• No se han encontrado resultados

SEAMOS JUSTOS

In document 19450795-Venga-a-nosotros-tu-reino.pdf (página 32-37)

DEBILIDADES HUMANAS EN EL REINO DE DIOS (I)

SEAMOS JUSTOS

Algunos se escandalizan con facilidad de las debilidades humanas que se manifiestan de forma aislada en la Iglesia. Pero esto demuestra precisamente que sólo se trata de excepciones dolorosas que no destruyen la regla.

No es justo batir los tambores para señalar a los que tropiezan y no darse cuenta de la labor llena de sacrificios de los que guardan su fidelidad. Si la Iglesia tiene su “crónica escandalosa”, tiene a la vez sus actas de martirio, sus páginas resplandecientes de amor heroico a Cristo. Pongamos estos dos extremos en los dos platillos de la balanza y veremos claramente hacia cuál de los dos se inclina.

Muy acertada estuvo la gran escritora SIGRID UNDSET al escribir en una de sus obras, las siguientes líneas: “Hay quienes se interesan más por un sacerdote que rompe su voto que por otros doscientos que lo guardan. La explicación de ello es sencillamente

traidores, porque las comprenden. Lo otro no les interesa, porque no son capaces de ello.” Ved ahí expresado de una forma más delicada lo que dice el refrán castellano: “Piensa el ladrón que todos son de su condición.”

Por tanto, si queremos juzgar con justicia, hemos de proceder como un historiador serio. ¿En qué se manifiesta el verdadero talento del historiador? El historiador profundo no es el que con diligencia de hormiga investiga los más pequeños detalles y, a manera de mosaico, coloca un dato junto al otro, sino el que sabe abarcar con su mirada las épocas y los siglos, y sabe vincular la historia de un pueblo con la historia de la humanidad.

No de otra manera ha de obrar quien desea formarse un concepto exacto de la Iglesia; ha de mirar siempre el conjunto, todo el rostro de la Iglesia, y no solamente las pecas y arrugas que se notan en ella. La Iglesia no pide favoritismo, tan sólo un juicio imparcial.

¿No protestarías con todas tus fuerzas —y con toda razón— si alguien quisiera describirte ante los extraños, enumerando únicamente tus mezquindades y defectos, desde el primero hasta el último? “¿Que tengo defectos?—dirías—. ¿Quién lo puede negar? Mas ¿por qué no mencionas las buenas cualidades que también tengo?”

Es una tarde calurosa de verano... Estoy sentado en mi habitación. Tengo cerradas las ventanas para que el sol no penetre. Pero hay una pequeña rendija, y por ella entra un hilito de luz. ¡Qué extraño! ¡Cuántos millones y millones de moléculas de polvo pululan en ese angosto rayo de luz! Propiamente ni siquiera veo la

luz; no veo más que el polvo. Pero ahí también está la luz. Si no la hubiera, tampoco vería el polvo.

En el vestido de la Iglesia también noto algo de polvo; mas si lo veo es porque la luz lo ilumina. Su esencia no es el polvo; su esencia es la luz...

Además, tengamos en cuenta que lo principal en la Iglesia no son los sacerdotes, ni los religiosos, ni los obispos, sino el mismo Jesucristo. Ellos no son más que instrumentos que utiliza Cristo; no son más que el pincel, y el pintor es Cristo; no son más que el cincel y martillo..., el artista es el mismo Jesucristo.

— ¿Cómo he de creer que la religión católica sea la verdadera, si algunos sacerdotes no viven como deberían vivir? — oímos una y otra vez con ribetes de escándalo—-. Predican la caridad y son egoístas. ¿Cómo así se me puede exigir a mí, simple seglar, que cumpla los diez mandamientos?...

Así se quejan algunos y piensan que tienen razón. Sin embargo...

Hubo un médico que curaba con gran éxito a los diabéticos. Solía prescribir dieta muy rigurosa; todo estaba medido por él, hasta el último gramo, indicando el pan y la cantidad de hidratos de carbono que podía tomar el enfermo; a los pobres pacientes les costaba mucho cumplir sus prescripciones, pero el que las cumplía lograba detener la progresión de su enfermedad y conservar la vida.

