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Historias con humor religioso

El agua milagrosa de san Felipe Neri

Felipe Neri nació en 1515 en Florencia, Italia, y se distinguió por su amor al prójimo, por su sencillez evangélica y por su alegría en el servicio a Dios. Tenía un fino sentido del humor y lo empleaba como nadie para evangelizar y dar buenos consejos a cuantos recurrían a él.

Se cuenta que, en una ocasión, acudió a este santo del buen humor una mujer conocida por su carácter arisco. Venía con la cantinela habitual de que su casa y su vida eran un auténtico infierno. Ella y su marido no se llevaban bien. Andaban todo el día a la greña, por todo y por nada; discutían por las cosas más nimias y nunca se ponían de acuerdo absolutamente en nada. Claro que, según esta mujer, toda la culpa era de su marido, pues ella era sensata, equilibrada y justa. Vamos, ¡una persona encantadora! Era víctima del malhumor de su marido, y lo único que hacía era responderle, pues –decía– «una no es de hielo».

Le pedía al santo que la ayudara y que la aconsejara acerca del modo en que tenía que afrontar esta situación. Felipe Neri la escuchó con atención, con compasión y, mientras sonreía en su corazón, fue tramando la manera de darle una lección.

Entonces, le dio la fórmula mágica que lo cambiaría todo, la medicina totalmente eficaz, el bálsamo milagroso que cura todos los males. Le entregó una botella de agua. Cada vez que el marido empezara a discutir o se mostrara violento, tenía que correr en busca de esta agua milagrosa, beber un trago y mantener el agua en la boca el mayor tiempo posible.

Pasados unos días, aquella mujer regresó eufórica con la botella vacía, contando maravillas de aquella agua bendita. Cada vez que el marido empezaba a pelear, se quedaba solo, con un palmo de narices, pues ella corría a beber de aquel líquido sagrado y las discusiones se esfumaban en poco tiempo. En su casa, empezó a reinar la armonía; incluso el marido parecía más blando y menos conflictivo. Y le pidió otra de aquellas botellas. El bueno y astuto de Felipe Neri sonrió y, mientras la mujer esperaba, fue a llenar la botella en la fuente de la calle. De Felipe Neri se cuentan esta y otras muchas anécdotas.

Los comentarios de santa Teresa de Jesús

Santa Teresa de Jesús nació en Ávila, el año de 1515, e hizo grandes progresos en el camino de la perfección y son muy conocidas las revelaciones de que fue objeto y sus experiencias místicas. Es una de las santas más importantes de la historia de la Iglesia, que le ha reconocido el título de Virgen y Doctora gracias a la profunda doctrina que nos

sorprendente e, incluso, con un gran sentido del humor.

Se cuenta de ella que, cuando alguna de sus religiosas venía, cansada de tanta oración y sacrificio, a contarle las visiones sobrenaturales que había tenido, ella le recomendaba que fuera a comer algo y que descansara un poco, pues con el estómago vacío uno se imagina muchas cosas poco reales. Después, podía volver a hablar con ella.

Siempre prefería hablar con un sacerdote inteligente, racional y muy humano y terreno, antes que con uno que pareciera muy devoto, religioso, etéreo y sensiblero.

De Teresa se cuentan numerosas anécdotas llenas de un espontáneo sentido del humor. Por ejemplo, contaba Fray Juan, quien le hizo un retrato que no le gustó mucho, que decía que la de aquella pintura no era ella, pues la había retratado fea y legañosa.

Otro día, exhausta tras una jornada de duro trabajo, se magulló una pierna y se volvió con cierto atrevimiento hacia Dios, desahogándose con él y diciendo que «era lo que le faltaba», después de tanto esfuerzo y sufrimiento a causa del Evangelio. Cuenta Teresa que Dios le respondió casi con tono de provocación, diciéndole que así era como trataba a sus amigos. Claro que este episodio no podía concluir con una observación del Señor y, con el humor que la caracterizaba y el modo que tenía de decir siempre la última palabra, le respondió a Dios que entonces entendía que tuviera tan pocos amigos.

Santa Teresa de Jesús sentía que rezar no podía consistir solo en repetir fórmulas y oraciones y en meditar textos sagrados, sino que era estar con Dios como con un amigo y hablarle con naturalidad, con confianza y amor de las cosas de cada día y de la vida concreta.

