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La arquitectura clasicista

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En el siglo xviii la Ilustración cuestionó todas las instituciones tradicio-nales, cribándolas a la luz de la razón. L’esprit de raison aplicado a la cultura arquitectónica atacó lo que permanecía en sombra desde el siglo xv, es decir, el exacto alcance de las reglas formales del clasicismo, analizando objetivamente los ingredientes del lenguaje corriente y estudiando sus fuentes históricas, o sea, la arquitectura antigua y renacentista. Así se llegó a negar la validez universal de las reglas, colocándolas en una perspectiva histórica correcta, subvirtiendo las bases del propio clasicismo y poniendo fin, tras más de tres siglos, al movimiento fundado en ellas.

Fig. 8. Giovanni Battista Piranesi, Le Carceri d’Invenzione, 1745-1760.

Esta nueva orientación ya se pudo observar en la primera mitad del siglo, mediante un cambio de tono en la producción arquitectónica y el desarrollo de los estudios arqueológicos. La observación de los preceptos canónicos se hizo más rigurosa y el control racional sobre los proyectos, más exigente y sistemático.

La continuidad del lenguaje barroco quedó atenuada en nombre de una creciente tendencia al análisis de cada parte del edificio: frecuentemente se prefirió separar los órdenes arquitectónicos del sistema de muros y poner de manifiesto el entra-mado de columnas y cornisas.

Al mismo tiempo se exigió el más exacto conocimiento de los monumentos antiguos, mediante minuciosos controles directos y no a través de vagas apro-ximaciones. El patrimonio arqueológico, apenas tenido en cuenta en el Renaci-miento, pese al entusiasmo de los humanistas, ahora fue explorado con métodos sistemáticos. Además de las excavaciones de Herculano (1711), del Palatinado (1729), de la Villa Adriana en Tívoli (1734) o de Pompeya (1748), ahora se publicaron las primeras colecciones sistemáticas de planos que no quedaron limitadas a los restos romanos, sino que se buscó el conocimiento directo del arte griego, paleocristiano, etrusco e, incluso, de la prehistoria. De esta forma, la Antigüedad clásica, que hasta entonces había sido considerada como una edad de oro, colocada idealmente en los confines del tiempo, comenzó a ser conocida en su objetiva estructura temporal.

La conservación de objetos antiguos dejó de constituir un entretenimien-to privado para pasar a ser un problema público. El primer museo público de escultura antigua se abrió en Roma en 1732, en Campidoglio; las colecciones vaticanas vieron la luz pública en 1739; las de Luxemburgo, en París, en 1750;

y en 1753 sir Hans Sloane legó a la nación inglesa sus objetos de arte y su casa de Bloomsbury fue abierta al público en 1759, constituyendo el primer núcleo del British Museum.

Todas estas contribuciones, recogidas en la primera mitad del siglo xviii, fueron analizadas y sistematizadas racionalmente por Johann Joachim Winc-kelmann (1717-1768) a comienzos de la segunda mitad. WincWinc-kelmann llegó a Roma en 1755 y su obra principal, la Historia del Arte Antiguo, apareció en 1764.

Por primera vez se propuso estudiar la producción artística de los antiguos tal y como era, objetivamente, y no como era entendida por la moda de cada época, atribuyéndosele el nombre de fundador de la historia del arte. Y al mismo tiempo presentó las obras antiguas como modelos concretos que imitar, hasta convertirse en el teórico del nuevo movimiento: el neoclasicismo.

1.2.1 El historicismo

El periodo entre 1760 y 1830, que para los historiadores de la economía correspondía con la Revolución Industrial, para la historia del arte concernía al neoclasicismo. Las reglas clásicas se mantuvieron como modelos convencionales para los artistas contemporáneos. De este modo, aparentemente nada se alteraba, porque se continuaba haciendo uso de las mismas formas, pero en esencia se

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produjo una auténtica subversión cultural, porque ya no existía frontera entre las reglas generales y las realizaciones concretas, pudiéndose conocer los modelos con toda precisión. La adaptación a estos modelos dependió únicamente de una decisión abstracta del artista. El clasicismo, en el instante en que quedó preci-sado científicamente, se convirtió en una convención arbitraria y se transformó en neoclasicismo.

