• No se han encontrado resultados

LA FUNCIÓN DEL LIBRE ALBEDRÍO (Y EL SECRETO DEL ARTE DE HABLAR EN PÚBLICO SIENDO INTROVERTIDO)

In document El poder de los introvertidos.pdf (página 95-106)

El gozo aparece en la frontera que se extiende entre el aburrimiento y la ansiedad, cuando los retos se hallan en equilibrio con la facultad para actuar de la persona.

MIHALY CSIKSZENTMIHALYI[1]

Las salas situadas en lo más profundo de las entrañas del Centro de Imagen Biomédica Athinoula A. Martinos del Hospital General de Massachusetts son anodinas y aun sombrías. Me encuentro de pie fuera de la puerta cerrada a cal y canto de una habitación sin ventanas con el doctor Carl Schwartz, director del Laboratorio de Investigación de Imagen Neuronal y Psicopatología del Desarrollo[2]. Es un hombre de ojos brillantes e inquisidores, cabello castaño salpicado de canas y cierto aire de callado entusiasmo. Pese al carácter poco atractivo de cuanto nos rodea, se prepara con ceremonia a abrir la puerta.

La sala alberga una máquina de resonancia magnética funcional multimillonaria de las que han hecho posibles algunos de los avances más sobresalientes de la neurociencia moderna. Un aparato así puede determinar qué partes del cerebro se activan cuando acogemos un pensamiento particular o efectuamos una tarea específica, y permite a los científicos abordar el cometido, en otro tiempo inimaginable, de crear un mapa de las funciones de la mente humana.

Uno de los inventores más destacados de dicha técnica, según me explica el doctor Schwartz, es un científico tan brillante como modesto llamado Kenneth Kwong que trabaja en el mismo edificio en que nos encontramos en este momento. De hecho, añade mientras señala la antesala vacía con un gesto de la mano lleno de admiración, todo este lugar está poblado de personas calladas y sin pretensiones que hace cosas extraordinarias.

Antes de abrir la puerta, me pide que me quite los aros dorados que llevo en las orejas y deje a un lado la grabadora metálica que he estado usando a fin de registrar nuestra conversación. El campo magnético de la máquina es cien mil veces más poderoso que la atracción gravitatoria de la Tierra; tanto, que podría arrancarme los pendientes, de ser de un metal atraíble, desde el otro extremo de la sala. Enseguida paro mientes, alarmada, en el broche metálico del sujetador, aunque me da demasiada vergüenza preguntarlo: opto por señalar a la hebilla del zapato, que supongo que debe de tener la misma cantidad de metal. Schwartz me hace ver que no tiene importancia, y juntos entramos en la sala.

Contemplamos con gesto reverente el aparato de resonancia, que semeja un cohete espacial reluciente tumbado sobre el suelo. Schwartz me explica que pide a los voluntarios de sus investigaciones —muchachos a los que queda poco para cumplir los veinte— que se echen con la cabeza dentro del escáner y observen una serie de fotografías de rostros mientras la máquina registra la respuesta de sus cerebros. Tiene un interés particular en la actividad de la amígdala, el mismo órgano doble que, para Kagan, representaba una función tan importante en la configuración de la personalidad de algunos introvertidos y extrovertidos.

Schwartz, colega y protegido de este último, retoma sus estudios longitudinales en el punto en que los dejó él: los niños que Kagan clasificó como hiperreactivos e hiporreactivos han crecido, y él se está sirviendo de aquel aparato para escrutar el interior de sus cerebros. Si su maestro siguió su evolución de la infancia a la adolescencia, Schwartz quería saber qué les ocurría después. ¿Sería posible detectar, tras todos aquellos años, la huella del temperamento en las mentes adultas de los críos hiporreactivos e hiperreactivos de Kagan? ¿No habría quedado, más bien, borrada por alguna combinación de entorno y empeño consciente?[3]

Resulta interesante que Kagan tratara de disuadirlo de hacer el estudio. En un ámbito tan competitivo como el de la investigación científica, nadie desea perder el tiempo en proyectos que no vayan a ofrecer resultados interesantes, y a aquel lo preocupaba que no hubiese hallazgo alguno que hacer: que el nexo entre el temperamento y el sino se hubiera roto ya en el momento de alcanzar la edad adulta los niños. «Lo único que quería era protegerme —me asegura Schwartz—.

Una paradoja muy curiosa, porque Jerry había hecho observaciones revolucionarias sobre aquellos niños, y había comprobado que lo que cambiaba en ambos extremos no era solo su conducta social, sino que todo era distinto: sus ojos se dilataban más cuando resolvían problemas; sus cuerdas vocales se tensaban más al pronunciar palabras; su ritmo cardíaco era diferente… Todo eso hacía pensar que aquellas criaturas tenían algo que los distinguía desde el punto de vista psicológico. Y aun así, creo que, debido a su herencia intelectual, tenía la sensación de que los factores ambientales eran tan complejos que iba a ser de veras difícil dar con la huella del temperamento que andábamos buscando en etapas posteriores de su vida».