El médico también acabó enfermando de diabetes, al principio guardó la dieta rigurosamente, pero poco a poco le fue resultando pesada y la fue mitigando, ahora en una cosa, ahora en otra..., hasta que, por fin, murió. Si el médico murió de diabetes..., ¿cómo voy a creer que aquellas prescripciones eran atinadas? Y, sin embargo, lo eran.

Pesemos que los sacerdotes y los obispos no administran sus propios tesoros espirituales, no los sacan de sus propios caudales, sino de la tesorería de Cristo. Ellos no son más que los canales de la gracia. Que este canal sea de oro o solamente de madera o de plomo, no me importa... Lo que importa es la gracia que pasa por el canal.

—Todo eso es cierto. Lo principal es la savia divina que pasa por el canal. Y el veneno no deja de serlo aun cuando se ofrezca en copa de cristal tallado. Pero también es verdad que el vino más exquisito sabe mejor en copas limpias, cristalinas y transparentes, que en una botella sucia.

Conforme. Precisamente en eso estriba la inmensa responsabilidad de cada cristiano, cuyo peso no dejan de sentir las almas fervorosas, las que sienten según el Corazón de Cristo. Este es el móvil de la maduración espiritual, que no conoce descanso. Responsabilidad nuestra es tratar de ofrecer a los demás el vino puro y exquisito del Evangelio en copas lo más puras y cristalinas posibles.

No obstante, estamos de acuerdo con SAN AGUSTÍN, el gran obispo de Hipona, cuando afirmó hace mil quinientos años dirigiéndose a sus fieles: “Agustín, obispo de la Iglesia católica lleva su carga, y tendrá que dar cuenta de ella a Dios. Si no hago lo que digo, no me sigáis; más no os alejéis de la comunidad católica” (In

ps. 37).

***

“Debilidades humanas en el reino de Dios.” En la faz exterior

de la Iglesia hay manchas por desgracia. Hay cosas reprobables en la actividad de las instituciones eclesiásticas. Hay también debilidades entre los sacerdotes, religiosos, y cristianos en general. Los hay ciertamente.

Pero... ¿señalarme una institución en que no haya personas con imperfecciones? ¿Dónde no haya faltas y mezquindades? ¿Hay en la sociedad humana alguna clase, estrato social u profesión, entre cuyos miembros no haya también personas abyectas, pecadoras y traidoras? ¿Se suele condenar a toda una clase o profesión por la culpa de estas personas? No, ciertamente. Pero esto es precisamente lo que se intenta hacer con el sacer- docio y con la Iglesia; con la institución en que proporcionalmente hay muchos menos tropiezos que en cualquiera otra.

Va por la calle un obrero borracho que grita y alborota... ¿Quién podrá decir en su sano juicio: Ya lo ves; así son los

obreros? Se condena a muerte a un militar por espía... ¿Quién es

el que es capaz de decir: así son los militares? Y si alguien se atreviera a expresar tan frívolo juicio, ciertamente oiría la justa

reprensión: ¿Cómo vas a condenar a toda una clase social por la culpa de un individuo?

Cuando los enemigos de la Iglesia mencionan con satisfacción las defecciones tristes y las dolorosas caídas, hemos de saber que ni la mitad, ni la décima parte de cuanto dicen es verdad, y, aunque hubiere en toda la chismografía un solo caso real, o varios casos, ni aun así nos sería lícito escandalizarnos ni titubear en nuestra fe, sino que con el corazón conmovido deberíamos de arrodillarnos ante el Santísimo Sacramento, ante Cristo ultrajado, y rezar en silencio: “¡Señor Jesús!: Yo quiero compensarte por esta

infidelidad. De ahora en adelante trataré de vivir de manera que sea un consuelo para tu Corazón Sagrado, tan ultrajado.”

CAPÍTULO IV

In document 19450795-Venga-a-nosotros-tu-reino.pdf (página 32-37)