Esta nueva actitud se extendió rápidamente más allá de las formas clásicas.

Convención por convención, el mismo tratamiento podía ser aplicado a cualquier tipo de formas del pasado: a las medievales, a las exóticas, etc., y producir sus respectivos revivals: el neogótico, el neobizantino, el neoárabe… y así sucesiva-mente. La historiografía anglosajona calificó este movimiento como historicism, que podría traducirse literalmente como historicismo.

La cultura humanista había impuesto dos claras reglas: la unidad de len-guaje y la libertad otorgada a los artistas en el ámbito del propio lenlen-guaje. Estas normas se convirtieron en este momento en contradicciones sin salida. En cierta forma, la unidad del lenguaje parecía garantizada definitivamente, ya que el co-nocimiento objetivo de los monumentos históricos permitía imitar determinados estilos del pasado con la mayor fidelidad posible. Pero fueron tantos los estilos que se encontraban simultáneamente presentes en la mente del proyectista que, en su conjunto, el repertorio historicista resultó completamente discontinuo. Por otra parte, el grado de libertad individual del artista, en algunos aspectos, quedó reducido al máximo, mientras que en otros aumentó desmesuradamente. Para la aplicación concreta de cada estilo fue válido el criterio de la fidelidad histórica.

El artista podía aceptar ciertas referencias, refutarlas o manipularlas, pero al recibirlas del exterior no tuvo margen para asimilarlas a su manera, ya que no se trataban de modelos ideales, sino de ejemplos reales que podían ser conocidos experimentalmente. Pero, en abstracto, el proyectista gozó de una libertad ilimi-tada, porque pudo decidir el estilo que utilizaba.

El historicismo puede considerarse como una especie de reductio ad absur-dum de la cultura renacentista. Pero, al relacionarlo con los cambios económicos y sociales y con su sucesivo desarrollo, el historicismo apareció también como una apertura hacia el futuro, ya que permitió, en función de su abstracción, la adaptación del lenguaje tradicional, en la medida de lo posible, a las nuevas exigencias, así como madurar, entre tanto, las nuevas experiencias que dieron paso al movimiento moderno.

Una consecuencia inmediata del historicismo fue la división de la labor del arquitecto en cometidos diversos. La fractura entre el proyecto y la ejecución se inició en el Renacimiento, en el instante en el que el proyectista se arrogó todas las decisiones dejando para los demás solo la realización material del edificio. Ello no impidió que proyectistas y ejecutores mantuvieran un mutuo entendimiento, puesto que una vez alcanzada una unidad estilística estable, aunque el proyecto no se moldease sobre la ejecución, como sucedía en el Medievo, la ejecución sí que podía modelarse sobre el proyecto, y llegar por otro camino a la misma configuración.

Pero los estilos son, virtualmente, infinitos y en la primera mitad del si-glo xix llegaron a ser, de hecho, innumerables, con lo que los constructores, a menos que se especializaran en construir exclusivamente en un determinado estilo, debieron mantenerse neutrales entre los distintos repertorios y limitarse al trabajo mecánico de traducir determinados diseños en piedra, madera, hierro o ladrillo, sin posibilidad alguna de participación personal en el trabajo.

En síntesis, la arquitectura, que es un hecho de coordinación y de síntesis, quedó disociada en sus elementos, en virtud de los cambios que tuvieron lugar durante la segunda mitad del siglo xviii . En esta transformación influyeron algu-nos motivos comunes con la cultura de la Ilustración: el espíritu de investigación analítico y el convencimiento de que existía un tipo de organización natural de todos los elementos.

