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LA IMAGINACIÓN DE LA SEMEJANZA

In document Foucault – Las palabras y las cosas (página 78-88)

LA PROSA DEL MUNDO

5. LA IMAGINACIÓN DE LA SEMEJANZA

He allí, pues, a los signos liberados de toda esa abundancia de mun- do en el que el Renacimiento los había repartido. De ahora en adelante se alojan en el interior de la representación, en el inters- ticio de la idea, en ese pequeño espacio en el que juega consigo misma, descomponiéndose y recomponiéndose. Por lo que a la simi- litud se refiere, no tiene ahora sino que recaer fuera del dominio del conocimiento. Es lo empírico en su forma más gastada; no se lo puede ya "considerar como parte de la filosofía",19 a menos que se la borre en su inexactitud de semejanza y sea transformada por el saber en una relación de igualdad o de orden. Y, sin embargo, la similitud es un marco indispensable para el conocimiento. Pues una igualdad o una relación de orden no puede ser establecida entre dos cosas a no ser que su semejanza haya dado cuando menos oportu-

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Hobbes, Compendium of Aristotle's Rhetoric and Rumus" Logic, Londres, 1654 (Logique, trad. francesa de Destutt de Tracy, Eléments d'Idéologie, Pa- rís, 1805, t. iii, p. 599).

nidad de compararlas: Hume colocaba la relación de identidad entre las relaciones "filosóficas" que presuponen la reflexión; en tanto que la semejanza pertenece, para él, a las relaciones naturales, a las que constriñen nuestro espíritu según una "fuerza tranquila" pero inevitable.20 "Que el filósofo pretenda tanta precisión como quiera... me atrevo, sin embargo, a desafiarlo a dar un solo paso en su carrera sin ayuda de la semejanza. Que se lance una mirada sobre el rostro metafísico de las ciencias, aun las más abstractas, y que se me diga si las inducciones generales que se sacan de los hechos particulares o, más bien, si los géneros mismos, las especies y todas las nocio- nes abstractas pueden formarse de otra manera que no sea por me- dio de la semejanza." 21En el borde exterior del saber, la similitud es esta forma apenas dibujada, este rudimento de relación que el conocimiento debe recubrir en toda su extensión, pero que perma- nece indefinidamente por debajo de él, a la manera de una nece- sidad muda e imborrable.

Lo mismo que en el siglo xvi, la semejanza y el signo se llaman una a otro fatalmente. Pero de acuerdo con un modo nuevo. En vez de que la similitud tenga necesidad de una marca a fin de ser sa- cada de su secreto, es ahora el fondo indiferenciado, móvil, inesta- ble sobre el cual puede el conocimiento establecer sus relaciones, sus medidas y sus identidades. En consecuencia, se trata de un doble trastrocamiento: ya que el signo y con él todo el conocimiento dis- cursivo exigen un fondo de similitud y ya que no se trata de mani- festar un contenido anterior al conocimiento, sino de dar un conte- nido que pueda ofrecer un lugar de aplicación a las formas del conocimiento. En tanto que, en el siglo xvi, la semejanza era la relación fundamental del ser consigo mismo y el repliegue del mun- do, en la época clásica es la forma más simple bajo la cual aparece lo que hay por conocer y que es lo más alejado del conocimiento mismo. Gracias a ella puede conocerse la representación, es decir, puede comparársela con las formas que pueden serle similares, ana- lizarla en elementos (elementos que tiene en común con otras re- presentaciones), combinarla con las que pueden presentar identida- des parciales y distribuirla finalmente en un cuadro ordenado. En la filosofía clásica (es decir, en una filosofía del análisis), la similitud representa un papel simétrico al que afirmará lo diverso en el pen- samiento crítico y en las filosofías del juicio.

En esta posición de límite y de condición (aquello sin lo cual y de este lado de lo cual no se puede conocer), la semejanza se sitúa

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H u me, A T r e a t i s e o f H u m a n N a t ur e , 1 7 3 9 -4 0 ; t r a d. f r a n c e s a d e L e r o y, E s s a i s u r l a n a t ur e h um a i n e , P a rí s, 1 94 6 , t. i, p p. 7 5 - 8 0.