El retrato del papa León XIII

León XIII fue papa de 1878 a 1903. Hizo un gran esfuerzo por superar las oposiciones entre la Iglesia Católica y las exigencias políticas, culturales y sociales del mundo moderno, combatiendo el racionalismo, el liberalismo y la masonería. Con su encíclica Rerum novarum sentó las bases de la doctrina social católica y se preocupó seriamente por el problema obrero. Con la renovación del tomismo dio a la teología católica y a la filosofía cristiana un sólido fundamento científico.

Se cuenta que, en cierta ocasión, un pintor trató de convencer a León XIII para que le dejara pintar su retrato. Dada la importancia de este papa para la Iglesia y para la sociedad en general, el pintor consideró que era algo del todo razonable y que sería, para él, todo un honor realizar un hermoso retrato de una persona tan ilustre.

Por lo visto, aquel pintor andaba algo sobrado de buena voluntad y de buena fe, y un tanto falto de habilidad y destreza en su arte. León XIII, estaba más preocupado por la Iglesia y la causa de la fe cristiana y como, además, era una persona de buen carácter y con sentido del humor, accedió a la solicitud del pintor, a pesar de las pocas ganas que tenía de posar para un cuadro.

El pintor procedió a la pintura del retrato, a pesar del poco tiempo de que disponía el papa. Concluido el trabajo y después de los retoques finales, el pintor llevó el lienzo al Vaticano, para que León XIII lo viera y diese la aprobación para su exhibición en público. También se acordó de pedirle una frase que sirviera de lema y que pondría debajo de la

pintura.

El papa contempló su retrato, lo miró de arriba abajo, y como le pareció de muy mala calidad, un retrato realmente horrible, guardó silencio unos instantes y, sin más comentarios, sonrió y esta fue su sugerencia: «Mateo 14,27, León XIII».

El pintor quedó intrigado con la enigmática cita bíblica del papa, pero estaba convencido de que el pontífice había quedado satisfecho y, después de escribir el texto que le había sugerido el papa León, corrió a su casa para buscar cuanto antes aquella referencia evangélica.

¡Cuál no sería su sorpresa al darse cuenta de que el texto de la cita sugerida por el papa era el del episodio de los discípulos en la barca, en medio de un mar azotado por las olas! Jesús fue hacia ellos caminando sobre las aguas y ellos se llenaron de temor, creyendo que se trataba de un fantasma. Entonces Jesús, dirigiéndose a ellos, pronunció estas palabras: «¡Soy yo, no temáis!». Esta era la frase que, con gran sentido del humor, León XIII había escogido para su retrato.

El hombre que se salvó por hacer reír

Se cuenta que un hombre vivía terriblemente atormentado los últimos días de su vida pues había decidido leer los Evangelios para prepararse para su muerte inminente. La causa de toda su tristeza había sido el texto de san Mateo que se refiere al juicio final (Mt 25,31-46). Había leído que, cuando el Hijo del hombre viniera en su gloria, rodeado por todos sus ángeles, se sentaría en su trono de gloria y, reunidas todas las naciones, separaría a unas personas de otras. Unas a la izquierda y otras a la derecha.

Entonces diría a las de la derecha que se acercaran, pues Dios Padre las bendecía y recibirían en herencia el Reino y la vida eterna, «porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui emigrante y me acogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y fuisteis a estar conmigo». Porque «cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» y «cuando no lo hicisteis con uno de esos pequeñuelos, tampoco conmigo lo hicisteis»; por eso, estos últimos, que son malditos, se apartarían para el suplicio eterno.

Aquel pobre hombre estaba atemorizado con las palabras de aquel texto hasta el punto de que esto aceleró su muerte, pues tenía muy mala conciencia porque había sido terriblemente egoísta y no había hecho nada bueno por los demás. Ante el tribunal divino no tendría el menor argumento que exponer a su favor e iría de cabeza al infierno.

Estando en la fila, cuanto más observaba y escuchaba las argumentaciones de los que tenía delante y los numerosos elementos del archivo divino referentes a cada persona, más convencido estaba de que no merecía el paraíso. Aquel hombre estaba afligido pues no había hecho nada a favor de los demás.

Cuando le tocó a él, Jesucristo le leyó la lista, más bien pequeña y prácticamente insignificante, de las cosas que había hecho por las que merecería ir al Cielo. De repente

mano sobre el hombro y le contó algún chiste que le hizo reír.

En realidad, se podría añadir una frase al Evangelio aunque, se puede ya leer entre líneas y es una prueba inequívoca de amor: «Estaba triste y me hiciste reír»; y siempre que lo hicisteis con uno de estos más pequeños, lo hicisteis con Él mismo.

