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El hombre que llegó para ayudar*

Aturdidos por el dolor apareció ese discreto vecino

Conmocionada, daba vueltas por la casa tratando de decidir qué poner en la maleta. Esa noche, unas horas antes, había recibido una llamada de mi casa, en Missouri, diciéndome que mi hermano, mi cuñada, su hermana y los dos hijos de ésta habían muerto en un accidente de coche.

—Ven tan pronto como puedas —me había implorado mi madre.

Eso es lo que quería hacer: salir enseguida, ir rápidamente a casa de mis padres. Pero teníamos todas las cosas medio empaquetadas porque nos íbamos a trasladar de Ohio a Nuevo México. La casa estaba hecha un revoltijo. Algunas cosas que necesitábamos mi marido Larry o yo, o nuestros niños, Eric y Meghan, estaban ya metidas en cajas. ¿Cuáles? Aturdida por el dolor, no conseguía recordarlo. Nuestra ropa estaba en un montón de ropa sucia en el suelo del lavadero. Aún no habíamos recogido la mesa de la cena. Había juguetes por todas partes.

Mientras Larry reservaba los billetes de avión para la mañana siguiente, yo daba vueltas por la casa, recogía cosas sin saber para qué y las volvía a dejar. Miraba todo lo que se tenía que hacer... y no hacía nada. No me podía concentrar.

Una y otra vez, me martilleaban en la cabeza las palabras que había escuchado por teléfono: «Bill ya no está, Marilyn tampoco. Y June y los dos niños...».

Era como si el mensaje me hubiese embotado el cerebro. Cuando Larry hablaba, me daba la impresión de que estaba muy lejos. Tenía la sensación de tener cortinas en los ojos. Deambulaba por la casa, topando contra las puertas y tropezando con las sillas.

Larry arregló todo para salir a las siete de la mañana. Entonces llamó a algunos amigos para decirles lo que había pasado. Alguno quiso hablar conmigo.

—Si os puedo ayudar en algo, decídmelo —dijo uno.

—Gracias. Muchas gracias —contesté. Pero no sabía qué pedir. El aturdimiento me impedía concentrarme.

Me senté en una silla, con la mirada fija en el vacío, mientras Larry llamaba a Donna King, la mujer con la que yo daba clases dominicales en la iglesia. Donna y yo teníamos una cierta relación de amistad, pero no nos veíamos a menudo. Ella y Emerson, su delgado y tranquilo marido, estaban ocupados durante la semana con su «guardería»: seis niños entre los dos y los quince años.

Me alegré de que Larry le avisara que el próximo domingo tendría que dar la clase sola.

Yo seguía sentada, mientras Meghan salía disparada detrás de una pelota y Eric la seguía. «Deberían estar en la cama», pensé.

Los seguí hasta la sala de estar. Arrastraba las piernas y las manos me pesaban. Me dejé caer en el sofá, atontada, y cerré los ojos.

Sonó el timbre, me levanté poco a poco y crucé a duras penas la habitación. Abrí la puerta y allí estaba Emerson King.

—Vengo a limpiaros los zapatos —dijo.

Sus palabras resonaron en mis oídos entumecidos. Le pedí que lo repitiese, pues no estaba segura de haberlo oído bien.

—Donna tenía que quedarse con el bebé, pero queremos ayudaros. Cuando murió mi padre, tardé horas en limpiar y sacar brillo a los zapatos de los niños, para el funeral. Por eso vengo a hacerlo para vosotros. Dadme todos vuestros zapatos; no sólo los nuevos, sino todos.

No había pensado para nada en los zapatos. Entonces recordé que el domingo anterior, al salir de misa, Eric había salido del camino y se había metido en el fango con sus mejores zapatos. Para no ser menos que su hermano, Meghan se puso a dar patadas contra las piedras, y acabó estropeando la punta de los zapatos nuevos. Al regresar a casa, dejé los zapatos en el lavadero, con la intención de limpiarlos más tarde, pero luego me olvidé.

La oferta de Emerson me dio un quehacer concreto. Mientras él extendía periódicos en el suelo de la cocina, recogí los zapatos de vestir de Larry, los de cada día, mis zapatos de tacón, los planos, los zapatos de vestir sucios de los niños y sus zapatillas con manchas de comida. Emerson encontró un barreño que llenó con agua y jabón; cogió un viejo cuchillo de un cajón y sacó una esponja de debajo del fregadero. Larry tuvo que rebuscar en varias cajas para encontrar finalmente el betún.

Emerson se instaló en el suelo y empezó a trabajar. El verlo concentrado en una tarea me ayudó a ordenar mis pensamientos.

«Primero la lavadora», me dije.

Mientras se lavaba la ropa, bañé a los niños y los metí en la cama. Meghan parecía tener dificultades para respirar bien, por su asma, por lo que preparé un botiquín elemental para el viaje.

Mientras lavaba los platos de la cena, Emerson seguía trabajando en silencio. Pensé en Jesús lavando los pies de los discípulos. «Nuestro Señor se arrodilló y sirvió a sus amigos, igual que ahora este hombre se arrodilla y nos hace un servicio», me dije. El amor de ese acto hizo que por fin diera

rienda suelta a las lágrimas, como una lluvia curativa que despejó la niebla de mi mente. Me pude mover y pensar. Pude seguir con la tarea de vivir y así, una cosa detrás de la otra, se fue haciendo todo.

Fui al lavadero a poner la ropa en la secadora y, al regresar a la cocina, Emerson se había ido. Alineados junto a la pared estaban todos nuestros zapatos, brillantes y sin mácula. Después, cuando me dispuse a empaquetar, vi que Emerson incluso había raspado y limpiado las suelas. Podía poner los zapatos directamente en las maletas, pues no ensuciarían.

Nos acostamos tarde y nos levantamos muy temprano, pero, al salir hacia el aeropuerto, no quedaba nada por hacer. Nos esperaba la dura realidad, días tristes, pero me sostendría el consuelo de la presencia de Cristo, simbolizado por la imagen de un hombre silencioso arrodillado en la cocina de mi casa con un barreño de agua.

Ahora, cuando me entero de que algún conocido ha perdido un ser querido, ya no llamo con el vago ofrecimiento de «si puedo ayudaros en algo...». Trato de buscar una forma concreta de ayudar a esa persona, como lavarle el coche, llevarle el perro a la perrera, o quedarme en su casa durante el funeral. Y, si alguien me pregunta cómo sabía que necesitaba eso, respondo que es porque una vez un hombre me limpió los zapatos.