LA IMAGINACIÓN DE LA SEMEJANZA 75 al lado de la imaginación o, más exactamente, no aparece sino por virtud de la imaginación, y ésta, a su vez, sólo se ejerce apoyándose en ella. En efecto, si se suponen, en la cadena ininterrumpida de la representación, impresiones, las más simples posibles y que no ten- gan entre ellas el menor grado de semejanza, no habrá posibilidad alguna de que la segunda haga recordar la primera, la haga reapa- recer y autorice así su representación en lo imaginario; las impresio- nes se sucederán en la mayor diferencia —tan grande que ni si- quiera podrá ser percibida ya que nunca podrá una representación tener la oportunidad de fijarse en un lugar, de resucitar otra anterior y de yuxtaponerse a ella para dar lugar a una comparación; no se dará la mínima identidad necesaria para cualquier diferenciación. El cambio perpetuo se desarrollará sin punto de referencia en la perpetua monotonía. Pero, si no existiera en la representación el os- curo poder de hacerse presente de nuevo una impresión pasada, ninguna podría aparecer jamás como semejante a una precedente o desemejante a ella. Este poder de recordación implica, cuando menos, la posibilidad de hacer aparecer como casi semejantes (como vecinas y contemporáneas, como existiendo casi de la misma ma- nera) dos impresiones de las que, sin embargo, una está presente en tanto que la otra ha dejado de existir quizá desde hace tiempo. Sin imaginación, no habría semejanza entre las cosas.

Vemos el requisito doble. Es necesario que haya, en las cosas representadas, el murmullo insistente de la semejanza; es necesario que haya, en la representación, el repliegue siempre posible de la imaginación. Y ni uno ni otro de estos requisitos puede dispensarse de aquel que lo completa y se le enfrenta. De allí las dos direccio- nes del análisis que se han mantenido durante toda la época clásica y que no han dejado de acercarse para enunciar finalmente, en la segunda mitad del siglo xviii, su verdad común en la Ideología. Por un lado, se encuentra el análisis que da cuenta del trastroca- miento de la serie de representaciones en un cuadro inactual, pero simultáneo, de comparaciones: análisis de la impresión, de la remi- niscencia, de la imaginación, de la memoria, de todo ese fondo in- voluntario que es como la mecánica de la imagen en el tiempo. Por el otro, está el análisis que da cuenta de la semejanza de las cosas —de su semejanza antes de ser puestas en orden, su descomposición en elementos idénticos y diferentes, la repartición en cuadros de sus similitudes desordenadas: ¿por qué, entonces, se dan las cosas en una maraña, en una mezcla, en un entrecruzamiento en el que su orden esencial está embrollado, aunque es aún lo bastante visible para transparentarse bajo la forma de semejanzas, de vagas similitudes, de ocasiones alusivas para una memoria alerta? La primera serie de

problemas corresponde, en grueso, a la analítica de la imaginación,

como poder positivo de transformar el tiempo lineal de la represen- tación en espacio simultáneo de elementos virtuales; la segunda co- rresponde, en grueso, al análisis de la naturaleza, con las lagunas y los desórdenes que embrollan el cuadro de seres y lo desparraman en una sene de representaciones que se asemejan vagamente y de lejos.

Ahora bien, estos dos momentos opuestos (el uno, negativo, del desorden de la naturaleza en las impresiones, el otro, positivo, del po- der de reconstituir el orden a partir de estas impresiones) encuen- tran su unidad en la idea de una "génesis". Y ello de dos maneras posibles. O bien el momento negativo (el del desorden, de la seme- janza vaga) se pone en la cuenta de la imaginación misma, que ejerce ahora ella sola una doble función: si le es posible restituir el orden, por la sola duplicación de la representación, es justo en la medida en que impediría percibir directamente y en su verdad ana- lítica las identidades y diferencias de las cosas. El poder de la ima- ginación no es otro que el revés, o la otra cara, de su defecto. Está en el hombre en la costura misma que une el alma con el cuerpo. Fue allí en efecto donde la analizaron Descartes, Malebranche, Spi- noza, a la vez como lugar del error y poder de llegar a la verdad, aun la matemática; reconocieron en ella el estigma de la finitud, ya sea el signo de una caída fuera de la extensión inteligible o la marca de una naturaleza limitada. Por el contrario, el momento positivo de la imaginación puede ponerse en la cuenta de la semejanza turbia, del murmullo vago de las similitudes. Es el desorden de la natura- leza que se debe a su propia historia, a sus catástrofes, o quizá simplemente a su pluralidad enmarañada, que no es capaz de ofrecer a la representación más que cosas que se asemejan. Tanto que la representación, encadenada siempre a contenidos muy cercanos unos a otros, se repite, se recuerda, se repliega naturalmente sobre sí mis- ma, hace renacer impresiones casi idénticas y engendra la imagina- ción. En este cabrilleo de naturaleza múltiple, pero recomenzado oscuramente y sin razón, en el hecho enigmático de una naturaleza que antes de cualquier orden se asemeja a sí misma, buscaron Condillac y Hume la liga entre la semejanza y la imaginación. So- luciones estrictamente opuestas, pero que responden al mismo pro- blema. De cualquier modo se comprende que el segundo tipo de análisis se haya desplegado fácilmente en la forma mítica del primer hombre (Rousseau), de la conciencia que despierta (Condillac) o del espectador extranjero arrojado al mundo (Hume): esta génesis funcionaba exactamente en el lugar y en vez del Génesis mismo.

