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José María Paz Gago

La imprecisión e indeterminación de la noción de literatura, desde el momento mismo de su aparición en el siglo ilustrado, se acentúa en este fin de siglo y de milenio caracterizado por la crisis generalizada de las modalidades artísticas y culturales, los sistemas filosóficos y sociales, consa- grados por la modernidad. Puesto que la dimensión estética y artística es esencial y natural a la especie humana, que en buena parte encuentra en ella su diferenciación y especificidad, la literatura, lejos de sucumbir, va a buscar nuevas vías y caminos, soportes cada vez más complejos y renovados sistemas de transmisión y difusión, para hacerse un hueco privilegiado en la nueva sociedad humana regida por las comunicaciones, las tecnologías informáticas y la imagen, la ya inaugurada sociedad de la comunicación digital.

Se puede ya atisbar hacia qué nuevos dominios y ámbitos, en el contexto histórico actual, puede orientarse el fenómeno literario, en esa necesario ampliación de sus fronteras, en esa ruptura con los moldes en los que la había encerrado la racionalidad moderna. La nueva era, la anunciada Edad Postmoderna, ofrece a la literatura nuevos y polimórficos soportes, multiplicidad de modalidades sígnicas que interactúan con una eficacia comunicativa insospechada, superponiendo a la escritura todo el poder de la imagen y el sonido, la felizmente reencontrada oralidad y la potenciación definitiva de la iconicidad simbólica. Capacidad de almacenamiento cuasi infinita, velocidades inimaginables de transmisión a distancia, tridimensionalidad, simulación gráfica y plástica de los mundos

ficcionales, recepción interactiva... Las nuevas tecnologías abren a la literatura espacios ignotos que nunca antes fueron explorados, posibilidades insospechadas, horizontes infinitos...

Pero todo este fenómeno arrancó hace ahora exactamente un siglo, cuando un cinematógrafo que daba sus primeros pasos descubrió mara- villado su capacidad para contar historias inventadas, relatos de ficción, y acudió allí donde podía encontrarlos, la literatura. De 1902 son los primerísimos textos literarios que son llevados al cine primitivo, con todas las limitaciones de su modo de representación característico y su teatra- lidad, más bien teatralismo, inherente. En 1902, en efecto, Méliès realiza la versión cinematográfica de Viaje a la luna de Jules Verne, mientras que los hermanos Pathé, por su parte, llevan a cabo una asombrosa transposición del Quijote, dirigido por Lucien Nonguet y Ferdinand Zecca. Nace así un matrimonio, de conveniencia, entre dos artes y dos sistemas semióticos que se funden y se confunden, se entrelazan y se rechazan, se han amado y se han odiado irremediablemente en el transcurso de un siglo de convivencia íntima y estrecha.

Si en la tradición que se remonta a Aristóteles, en la que estamos inscritos, consideramos la literatura como el conjunto de las producciones textuales de naturaleza artística, es decir, aquellas que tienen una naturaleza estética y ficcional puesto que representan la realidad natural para causar un placer en el receptor, nada impide que esa producción artística sea visual, como ocurre en las artes plásticas, además de verbal. Precisamente, al discutir las definiciones de literatura tanto formalistas como pragmáticas, basadas en la ficcionalidad, María del Carmen Bobes Naves ponía de manifiesto que, en este rasgo inherente, la literatura «coincide con el cine, el novelón no literario, las series televisivas y hasta con los programas electorales» (1994:42).

Oralitura, literatura, visualitura

Tal como hoy la conocemos, la literatura es una noción moderna bastante reciente. Hasta el siglo XVIII, el término como poesía designaba preferen- temente el conjunto de los discursos que, en prosa o en verso, narrados o dialogados, tenían una funcionalidad y una finalidad esencialmente esté- ticas. Es especialmente interesante indagar en la nueva noción, en ese término emparentado etimológicamente con la palabra latina littêra (letra), que empieza a utilizarse en plena modernidad para realizar la difícil sustitu- ción del término prodigioso que hasta entonces designaba el arte verbal, la poesía.

En el corazón de la empresa ilustrada, en efecto, Voltaire incluye en su célebre Diccionario filosófico (1765) la entrada léxica literatura, para definirla mediante el recurso típico a la divagación filosófica como «una de esas voces vagas que se encuentran con frecuencia en todas las lenguas... como todos los términos generales, cuya expresión exacta no determinan en ninguna lengua los objetos a los que se aplican» (1995:331).