Así y todo, Schwartz, que se tiene por hiperreactivo y basa en parte sus investigaciones en su propia experiencia, tenía la corazonada de que la encontraría más allá del período estudiado por Kagan. Para mostrarme lo que está haciendo, me permite actuar como si fuese uno de sus voluntarios, aunque fuera del aparato. Me siento ante un monitor de ordenador en el que se va sucediendo una serie de fotografías de rostros desconocidos en blanco y negro que, desposeídos del resto del cuerpo, flotan sobre un fondo oscuro. Me parece notar que se me acelera el pulso a medida que aparecen ante mí con una rapidez cada vez mayor. No he pasado por alto que Schwartz va repitiendo algunas, ni que me siento más relajada cuanto más me habitúo a cada una de estas. Le voy describiendo mis reacciones, y él responde inclinando la cabeza en señal de asentimiento. Me explica que la serie está concebida para simular un entorno que corresponda a la sensación que tienen los hiperreactivos cuando entran a un lugar lleno de extraños y se preguntan: «¡Por Dios santo! ¿Quién es toda esta gente?».

Me pregunto si no estaré imaginando, sin más, mis reacciones o si las estaré exagerando; pero Schwartz me hace saber que ha expuesto a esta prueba a un grupo de niños hiperreactivos estudiados por Kagan desde que cumplieron los cuatro meses, y que no cabe la menor duda de que, de adultos, sus amígdalas se habían mostrado más sensibles a las fotografías de desconocidos que las de quienes habían sido más resueltos en aquella época. Aunque ambos grupos reaccionaron ante las imágenes, los que habían sido tímidos en su infancia mostraron una reacción más marcada. Es decir, que la huella de un temperamento hiperreactivo o hiporreactivo no había desaparecido en la edad

adulta. Aunque algunos de los del primer colectivo habían desarrollado una notable fluidez social durante la adolescencia y no presentaban alteración externa alguna ante la novedad, jamás habían llegado a despojarse de su herencia genética.

La investigación de Schwartz apunta a una conclusión de gran relevancia: nos es dado ensanchar nuestra personalidad, aunque solo hasta cierto punto: nuestro temperamento innato pesa en nosotros con independencia de la vida que llevemos. Una parte considerable de lo que somos está determinada por nuestros genes, nuestros cerebros y nuestros sistemas nerviosos. Y sin embargo, la elasticidad que ha hallado este científico en algunos de los adolescentes da a entender también lo contrario: nada de lo dicho anula nuestro libre albedrío, y no hay nada que nos impida usarlo para dar forma a nuestra personalidad.

Estos, aunque puedan parecerlo, no son principios contradictorios: la voluntad puede llevarnos muy lejos, aunque no mucho más allá de nuestros límites genéticos. Bill Gates jamás será Bill Clinton, por más que haga por refinar su don de gentes, y este nunca podrá ser aquel por más tiempo que pase en solitario ante un ordenador. Podríamos decir que, en lo tocante a la personalidad, somos como gomas elásticas en reposo: somos flexibles y podemos estirarnos, aunque solo en cierta medida.

Para entender por qué ocurre tal cosa en el caso de los hiperreactivos, puede resultar de gran ayuda observar lo que sucede en el cerebro cuando conocemos a alguien durante un cóctel. No olvidemos que la amígdala y el sistema límbico, del que forma parte fundamental, constituyen una porción muy antigua del cerebro; tanto, que los mamíferos primitivos poseen su propia variante. Sin embargo, a medida que estos últimos se hicieron más complejos, se fue desarrollando en torno a él el área cerebral que llamamos neocorteza. Esta, y en particular la corteza frontal de los seres humanos, cumple un conjunto asombroso de funciones que van desde la elección de una marca concreta de dentífrico hasta la planificación de una reunión o la formulación de preguntas tocantes a la naturaleza de la realidad. O la mitigación de los miedos injustificados.

La amígdala de un recién nacido hiperreactivo puede volverse un tanto loca, a lo largo de toda su vida, cada vez que le presenten a un extraño en un cóctel[4]. Sin embargo, si despliega cierta destreza en su relación con los demás es, en parte, porque está ahí su corteza frontal para ordenar que se apacigüe, extienda la mano y sonría. De hecho, un estudio reciente efectuado a través de resonancia magnética demuestra que cuando alguien reflexiona a fin de evaluar situaciones molestas, aumenta la actividad de su corteza prefrontal de forma directamente proporcional al descenso de la de su amígdala[5].