"MATHESIS" Y "TAXINOMIA" 77

raleza humana tienen, en la época clásica, cierta importancia, esto no se debe a que se haya descubierto bruscamente, como campo de investigaciones empíricas, esta potencia sorda, inagotablemente rica, a la que se da el nombre de naturaleza; tampoco se debe a que se haya aislado, en el interior de esta vasta naturaleza, una pequeña región singular y compleja que sería la naturaleza humana. De he- cho, estos dos conceptos funcionan a fin de asegurar la pertenencia, el lazo recíproco de la imaginación y de la semejanza. Sin duda alguna, la imaginación no es, en apariencia, sino una de las propie- dades de la naturaleza humana y la semejanza uno de los efectos de la naturaleza. Pero si seguimos la red arqueológica que da sus leyes al pensamiento clásico, veremos que la naturaleza humana se aloja en este mínimo desbordamiento de la representación que le permite representarse (toda la naturaleza humana está allí: justo lo bastante al exterior de la representación para que se presente de nuevo, en el espacio en blanco que separa la presencia de la repre- sentación y el "re" de su repetición); y que la naturaleza no es sino un inasible embrollamiento de la representación que hace que la semejanza sea sensible antes de que el orden de las identidades sea visible. Naturaleza y naturaleza humana permiten, dentro de la con- figuración general de la episteme, el ajuste de la semejanza y de la imaginación que fundamenta y hace posible todas las ciencias em- píricas del orden.

En el siglo xvi, la semejanza estaba ligada a un sistema de sig- nos; era su interpretación la que abría el campo de los conocimien- tos concretos. A partir del siglo xvii, la semejanza es rechazada hasta los confines del saber, del lado de sus fronteras más bajas y más humildes. Allí, se liga a la imaginación, a las repeticiones in- ciertas, a las analogías empañadas. Y en vez de abrirse sobre una ciencia de la interpretación, implica una génesis que remonta desde estas formas gastadas de lo Mismo a los grandes cuadros del saber desarrollados según las formas de la identidad, de la diferencia y del orden. El proyecto de una ciencia del orden, tal como se lo fundó en el siglo xvii, implicaba que fuera duplicado de una génesis del conocimiento, como lo fue efectivamente y sin interrupción de Locke a la Ideología.

6. "MATHESIS" Y "TAXINOMIA"

Proyecto de una ciencia general del orden, teoría de los signos que analiza la representación, disposición en cuadros ordenados de las identidades y de las diferencias: así se constituyó en la época clásica

78 REPRESENTAR

un espacio de empiricidad que no había existido hasta fines del Renacimiento y que estará destinado a desaparecer a principios del si- glo xix. Para nosotros resulta ahora muy difícil de restituir, y está tan profundamente recubierto por el sistema de positividades al que pertenece nuestro saber, que por mucho tiempo ha pasado desaper- cibido. Se le deforma, se le enmascara por medio de categorías o de un recorte que son los nuestros. Se quiere reconstituir, al pare- cer, lo que durante los siglos xvii y xviii fueron las "ciencias de la vida", de la "naturaleza" o del "hombre". Olvidando simplemente que ni el hombre, ni la vida, ni la naturaleza son dominios que se ofrezcan espontánea y pasivamente a la curiosidad del saber.

Lo que hace posible el conjunto de la episteme clásica es, desde luego, la relación con un conocimiento del orden. En cuanto se trata de ordenar las naturalezas simples, se recurre a una mathesis

cuyo método universal es el álgebra. En cuanto se trata de poner en orden las naturalezas complejas (las representaciones en general, tal como se dan a la experiencia), es necesario constituir una taxi- nomia y, para ello, instaurar un sistema de signos. Los signos son con respecto al orden de las naturalezas compuestas lo que el álge- bra con respecto al orden de las naturalezas simples. Pero en la me- dida en que las representaciones empíricas deben poderse analizar en naturalezas simples, se ve que la taxinomia se relaciona por en- tero con la mathesis; a la inversa, dado que la percepción de las evidencias no es más que un caso particular de la representación en general, se puede decir también que la mathesis no es más que un caso particular de la taxinomia. Así también, los signos que el pen- samiento mismo establece constituyen algo así como un álgebra de las representaciones complejas; y a la inversa, el álgebra es un método para proporcionar signos a las naturalezas simples y para operar sobre estos signos. Se tiene, pues, la disposición siguiente:

