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El gozo pascual de la esperanza

In document La Fuerza de la Debilidad (página 48-51)

IV. LA CRUZ DEL MISTERIO PASCUAL

2. El gozo pascual de la esperanza

En el misterio de la cruz ya comienza a clarear la resurrección. El “misterio pascual” de Cristo es un “paso” por la cruz hacia la glorificación (Jn 13,1; Le 24,26). Ese es el fundamento de la esperanza cristiana. “Teniendo, pues, por cierto que los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros (Rom 8,18; cf. 2 Tim 2,11-12), con fe firme aguardamos la esperanza bienaven- turada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo (Tit 2,13), quien transformará nuestro cuerpo corruptible en cuerpo glorioso semejante al suyo (Flp 3,21)” (LG 48).

La vida cristiana está teñida de esperanza, que es tensión entre lo que ya se tiene y lo que todavía no se ha alcanzado. Los deseos que Dios ha sembrado en el corazón del hombre encuentran su cumplimiento no en el

desorden egoísta ni en la simple negación, sino en la búsqueda de los bienes definitivos.

La fe en Cristo crucificado se completa con la esperanza y se transforma en amor. Al Señor no le quitaron la vida, sino que él la entregó por propia iniciativa (Jn 10,17-18). Por esto, en la celebración del Viernes Santo se vislumbra una esperanza entrelazada de dolor y gozo:

“Mirad el árbol de la cruz,

donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Oh cruz fiel, árbol único en belleza!

Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.

¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida empieza con un peso tan dulce en su corteza”.

Los santos inspiraron su vida en la cruz de Cristo como misterio pascual. Su vida era una tensión de peregrinos, apoyada con confianza en las huellas que ya se tienen de Dios Amor y aspirando al encuentro definitivo. Esta esperanza cristiana se convierte en afirmación y compromiso del presente: gastar la vida para “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1.10).

Este gozo pascual de la esperanza da sentido al sufrimiento como participación en las bodas de Cristo con su Iglesia. Esto parecerá una “locura” (1 Cor 1,18), pero es la locura de la cruz: “¡Oh cruz, hazme lugar, y recibe mi cuerpo, y deja el de mi Señor! ¡Ensánchate, corona, para que pueda yo ahí poner mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes, y atravesad mi corazón, y llagadlo de compasión y amor!... ¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine aquí para curarme, ¡y me has herido! Vine para que me enseñases a vivir, ¡y me haces loco! ¡Oh sapientísima locura: no me vea yo jamás sin ti!” (San Juan de Avila. Tratado del amor de Dios).

La tensión dolorosa en el camino de la contemplación, de la perfección y de la misión se apoya en esta esperanza como deseo profundo de encuentro definitivo, aunque sea a través del sufrimiento. Son las quejas de los amigos de Dios: “salí tras ti clamando, y eras ido...; no saben decirme lo que quiero...” ¡Oh llaga de amor viva, que tiernamente hieres, de mi alma en el más profundo centro!... rompe la tela de este dulce encuentro”... (San Juan de la Cruz, Cántico y Llama).

La vida cristiana es siempre sintonía con los sentimientos de Cristo (cf. Flp 2,5). Por esto la cruz, vivida con Cristo, se convierte en confianza y decisión inquebrantables: “Jesús, autor y perfeccionador de la fe, animado por el gozo que le esperaba, sufrió pacientemente la cruz, no le acobardó la ignominia y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Heb 12,2). Es la actitud que se refleja en las “bienaventuranzas”.

La fecundidad de la vida, en los momentos de dificultad, tiene lugar por un proceso de sufrir amando (cf. Jn 16,20-22; Gál 4,19). El “gozo pascual”, en el que se fundamenta el “máximo testimonio del amor” (PO 11), sólo se experimenta a partir de la cruz. Es el gozo del Espíritu Santo, que nada ni nadie puede arrebatar (Jn 16,22).

Sólo el que sabe sufrir con Cristo puede experimentar y comunicar este gozo de la presencia de Cristo resucitado en la propia vida. Pero este gozo no se puede contabilizar, ni siquiera por quien lo experimenta, porque es “una vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Los que han sido marcados por la señal de la cruz (cf. Ez 9,4), ya sólo viven de la escala de valores de Cristo, quien es “nuestra esperanza” (1 Tim 1,1). ¿Qué mayor gozo que el compartir la misma suerte de Cristo? “Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación” (2 Cor 1,5).

El gozo pascual, que proviene de la cruz compartida con Cristo, no tiene que ver nada con la actitud egoísta de buscarse a sí mismo. Ni el sufrimiento ni el gozo se buscan directamente, sino que se busca sólo el amor de donación a la persona amada. A Dios se le busca por sí mismo, más allá de sus dones, aunque no se sienta su gozo. La esperanza fundamenta la gratuidad de la donación.

La lección básica de la esperanza es la de saber “perder”, arriesgando todo por Cristo. Por amor “a la verdad en la caridad” (Ef 4,5) es posible desprenderse de todo para no hacer mal a los hermanos ni buscarse a sí mismo (Mt 5,39-48). La experiencia cristiana de la esperanza deja bien a la claras que la fuerza divina se hace sentir en la propia debilidad (cf. 2 Cor 12,10).

La alegría pascual nace en el corazón cuando se ha sabido transformar las dificultades en donación. La cruz de Jesús no tiene sentido si no es a la luz del gozo salvífico de que él es portador. “La característica de toda vida misionera auténtica es el gozo interior que proviene de la fe” (RMi 91).

La siembra en siempre laboriosa, como lo es también la siega. Pero ya desde el inicio el corazón alienta la vida y el trabajo con la esperanza del (ruto venidero: “Al ir iban llorando, llevando la semilla; al volver vuelven cantando, trayendo las gavillas” (Sal 125,6).

Cuando se desvanece la tempestad y vuelve la bonanza, el tiempo pasado aparece con nueva luz, como desentrañando su misterio. Todo se convierte en camino de bodas. “Beber el cáliz” de esas bodas fue muy doloroso, pero valía la pena. Hay que leer la historia personal y comunitaria apoyando la cabeza sobre el pecho abierto de Cristo Esposo: “No te llamarán más ya la ‘desamparada’..., sino que te llamarán ‘desposada’, porque en ti se complacerá el Señor y tu tierra tendrá esposo...; harás tú las delicias de tu Dios” (Is 62,4-5; cf. Is 66,10-14).

Las obras de Dios tienen siempre sus “mártires” sin complejos de martirio. En la historia se pueden encontrar con cierta frecuencia fundadores e iniciadores de grandes obras, convertidos aparentemente en un trasto inútil o en una lamparita que se está consumiendo en un rincón. Pero difícilmente se encontrarán personas más felices que ésas. No puedo olvidar la alegría de un misionero del norte de Sri Lanka, con su salud resquebrajada, inmerso en la pobreza más radical, feliz por poder todavía anunciar a Jesucristo, aunque sólo fuera en la sala común del hospital, con su rostro sereno y su corazón soñando sobre el futuro de la evangelización del país. Esos “ilusos” han hecho cambiar la historia gracias a la esperanza que les animaba. A veces, pasados los años, nos acordamos de ellos para alabarlos, ahora que ya se fueron.

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