Sin embargo, la corteza frontal no es omnipotente: no le es dado desconectar por completo la amígdala. En cierto estudio, los científicos condicionaron a una rata para que asociara determinado sonido con una descarga eléctrica[6]. A continuación, emitieron una y otra vez el sonido sin acompañarlo de esta última, hasta que los animales perdieron el miedo. Sin embargo, resultó que el proceso de «desaprendizaje» no se había completado tanto como habían supuesto los investigadores en un primer momento, pues al cortar las conexiones neuronales que unían la corteza y la amígdala de los roedores, estos volvieron a mostrarse asustados ante el sonido: el condicionamiento del miedo se había visto reprimido por la actividad de la corteza, pero seguía presente en la amígdala. Lo

mismo ocurre con los seres humanos que sufren aversiones injustificadas, como la acrofobia o vértigo: aunque es posible extinguirlo mediante una serie de excursiones a lo alto del Empire State, el terror despertará con gran fuerza en momentos de tensión, cuando la corteza tiene otras cosas que hacer además de aplacar una amígdala sensible.

Esto ayuda a explicar por qué muchos niños hiperreactivos conservan algunos de los aspectos temibles de su temperamento hasta que son adultos, sin importar cuánta experiencia social adquieran ni en qué grado hagan valer su libre albedrío. Mi colega Sally constituye un buen ejemplo de este fenómeno. Esta editora reflexiva y de no poco talento, que se describe a sí misma como introvertida y tímida, es una de las personas más encantadoras y que mejor se expresa de cuantas he conocido. Si la invitan a una fiesta y el resto de invitados debe decidir, una vez concluida, quién ha sido el ser que más se alegran de haber conocido, no me cabe duda de que saldrá a relucir su nombre. «¡Es tan divertida —dirán—; tan ingeniosa; tan adorable…!». Sally sabe que cae bien: nadie puede suscitar semejante fascinación sin darse cuenta.

Sin embargo, eso no quiere decir que su amígdala lo sepa: cuando llega a una fiesta, son muchas las veces que se siente tentada de esconderse tras el primer sofá que ve, hasta que toma el mando su corteza frontal y hace que recuerde que es una conversadora excelente. Aun así, su amígdala, que lleva toda una vida almacenando asociaciones entre extraños y ansiedad, se impone en ocasiones: Sally reconoce que, a veces, se ausenta de una velada a los cinco minutos de haber llegado cuando ha necesitado una hora de coche para hacerlo.

Cuando me detengo a meditar sobre mis propias experiencias a la luz de los hallazgos de Schwartz, me doy cuenta de que no es cierto que ya no sea tímida: lo que ocurre es, sencillamente, que he aprendido a calmarme y abandonar toda actitud desesperada (¡gracias, corteza prefrontal!), y a estas alturas lo hago de un modo tan automático que apenas soy consciente. Cuando hablo con un extraño o me dirijo a un grupo de personas, sonrío y adopto una actitud desenvuelta; pero nunca falta una fracción de segundo en la que tenga la impresión de estar poniendo un pie en la cuerda floja.

Tantos miles de experiencias sociales me han enseñado que el alambre es solo producto de mi imaginación, y que si pierdo el equilibrio no voy a matarme. Me tranquilizo tan al punto, que casi ni advierto el proceso; sin embargo, se está produciendo… y en ocasiones no funciona. El término que empleó Kagan en un principio para describir a los hiperreactivos fue el de inhibidos, y lo cierto es que es así, precisamente, como se sigue sintiendo quien esto escribe en alguna que otra cena.

Esta facultad de estirarnos —hasta alcanzar ciertos límites— también es aplicable a los extrovertidos. Una de mis clientes, Alison, es, además de madre y esposa, consultora empresarial y posee el género de personalidad extrovertida que lleva a los demás a describirla como «un fenómeno de la naturaleza»: afable, cordial, siempre activa… Está felizmente casada y tiene dos hijas a las que adora, amén de una consultoría propia que erigió ella misma desde los cimientos. Puede estar orgullosa —y lo está— de lo que ha conseguido en la vida.

Aun así, no siempre se ha sentido tan satisfecha. El año que acabó el instituto, se miró de arriba abajo y no le hizo gracia lo que vio. Pese a ser una persona de gran inteligencia, su

expediente no parecía confirmarlo. Había puesto la mira en matricularse en una de las prestigiosas universidades de la Liga de la Hiedra, y acababa de dar al traste con la ocasión de lograr su objetivo. No le cabía la menor duda de cuál era el motivo: había dedicado toda la secundaria a hacer vida social: apenas había en su centro una sola actividad extraescolar en la que no hubiese participado, y eso no le había dejado mucho tiempo que dedicar a lo académico. En parte culpaba de ello a sus padres, quienes, orgullosos de las dotes sociales de su hija, no habían insistido en la necesidad de aplicarse en los estudios; pero sabía que la responsabilidad había sido suya sobre todo.