La palabra clasicismo abarca una pluralidad de corrientes que entran en relaciones diversas con el desarrollo de la técnica constructiva. El espíritu de la Ilustración, al aplicarse al repertorio de la tradición renacentista, reconocía en aquellas formas dos motivos de validez: la correspondencia con los modelos de la arquitectura antigua, griega y romana, y la racionalidad en las propias formas, en el sentido de que los elementos arquitectónicos tradicionales pudieran ser asimilados a elementos constructivos: las columnas a soportes verticales, los arquitrabes a vigas horizontales, las cornisas a los aleros de los tejados, los tím-panos al encuentro entre dos vertientes de la cubierta, etc.

El progreso de los estudios arqueológicos permitió definir la primera com-paración con la mayor exactitud posible: la Antigüedad clásica dejó de ser una mítica edad de oro, situada en los confines del tiempo, para convertirse en un periodo histórico científicamente estudiado. Así fue posible convertir en datos exactos las reglas elásticas y aproximadas legadas por la tradición. Pero el propio espíritu histórico hizo ver que la antigüedad grecorromana no era más que una etapa como cualquier otra, y se puso en duda el valor normativo que se atribuyó a sus modelos.

Simultáneamente, el progreso de la técnica permitió afinar los razona-mientos constructivos y funcionales. Por ejemplo, la columna se justifica solo si está aislada; el tímpano, únicamente si en realidad tiene un tejado detrás, etc. La correspondencia aproximada entre los elementos constructivos y formales, cosa que hasta ese momento se daba por demostrada, no pudo mantenerse frente a una verificación analítica. El carácter de necesidad que se atribuía a los elementos clásicos no pudo ser sostenido por más tiempo, de manera que, por ejemplo, las cornisas usadas en el interior de las iglesias eran perfectamente absurdas, ya que deberían corresponder a canales en el alero del tejado. Así fue como la legitimidad del antiguo repertorio arquitectónico fue puesto en discusión. La persistencia de las formas clásicas, de los órdenes, debían justificarse, atendiendo a supuestas leyes eternas de la belleza, a razones de contenido, esto es, a la consideración de que el arte debía inculcar las virtudes civiles y, en este sentido, el uso de las formas antiguas permitía recordar los nobles ejemplos de la historia griega y ro-mana, o bien, atribuyendo al repertorio clásico su existencia a causa de la moda o la costumbre.

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1.2.2 La arquitectura utópica

Etienne-Louis Boullée (1727-1799) y Claude Nicholas Ledoux (1736-1806) aparecen frecuentemente como dos arquitectos revolucionarios, innovadores y audaces, aunque en realidad no escaparon de las convenciones académicas. Se les ha atribuido el papel de precursores del movimiento moderno, basado en comparaciones formales de sus proyectos, pero, según criterios históricos, este juicio no resulta válido.

Boullée interpretó la Antigüedad de acuerdo con los ideales laicos y pro-gresistas de la filosofía iluminista. Chateaubriand publicó en 1802 el Génie du Christianisme, donde interpretó el gótico de acuerdo con las tendencias del neocla-sicismo, revalorizándolo al asociarlo al misticismo medieval.

El neoclasicismo no estuvo rígidamente unido a la ideología revolucionaria, aunque se dio el caso de que el arte del tiempo de la revolución y del imperio fuese neoclásico. La utopía urbanística de Boullée y Ledoux estuvo unida a la ideología iluminístico-revolucionaria. Ambos arquitectos, grandes teóricos de la arquitectura neoclásica, pertenecieron al círculo iluminista de la Encyclopédie.

Su reforma de la arquitectura forma parte del proyecto de renovación cultural que precedió a la Revolución francesa. Su contenido ideológico es paralelo y contemporáneo al de David.

Lo antiguo no fue un modelo estilístico, sino un ejemplo moral, el ejemplo de un arte libre de prejuicios religiosos, fundado sobre la conciencia del derecho natural y del deber cívico. Al formalismo estilístico del rococó se oponía el prin-cipio tipológico, es decir, la búsqueda de contenidos inherentes a la forma del edificio, cuya función específica se encuadraba en un sistema de valores: la natu-raleza, la razón, la sociedad, la ley. La ciudad fue el resultado de la coordinación de diversos tipos de construcción: el palacio nacional, el templo, el palacio de justicia, la fábrica, la casa…, cada uno de ellos con su peculiar forma expresaba un significado-función.