El término empieza a existir pero su significado es impreciso, vago, ambiguo. El pensador francés recurre a la negación y a la generalización: «La literatura no es un arte particular; es el ligero conocimiento que se adquiere de las bellas artes». Y aquí se encuentra uno de los puntos más significativos de este primer intento de definir la literatura, considerada como un arte en el sentido genérico de las bellas artes pero sin hacer una distinción clara entre ellas; todavía no está establecida la condición verbal de esta nueva forma artística llamada a establecer unas relaciones privilegiadas con las artes visuales como la pintura o la arquitectura. Para Voltaire, lo esencial es que la literatura tiene por objeto producir la belleza y por eso mismo la clasifica entre las artes liberales, remarcando su relación estrecha con algunas de ellas, viéndose incluso obligado a diferenciarla de la pintura, la arquitectura o la música (1995:332-333). Todavía no existía el séptimo arte pero, de haber existido, seguramente lo habría citado.

Si esa fue la génesis de lo que hoy todos entendemos por literatura, una nebulosa en la que no están claros los límites entre el arte verbal y las artes plásticas, esencialmente visuales, dos siglos más tarde la cosa no está mucho más clara. Tras 250 años de escritura literaria, de hegemonía del libro impreso, de teorizaciones y todo tipo de intentos clasificatorios, definitorios, descriptivos e históricos, el concepto de literatura ha entrado de nuevo en crisis.

Una de las empresas científicas más serias de los últimos años de construir una teoría de la literatura, coordinada por teóricos de prestigio internacional como Angenot, Bessière, Fokkema y Kuschner (1989), se detenía en amplios prolegómenos para tratar de identificar el mismo hecho literario y el sistema que constituye la literatura, planteándose la extensión misma de esta noción, evidente para todos nosotros en la vida cotidiana y en la docencia diaria. En el ensayo que consagra a la incertidumbre que hoy en día afecta a la noción de literatura, Robin (1989) reconoce la dificultad para dar una definición precisa, constatando la imposibilidad de asignarle un objeto concreto. Al afirmar que la literatura ha ido amplian- do, cambiando y cuestionando sus propias fronteras, concluye que se impone la necesidad de ofrecer una nueva acepción del campo literario.

También Santerres-Sarkany (1990), en una de las teorías de la literatura más difundidas en el ámbito francófono en los años 90, ponía de relieve la necesidad de progresar hacia un nuevo significado del término literatura, exigiendo también una necesaria ampliación de su campo. A la luz del giro pragmático que han experimentado las creaciones y los estudios litera- rios en el seno del posestructuralismo, Santerres proponía una revisión del ámbito de la literatura, regido por un criterio que ya no es la textualidad –la literariedad de los formalistas– sino el lector.

En el ámbito español, un proyecto didáctico ambicioso y de gran alcance pedagógico como es el Curso de teoría de la literatura, en el que Darío Villanueva (1994) coordina a nuestros más prestigiosos teóricos de la literatura, llega a parecidas conclusiones. Constatada la crisis de la

literariedad, Carmen Bobes abre el volumen manifestando, una vez más, el problema que hoy en día afecta al concepto de literatura al no existir ningún rasgo específicamente literario que señale límites precisos entre obras literarias y no literarias (1994:42)1. No es menos explícito Ricardo Senabre al destacar la imprecisión que afecta a una noción que designa un conjunto tan heterogéneo de obras dispares2.

El problema nocional no se refiere tanto a la naturaleza misma de la literatura, su entidad lingüística, estética y ficcional, como al medio que utiliza para su producción, conservación y transmisión, su soporte material y el sistema semiótico que éste admite y explota preferentemente. Como la oralidad dio paso a la escritura y de la voz al papel; como del manuscrito se llegó al impreso, del papiro al pergamino y después al papel, se llegará al cuarzo y al cristal, pasando por la gran pantalla. Al igual que a la voz humana usada en toda su riqueza de efectos y matices, con el sugerente acompañamiento de la música, sucedió la escritura primero (y simultá- neamente) manuscrita y luego la escritura impresa de los siglos modernos, así sobrevendrá la fuerza de la imagen en un futuro ya muy próximo, aunque ya estuvo muy presente desde el advenimiento del cine. La Galaxia Gutenberg deja paso a una nueva galaxia repetidamente rebautizada: Galaxia Marconi, Lumière, Edison...

Jenaro Talens se preguntaba, desde su doble óptica de teórico de la literatura y del cine, si era posible «pensar la literatura desde un lugar donde aquello que la hizo posible (el modelo propio de la modernidad, en cuyo seno nació la literatura) ya no tiene lugar?». Su reflexión a modo de respuesta tocaba de lleno el núcleo mismo del problema:

... la literatura no existió siempre, sino que surgió como forma

1 Bobes Naves, M. C., «La literatura. La ciencia de la literatura. La crítica de la razón literaria», Ibídem. pp.19-45.

2 «La noción misma de literatura es huidiza y no posee contornos nítidos y definidos» (Senabre, R. 1989).

discursiva en el interior de un modo de información determinado y, por ello, puede no tener sentido ignorar que su estatuto es histórico, es decir, que su carácter social no proviene tanto –o, al menos, no como dato fundamental– de su carácter representativo, sino del modelo de intercambio comunicativo que la constituye como literatura y permite que sea concebida como tal. Dicho modelo conlleva formas de emisión, transmisión, circulación, recepción, interpretación, etc., en el interior de circuitos en ningún caso naturales, sino producidos y construidos culturalmente a partir de un sistema, de origen cartesiano, que le otorga validez y coherencia Si dicho sistema entra en crisis, también lo hacen sus productos» (1994:133).