Pero esto no es todo. La taxinomia implica por lo demás un cierto continuum de las cosas (una no discontinuidad, una plenitud del ser) y una cierta potencia de la imaginación que hace aparecer lo

"MATHESIS" Y "TAXINOMIA" 79 que no es, pero que permite, por ello mismo, sacar a luz el continuo. La posibilidad de una ciencia de los órdenes empíricos requiere, pues, un análisis del conocimiento —análisis que deberá mostrar cómo la continuidad oculta (y como embrollada) del ser puede re- constituirse a través del lazo temporal de representaciones disconti- nuas. De allí la necesidad, siempre manifiesta a lo largo de la época clasica, de preguntarse por el origen de los conocimientos. De he- cho, estos análisis empíricos no se oponen al proyecto de una ma- thesis universal, como un escepticismo a un racionalismo; han estado implícitos en los requisitos de un saber que no se da ya como expe- riencia de lo Mismo, sino como establecimiento del Orden. En los dos extremos de la episteme clásica, se tiene pues una mathesis como ciencia del orden calculable y una génesis como análisis de la constitución de los órdenes a partir de series empíricas. Por un lado, se utilizan los símbolos de las posibles operaciones sobre las identi- dades y las diferencias; por el otro, se analizan las marcas progresi- vamente depositadas por la semejanza de las cosas y las vueltas de la imaginación. Entre la mathesis y la génesis se extiende la región de los signos —de los signos que atraviesan todo el dominio de la representación empírica, pero no la desbordan jamás. Limitado por el cálculo y la génesis, es el espacio del cuadro. En este saber, se trata de destinar un signo a todo lo que nuestra representación puede ofrecernos: percepciones, pensamientos, deseos; estos signos deben valer como caracteres, es decir, deben articular el conjunto de la representación en niveles distintos, separados unos de otros por ras- gos asignables; autorizan así el establecimiento de un sistema simul- táneo según el cual las representaciones enuncian su proximidad o su alejamiento, su vecindad y sus huidas —de allí la red que, fuera de la cronología, manifiesta su parentesco y restituye en un espacio permanente sus relaciones de orden. Sobre este modo se puede di- bujar el cuadro de las identidades y de las diferencias.

Y en esta región nos encontramos con la historia natural —cien- cia de los caracteres que articulan la continuidad de la naturaleza y su enmarañamiento. En esta región nos encontramos también con la teoría de la moneda y del valor —ciencia de los signos que auto- rizan el cambio y permiten establecer equivalencias entre las nece- sidades y los deseos de los hombres. Allí, por último, se aloja la gramática general, ciencia de los signos por medio de los cuales los hombres reagrupan la singularidad de sus percepciones y recortan el movimiento continuo de sus pensamientos. A pesar de sus diferen- cias, estos tres dominios han existido en la época clásica sólo en la medida en que el espacio fundamental del cuadro se ha instaurado entre el cálculo de las igualdades y la génesis de las representaciones.

Vemos que estas tres nociones —mathesis, taxinomia, génesis— no designan tanto dominios separados, como una red sólida de per- tenencias que define la configuración general del saber en la época clásica. La taxinomia no se opone a la mathesis; se aloja en ella y se distingue de ella; ya que es también una ciencia del orden —una

mathesis cualitativa. Sin embargo, entendida en sentido estricto, la

mathesis es la ciencia de las igualdades y, por ello, de las atribucio- nes y de los juicios; es la ciencia de la verdad; la taxinomia, a su vez, trata de las identidades y de las diferencias, es la ciencia de las articulaciones y de las clases; es el saber acerca de los seres. De igual modo, la génesis se aloja en el interior de la taxinomia o, cuando menos, encuentra en ella su posibilidad primera. Pero la taxinomia

establece el cuadro de las diferencias visibles; la génesis supone una serie sucesiva; la una trata los signos en su simultaneidad espacial, como una sintaxis; la otra los reparte en un analogon del tiempo, como una cronología. Con relación a la mathesis, la taxinomia fun- ciona como una ontología frente a una apofántica; frente a la géne- sis, funciona como una semiología frente a una historia. Define, pues, la ley general de los seres y, al mismo tiempo, las condiciones bajo las cuales se les puede conocer. De allí el hecho de que la

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