Tanto Ledoux como Boullée concibieron la arquitectura como definición de objetos ciudadanos y no como representación de perspectiva y escenografía del espacio. No proyectaron ni representaron el espacio por plantas y secciones, sino por entes volumétricos y en sólidos geométricos, aislando la síntesis de idea y cosa, la forma-tipo por excelencia. El tipo no fue un modelo, sino un esque-ma que tenía la posibilidad de variantes según las necesidades. Por ello, tanto Ledoux como Boullée proyectaron edificios esféricos, como el Albergue para guardias forestales-rurales de Ledoux y el Cenotafio a Newton de Boullée. La propia forma servía para manifestar contenidos diversos. La esfera no tenía en sí misma un especial significado simbólico. Su contenido semántico precedía a su determinación funcional (como puesto de observación y de guardia en Ledoux) y simbólica (como tumba-monumento en Boullée) y era inherente a la esfera como forma acabada y perfecta, como forma típica de la razón y de su importancia central respecto al universo infinito. Estos proyectos se enmarcan dentro de la arquitectura utópica.

La utopía ha formado parte del pensamiento humano desde hace siglos.

Platón, en su obra La República (370 a. C.), fue el primero en diseñar una ciudad utópica, pero no se ocupó de definir al detalle cómo tenían que ser las calles o los edificios de Magnesia. Al contrario, lo importante para él era la relación entre el ser humano y el espacio urbano, dibujando una sociedad idealizada. Tomás Moro (1478-1535) escribió en 1515 Utopía, donde relata la organización ideal de una sociedad asentada en una nación en forma de isla del mismo nombre, cuya perfección se consideraba un objetivo inalcanzable. La utopía se refiere al proyecto, deseo o plan ideal, beneficioso generalmente para la comunidad, que es muy improbable que suceda o que en el momento de su formulación es irrealizable. La arquitectura utópica que plantearon tanto Ledoux como Boullée contenía una base filosófica en la que los edificios diseñados partían de una concepción donde las formas guardaban relación con las ideas de sus habitantes.

Y, además, eran utópicos puesto que con los conocimientos técnicos de la época no se podían llevar a cabo (una vez que se desarrolló el uso del hormigón, esa dificultad quedó superada).

Una de las principales obras diseñada y construida por Claude-Nicholas Ledoux fue la Barrière de la Villette (1785-1789) (figura 9) en París, donde se puso de manifiesto un proceso de disociación y yuxtaposición de las partes. Se trataba de un conjunto de cuarenta y cinco construcciones iguales, situadas a las afueras de París, cuya función práctica fue la de albergar oficinas para el pago del odiado e impopular tributo o impuesto de consumo (octroi), al tiempo que marcaba los límites de la ciudad de París. La construcción se basó en una planta de cruz griega sobre la que se alza un cilindro interior a la manera de Andrea Palladio. Su imponente efecto se fundamentaba en el audaz contraste entre esas dos formas simples, entre macizos y vacíos, entre las ventanas cuadradas del ático y los arcos semicirculares de abajo. En la planta baja, cada fachada consta de ocho pilares toscanos sin basas, con solo unos capiteles rudimentarios que no obedecían a ninguna función práctica, coronados por un entablamento y un frontón triangular. En el centro, arcos de medio punto con dinteles serlianos. El edificio está coronado por una cornisa dórica donde se alternan triglifos y meto-pas. El cuerpo inferior es una simplificación griega, con elementos muy planos:

columnas sustituidas por pilastras. También simplificó los triglifos y las metopas;

los vanos son rectángulos y cuadrados y los arcos de medio punto no están orna-mentados. Como origen, Grecia, pero simplificada en pura geometría. Era una arquitectura con elementos nuevos que proporcionaba propaganda y belleza a la ciudad, realizada con la máxima simplificación. En definitiva, hay una parte de arquitectura de inspiración griega y otra de composición propia. Lo antiguo al servicio de un ideal de progreso. Una edificación que se hizo impopular porque se identificaba la forma con la función.