Lo cierto es que la escritura impresa, el libro, no sólo no es el soporte natural de la literatura, sino que es un soporte muy reciente, privativo durante siglos de una minoría culta y elitista, y condenado a una regresión necesaria por razones ecológicas, económicas y socioculturales. La hege- monía de los medios audiovisuales de los últimos años confirma la sustitu- ción del soporte impreso por el soporte audiovisual, que integra escritura, imagen y oralidad, sistema simbólico y sistema icónico, como ocurre ya desde el momento en que el cine, desde sus orígenes, se inspiró masivamente en los textos creados por la ficción literaria.

El soporte originario y original de la literatura, de lo que los folcloristas denominan desde hace décadas la oralitura, es la voz humana. Con esta oralidad intrínseca se reencontrará la literatura del futuro, lo que hoy mismo ya podemos denominar visualitura, en el nuevo soporte propiciado por las tecnologías audiovisuales, desde el cine hasta las redes informáticas, que en este sentido no significan más que un retorno a los orígenes, puesto que en el medio audiovisual la oralidad recobra toda su importancia y su función.

En efecto, como recuerdan teóricos del relieve de Zumthor o Mele- tinsky, la literatura fue en principio un arte oral (Meletinsky 1989:18); la

voz humana es el factor fundamental en las manifestaciones literarias hasta bien entrada la Edad Media, pues hasta el siglo XII la oralidad es el régimen dominante tanto en la transmisión como en la conservación y creación de las manifestaciones poéticas de todo tipo.

Será en el siglo XIV, con la invención de la imprenta, cuando se produzca una multiplicación significativa de los textos escritos, pero la oralidad seguirá siendo hegemónica hasta bien entrado el siglo XVI, momento a partir del cual la escritura literaria comienza a aventajarla3. Habrá que esperar a nuestro siglo, este agónico siglo XX, para que sea ostensible la hegemonía de la escritura, y esto sólo es válido para el mundo occidental más desarrollado, puesto que hoy en día todavía en vastas regiones de la tierra el régimen oral es el predominante (África Occidental, Oriente, zonas rurales...) y la modalidad resultante, la oralitura, la única pertinente.

No hay que olvidar que la creatividad literaria se genera de forma mental y, por tanto, se produce oralmente antes de llegar a la escritura, ya que el pensamiento humano sólo puede expresarse verbalmente (cfr. Santerres-Sarkany, 1990). Es más, la literatura escrita moderna no puede obviar todas las manifestaciones orales implícitas en el teatro, en las manifestaciones folclóricas o en la canción lírica. Entender el teatro sin el componente esencial de la representación, que implica la pronunciación real de los diálogos, o la poesía lírica sin atender aspectos esenciales como el ritmo y la declamación, son errores imperdonables que la didáctica y la historia literarias han cometido reiteradamente en los dos últimos siglos4. Pero hay más, algo que pocos teóricos de la literatura han puesto de

3 Es P. Zumthor el teórico que más ha profundizado en este aspecto de la importancia de la oralidad. Pueden verse, entre otros, Zumthor (1983) y (1987).

4 No hay que olvidar la identidad característica de medios como la radio, exclusivamente oral, o la creciente utilización de los audio-libros, poemarios o narraciones grabadas por sus autores o por prestigiosos declamadores procedentes del doblaje, la canción o el teatro. Como sostiene Stéphanie Santerres-Sarkany, la actual hegemonía de lo audiovisual da de nuevo un papel predominante a la oralidad.