Jugando con el mismo Dios

Se dice que había un santo que iba de un lugar a otro hablando del Reino de Dios. Sus palabras, impregnadas de fervor y de fe, cautivaban a las multitudes, que lo buscaban por dondequiera que estuviese. Repetía las parábolas de los Evangelios con tal frescura, ternura y alegría, que no parecían esas historias mil veces escuchadas, hasta la saciedad, en las misas y en las catequesis.

Sin embargo, lo que más llamaba la atención a toda la gente no eran las sabias, profundas e incluso divertidas palabras con las que este santo se refería a Dios, sino su relación cariñosa y simpática con la gente, en especial con los niños. Los llamaba con una sonrisa y jugaba con todos de forma tan creativa y bondadosa que provocaba sonoras carcajadas que se escuchaban en los alrededores. Era especialista en malabarismos de circo, con los que divertía a la chiquillada; en todos despertaba curiosidad, provocaba una gran admiración y contagiaba alegría y entusiasmo.

Un día, un chaval llamó la atención del santo, pues estaba mirándolo en la plaza desde un ventanuco de su casa pero, por lo visto, no se atrevía a bajar para estar con él. El santo, intrigado y algo escamando, se llegó hasta el niño con una sonrisa en el rostro y se puso a hablar con él. La madre del chaval apareció enseguida y, llena de satisfacción, le dijo a su hijo que podía hablar con aquel hombre santo.

A continuación, el santo le puso la mano en el hombro y le preguntó qué quería hacer. El muchacho, que sabía de la famosa y reconocida santidad de aquel hombre, le respondió preguntando si no debería ser él, más bien, el que dijera qué tenían que hacer. Entonces el santo, sorprendido por la perspicacia del niño, le preguntó si quería jugar y bromear con Dios.

El chaval estaba confundido. En lugar de invitarlo a rezar, a meditar la Palabra de Dios o reflexionar sobre la vida, le había invitado a bromear y jugar con el Señor. El hombre santo continuó diciéndole que cuando se consigue jugar con Dios, se hace la cosa más hermosa del mundo pues a Él le gusta nuestra espontaneidad e ingenuidad, que solo los niños saben vivir de forma adecuada y pura.

Todo el mundo imagina a un Dios serio, antipático e intensamente aburrido con el que solo tenemos que relacionarnos por medio de la oración formal, con las manos juntitas y con cara angelical y devota. En realidad, rezar es invitar a Dios a formar parte de nuestra realidad cotidiana, de nuestras vidas concretas y reales, es convertirlo en nuestro compañero de camino y también de nuestros juegos y pasatiempos, pues es un Dios con buen humor. ¡Es un compañero de juego extraordinario!

Entonces fueron los dos a jugar al aire libre; y se les juntó una gran chiquillería, cuyo entusiasmo y carcajadas eran el signo inequívoco de que Dios estaba ahí jugando con ellos, pues donde dos o tres están jugando con amor, allí está Dios.

Dios en la aldea de la risa

La fama de santidad de aquel hombre era conocida en toda la región y muchos eran los que lo buscaban y hacían lo que fuera para poder escucharlo y pedirle consejo. Aquel hombre hablaba poco, pero parecía que lo que decía transmitía tal serenidad y sabiduría que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Escogía las palabras como nadie y lo que decía parecía que no podía decirse con otras palabras. Estas eran como dardos que siempre acertaban en el blanco de las preguntas que llegaban a él.

Un día, se le acercó un joven mientras estaba descansando junto a un río y comiendo una manzana a la sombra de un frondoso árbol. Se dirigió a él con toda ceremonia pero, en lugar de soltarle una larga lista de preguntas, solo le pidió que le dijera qué etapas tenía que seguir para buscar y conocer al Dios trascendente y omnipotente.

A aquel santo, la pregunta le pareció interesante y su intención muy diferente de las motivaciones que llevaban hasta él a tantas almas desesperadas. Le dijo que se sentara a su lado y, después de haberle ofrecido una manzana, le invitó a contemplar el río que, desde su nacimiento hasta la desembocadura, tenía que pasar por muchas fases y superar muchas tribulaciones hasta volverse grande y adquirir la fuerza, vitalidad, belleza y madurez necesarias para fundirse con el océano.

Le dijo que no fuera él el que caminara. Había que dejar la iniciativa a Dios, que, en primer lugar, lo llevaría de la mano hasta la «aldea de la actividad». Era importante prepararse para trabajar, esforzarse, construir, crear, tener iniciativa... para ayudar a construir un mundo mejor. En aquella aldea tendría que permanecer unos cuantos años.