Ahora que es una persona adulta, Alison está resuelta a no cometer los mismos errores. Es consciente de lo fácil que le resultaría perderse en una vorágine de asambleas de padres de alumnos y de reuniones de negocios, y ha tomado la determinación de recurrir a su familia en busca de tácticas de adaptación. Es hija única de dos padres introvertidos; está casada con un introvertido, y de sus dos hijas, la menor también presenta este rasgo en grado nada desdeñable. Alison ha dado con el modo de sintonizar con todas las personas calladas que la rodean. Cuando va a ver a sus padres, se sorprende meditando y escribiendo en su diario, tal como hace su madre; en casa, saborea una velada tranquila tras otra con un marido de hábitos hogareños, y su pequeña, que disfruta charlando con ella en la intimidad del patio trasero, sabe que puede pasar la tarde conversando con ella.

Alison ha llegado aun a crear una red de amistades calladas y reflexivas, y aunque Amy, la más íntima de sus amigas, es, como ella, una extrovertida por demás enérgica, el resto está compuesto, en su mayoría, por personas retraídas. «Me encanta la gente que sabe escuchar —asevera—. Es con ellos con quienes me gusta tomar café, porque son los que dan mejor en el clavo con sus observaciones. A veces ni siquiera me doy cuenta de haber estado actuando de manera contraproducente, y mis amigos introvertidos me dicen: “Lo que estás haciendo es esto, y aquí tienes quince ejemplos más de otras veces que has hecho lo mismo”; mientras que Amy ni siquiera se da cuenta. Sin embargo, ellos pasan mucho tiempo observando, y en ese sentido nos resulta muy fácil conectar». Sin dejar de ser la mujer bulliciosa de siempre, Alison ha aprendido también a amar el silencio y a sacar provecho de él.

Aun cuando seamos capaces de alcanzar los límites de nuestro temperamento, en muchas ocasiones puede ser más recomendable que permanezcamos dentro de los confines en que nos hallamos cómodos. Piénsese en el caso de Esther, también cliente mía, experta en derecho fiscal de una firma relevante de abogados empresariales. Morena, menuda, ligera de andares y de ojos azules brillantes como centellas, no puede decirse que sea tímida ni lo haya sido nunca. No obstante, en otro tiempo manifestaba una clara introversión. Su momento favorito del día eran los diez minutos que caminaba en silencio hasta la parada de autobús por las calles flanqueadas de árboles de su barrio, y el siguiente, cuando cerraba, al fin, la puerta de su despacho para sumergirse en su trabajo.

Había elegido bien su profesión. Su padre era matemático, y a ella le encantaba tratar de resolver problemas fiscales de gran complejidad de los que, además, podía hablar con gran soltura (en el capítulo 7 veremos por qué a los introvertidos se les da tan bien la resolución de incógnitas difíciles). Era la más joven de un grupo de trabajo muy unido que operaba en el seno de un bufete de abogados mucho mayor y se componía de otros cinco abogados fiscales que se apoyaban mutuamente en lo profesional. El cometido de Esther

consistía en devanarse los sesos con cuestiones que la fascinaban y trabajar codo a codo con compañeros en los que confiaba.

Sin embargo, se daba la circunstancia de que su grupito tenía que dar cuentas de forma periódica al resto de la firma, y tales ocasiones eran para ella un verdadero martirio, no solo por no ser amiga de hablar en público, sino porque no se sentía a gusto cuando tenía que improvisar para ello. En cambio, sus compañeros, extrovertidos todos, desplegaban una gran espontaneidad y aun podía permitirse decidir lo que iban a decir de camino a la presentación, tras lo cual no les resultaba difícil expresar sus pensamientos de un modo inteligible y atractivo una vez allí. Ella no tenía problema alguno si se le ofrecía la ocasión de prepararse, pero en ocasiones sus colegas no mencionaban nada de la exposición hasta el momento en que llegaba ella a trabajar por la mañana. Esther daba por supuesto que su facilidad de palabra era indicio de que entendían mejor que ella el derecho tributario, y que a medida que ganase en experiencia, también a ella le iba a ser posible improvisar. Sin embargo, la antigüedad y el aprendizaje no lograron cambiar la situación. A fin de resolver esta circunstancia, habría que centrarse primero en otra de las diferencias que separan a los introvertidos y los extrovertidos: el mayor o menor grado de

In document El poder de los introvertidos.pdf (página 95-106)