relieve: la naturaleza visual del fenómeno literario. Cuando un oyente o un lector escucha o lee un texto literario, lo que hace es imaginar la historia que se le narra, con los rostros de los personajes, su aspecto y el del mundo ficcional que pisa y le acoge. Ha transformado interiormente en imágenes el mensaje del discurso verbal, del relato, que revive en su mente, en su imaginación, con sus colores y sus contornos; reconstruye plásticamente lo que transmiten las descripciones, elemento configurador de la narración junto a los diálogos y las digresiones. Ya Eisenstein, en los inicios de la teoría del cine, pensaba que el discurso verbal era una especie de proceso secundario, siendo la imagen, el discurso visual, el nivel básico y primario del pensamiento. La famosa sentencia de Mcluhan: el medio es el mensaje funciona en la literatura como en ninguna otra institución cultural, y la literatura no ha sido ajena a su contacto íntimo e intenso con el arte cinematográfico. Si el cine clásico inspiró su modelo narrativo característico en la gran novela realista del XIX, la novela no dejó de fijarse en las diversas tenden- cias, estilos y escuelas fílmicas. Ya es tópico vincular la nouvelle vague al

nouveau roman o la novela social al neorrealismo; la fusión de texto

narrativo verbal y texto narrativo visual es consustancial a la historia de las dos modalidades, de los dos soportes y de los dos sistemas artísticos que han transmitido a lo largo del siglo esa seductora irremediable del ser humano que es la ficción. Las novelas de Manuel Puig y de Gabriel García Márquez, las de Rulfo y Fuentes, Isabel Allende o Laura Esquivel; los relatos de Juan Marsé o de Antonio Muñoz Molina, los textos de Terenci Moix y de Manuel Vázquez Montalbán, son inexplicables sin tener en cuenta los hábitos de espectador impuestos por cien años de cine y cincuenta de televisión.

El cine nació cuando aquel sistema de reproducción fotográfica acudió a la literatura, a los textos narrativos de ficción, para contar historias imaginarias. Ocurrió en Francia en 1902, en el momento en que Méliès decide llevar al cine el Viaje a la luna de Verne, y otros productores, los Hermanos Pathé, encargan a Lucien Nonguet y a Ferdinand Zecca la

realización de una versión nada menos que de Don Quijote de la Mancha, extraordinario filme que considero como la primera película de la historia de séptimo arte5. Desde entonces ambos sistemas semióticos y artísticos fueron inseparables. Se trataba de contar una historia ficcional y para ello había que recurrir al sistema narrativo existente, el discurso verbal de la novela o el cuento, y transponerlo a otro sistema narrativo no menos eficaz, porque novela y cine, texto narrativo verbal y texto narrativo visual, no son más que dos formas de narrar una historia, por medio del lenguaje verbal la primera y por medio del lenguaje visual, de la imagen, el segundo.

Nuevo cine y nueva narrativa latinoamericana

Cien años de soledad (1967) es el modelo genérico de una nueva forma

de relato, conocida por un barbarismo anglicista para mí innombrable (el

boom), de una innovadora modalidad ficcional que surge con fuerza

extraordinaria en la América de habla hispana: la nueva narrativa latino- americana, definida por su peculiar ficcionalidad híbrida, real-maravillosa o real-fantástica.

Desde los primeros capítulos, en paralelismo con la fundación de Macondo, se entabla en la novela un diálogo entre la sociedad mítica antigua y la modernidad representada por una serie de inventos y novedades tecnológicas, lo que el narrador (1996:23) llamará las máquinas

del bienestar, que irrumpen en ese medio arcaico, el extenso universo

narrativo diseñado por Gabriel García Márquez a lo largo de 20 años, dos décadas en las que este periodista y guionista de cine construye en cuentos, relatos, novelas cortas, reportajes o fragmentos narrativos diversos ese fantástico mundo de ficción que se llamará Macondo.

Metáforas técnicas, comparaciones descriptivas o símbolos alegóricos 5 Sobre este particular puede verse nuestro trabajo (1998).

establecen sugestivas analogías con las tecnologías de la comunicación, los medios audiovisuales convencionales o cibernéticos, analógicos o digitales, que son integrados muy eficazmente en la diégesis de la novela. La fotografía y el cine, la televisión e incluso las redes informáticas como internet son evocadas en el seno de esta ficción neofantástica.

Cuando hace su aparición la peste del insomnio, que contagia inexplicablemente a los habitantes de Macondo, Úrsula hace beber a todos los de la casa un brebaje de acónito que no logrará hacerlos dormir... sino

que estuvieron todo el día soñando despiertos. Es ésta justamente la fórmula

feliz que utilizaron tantos teóricos del cine, desde Roger Odin a Santos Zunzunegui, para explicar la experiencia estética de la recepción cinematográfica. En su sólida construcción teórica de una semiopragmática del cine, Odin recurre a la expresión soñar despiertos para describir la situación más semejante a la que vive el espectador de la proyección fílmica6. El narrador todavía es más explícito al dar cuenta del curioso comportamiento perceptivo de los afectados por el persistente insomnio, desarrollando esta espléndida metáfora del cine: «En ese estado de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros» (pp. 134-135). Es esa la mejor descripción de esa gran fábrica de sueños, como suele conocerse el cine, en el que encontramos la versión plástica y visual de