Después, el Señor lo llevaría a la «aldea del sacrificio». Tenía que vivir en ella hasta que su corazón estuviera purificado de cualquier afecto desordenado. Los problemas, las tribulaciones, los dolores, los sufrimientos y las dificultades ayudarían a madurar al espíritu. Allí se quedaría durante un tiempo de probación.

Posteriormente, sería conducido a la «aldea de la caridad». Era fundamental experimentar el valor esencial del altruismo, de la dedicación a los demás, de la gratuidad, destruyendo de este modo cualquier rastro de egoísmo y de vanidad. Amar sin buscar ser amado tenía un valor incalculable. En aquella aldea permanecería unos cuantos años.

Posteriormente, Dios lo llevó a la «aldea del silencio». De palabras y buenas intenciones, estaba el mundo lleno, hasta el punto de que se habían vuelto triviales y habían perdido su sentido. Era conveniente el esfuerzo del silencio, un silencio que no era sinónimo de vacío o pérdida de tiempo. El silencio resulta incómodo porque es fecundo y es el ambiente ideal para dejar que la conciencia se desahogue. Allí permaneció algunos años, contemplando los misterios de la vida y de la muerte.

Y cuando el joven pensaba que aquella era la etapa final de la búsqueda de Dios, que había llevado a la contemplación y santificación de aquel hombre santo, oyó cómo este le hablaba de la última e inesperada aldea. Finalmente, Dios lo invitó a ir al santuario más recóndito de su Templo, que era su propio corazón. Se trataba de la «aldea de la risa»...

Siempre ha habido controversia entre la Ciencia y la Religión. La Ciencia busca las causas y efectos de los fenómenos con la ayuda del cedazo de la racionalidad, y somete todas las realidades a la experimentación empírica en los laboratorios, para proponer hipótesis y sacar conclusiones lógicas, convencida de que el hombre es la medida de todas las cosas. La Religión, por su parte, acepta el acto divino de la creación, que da origen y sentido a todas las cosas. Dios tiene un plan universal para cada hombre, lo sabe todo, lo puede todo; su realidad es misteriosa e inefable.

Se cuenta que, tiempo atrás, un científico de fama mundial realizó una expedición por el desierto del Sahara, para llevar a cabo unas investigaciones relacionadas con un estudio en el que venía trabajando desde hacía años. Lo acompañaba un hombre robusto, de religión islámica, conocedor como nadie de los insondables designios del desierto.

Ambos se desplazaban en camello, que era, sin lugar a dudas, el animal que mejor se adaptaba a la dureza de las arenas del desierto, el que mejor aguantaba el calor del día y el frío de la noche y que, además, poseía una reserva de agua y alimento fuera de lo común.

La relación entre aquellos dos hombres era profesional y algo distante: el científico necesitaba del árabe para no perderse en el desierto; el árabe necesitaba el dinero que le pagaba el científico para poder sobrevivir. No tenían que ser amigos ni que cruzar muchas palabras.

No obstante, había algo que intrigaba al científico. Se había fijado en que, todas las mañanas, el musulmán interrumpía su trabajo durante unos momentos para arrodillarse y rezar a su Dios. Se postraba en dirección a la Meca y adoraba a Alá observando un ritual concreto y con una devoción impresionante.

La formación académica de tipo científico, marcada por la evidencia y por la lógica racionalista del hombre de ciencia chocaba con aquellos gestos aparentemente inútiles y sin sentido, pues estaba convencido de que la fe no proporciona certezas ni resultados visibles. Le dijo que estaba loco, pues nadie había visto o probado nunca que ese Dios existiera. Estaba perdiendo tiempo y dinero con tonterías infantiles.

El árabe se sintió ofendido y, mirando al científico con seriedad y también con compasión, prefirió no pronunciar palabra.

Habían pasado un par de horas cuando el científico, señalando en la arena unas marcas características, le comentó a su guía que evidentemente se trataba de pisadas de camello. Inmediatamente y con tono provocador, el árabe reaccionó insinuando que el científico era un necio, pues no había visto, oído, ni tocado los camellos y, por eso mismo, tampoco podía afirmar que por allí hubiera pasado ninguno.

El científico, irritado por las palabras del árabe, le dijo que no tenía ni idea, pues bastaba ver las huellas para concluir que eran de camellos. No había terminado la frase, cuando el árabe, con una serenidad y autoridad fuera de lo común, señaló al hermoso sol que se ponía por detrás de unas dunas distantes y afirmó con una sonrisa y cierto brillo en los ojos, que ahí tenía una prueba de la existencia de Dios: las huellas del Dios creador. No todo lo que no se ve significa que no exista.