Entre los proyectos utópicos diseñados por Ledoux, destaca el Albergue para guardias forestales-rurales (figura 10). En el pensamiento de este arquitecto, los edificios debían representar la actividad de sus ocupantes y no su jerarquía social, relacionándose con las profesiones y, consecuentemente, con la educación, ya no con su poder económico. En este proyecto concibió el paisajismo como un

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entorno bello y armonioso, por ello utilizó la forma de esfera, considerada como la forma perfecta. Por su parte, el proyecto de la Casa del Inspector de Aguas o Vigilante del Río (figura 11) tenía una forma cúbica con pórtico y escaleras, un cilindro por donde pasaban las aguas. Estaba situado en el nacimiento del propio río, y era un proyecto integrado en el entorno natural. Era una vivienda y a la vez Fig. 9. Claude-Nicholas Ledoux, Proyecto de la Barrière de la Villette, París, 1785-1789.

Fig. 10. Claude-Nicholas Ledoux, Proyecto del Albergue para guardias forestales-rurales.

tenía una función relacionada con el trabajo, ya que la ocupaba el inspector de aguas, para facilitar el control del agua.

Fig. 11. Claude-Nicholas Ledoux, Proyecto de la Casa del inspector de aguas o Vigilante del río.

De entre los proyectos utópicos llevados a cabo por Etienne-Louis Bou-llée destaca el Cenotafio a Newton (figura 12). El proyecto, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Francia en París, intentaba homenajear a uno de los grandes científicos de la historia. A mediados del siglo xviii, el deseo de honrar a los hombres famosos, especialmente a los escritores y filósofos, en mármoles o bronces perdurables, se manifestó en toda Europa. Se levantaron monumentos a los que habían muerto hacía largo tiempo: a Galileo en la Santa Croce en Flo-rencia (1737); a Shakespeare en la Abadía de Westminster en Londres (1740); a Newton en el Trinity College de Cambridge (1755); o a Descartes en Estocolmo (1780). La práctica de honrar a los hombres de talento con estatuas se mantuvo vigorosa entre los ingleses, emuladores de griegos y romanos, tanto en su estima del talento como en su amor por la libertad. Hacia finales del siglo esta tendencia generalizadora y abstracta fue llevada un paso más allá con el monumento arqui-tectónico y con la erección, o más frecuentemente solo el diseño, de monumentos dedicados tanto a individuos como a ideas generales. Los más notables, en este sentido, fueron los de Isaac Newton, descubridor de un orden en lo infinito y, por tanto, un gran héroe neoclásico. Boullée escribió: «Oh Newton, que gracias a la extensión de tu sabiduría y a tu genio sublime has determinado la forma de la Tierra; yo he concebido la idea de envolverte en tu propio descubrimiento».

El cenotafio de Isaac Newton, realizado por Boullée, presentaba la forma de una gigantesca esfera de ciento cincuenta metros de altura, lo que hubiera convertido ese edificio en el más grande jamás construido hasta entonces. Los cenotafios eran monumentos funerarios que no contenían el cadáver del personaje a quien se dedicaba. Desde el exterior solo se veía la mitad superior de la esfera, porque el

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resto quedaba detrás de unas estructuras anillares perimetrales, adornadas con filas de cipreses acordes al carácter funerario del conjunto, a imitación del mausoleo de Adriano y de Augusto. En el eje inferior se situaba el sarcófago de Newton, en el punto de contacto de la esfera con la tierra. Por dentro estaba hueca y su

resto quedaba detrás de unas estructuras anillares perimetrales, adornadas con filas de cipreses acordes al carácter funerario del conjunto, a imitación del mausoleo de Adriano y de Augusto. En el eje inferior se situaba el sarcófago de Newton, en el punto de contacto de la esfera con la tierra. Por dentro estaba hueca y su

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