las Juntas, a la indemnización de las víctimas, a que los Videla, Massera, etc., para andar sueltos lo hagan arrastrando la condición de “asesinos indultados” y no que sean actuales jefes militares o senadores al estilo Pinochet?

Es que desde el mismo día del golpe genocida comenzó, en el seno de la sociedad, a madurar paulatinamente un metadiscurso antidic- tatorial –una línea de salida, un cauce de ruptura, primero absolu-

El Estado Terrorista argentino

43

Outline

Documento similar