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La consagración del rey: un acto sacramental

E L ORDEN POLÍTICO DE LA C RISTIANDAD

II. L OS R EYES Y EL I MPERIO

2. La consagración del rey: un acto sacramental

La tradición de esta liturgia se remonta al tiempo de los reyes de Israel, cuando el profeta Samuel ungió como tal a Saúl (cf. 1 Samuel 10,1 s) y luego a David (cf. ibid. 5,1 s). El hecho es que desde el siglo XI se estilaba la ceremonia de la consagración de los reyes en la mayoría de los países cristianos. Para destacar el carácter sacro de los mismos, la Iglesia elaboró el ritual de su consagración con todo el esplendor y solemnidad posibles. Tres momentos componían

ese rito: el juramento, por el que el pretendiente al trono se comprometía a hacer justicia y proteger a la Iglesia; la elección, anunciada por la autoridad eclesiástica local, ratificada luego por los obispos allí presentes y propuesta finalmente a la aclamación del pueblo; y la unción, momento culminante, que convertía al pretendiente en rey, ungido del Señor .

Ha llegado hasta nosotros un ordo redactado en Reims, bajo el reinado de S. Luis, que ofrece una idea bastante acabada del desarrollo de la ceremonia. En la catedral de dicha ciudad, con sus muros cubiertos de tapices, se había erigido una alta tribuna en medio del crucero. Era domingo. La víspera por la tarde, el pretendiente al trono, recibido solemnemente por el Cabildo eclesiástico, había ingresado a la iglesia, permaneciendo allí en prolongada oración. Al amanecer, tras el canto de las horas del Oficio Divino que correspondían a esos momentos (maitines y prima), los nobles se presentaban junto a las puertas de la catedral. En torno al altar se habían ya ubicado los Arzobispos y Obispos. A las nueve de la mañana el Príncipe hacía su ingreso solemne, seguido por los nobles, al son de las campanas y de la música litúrgica. Una vez instalado en su sitial comenzaba la Santa Misa donde se desplegaba toda la majestad de la liturgia.

Había llegado la hora del juramento. El Príncipe ponía su mano derecha sobre el libro de los Evangelios, y juraba respetar los derechos de la Iglesia, cumpliendo sus mandatos, así como juzgar con equidad y combatir a los herejes. Entonces el Arzobispo se volvía hacia los nobles allí presentes y al resto de la asamblea, que en el espíritu del ceremonial representaba al pueblo entero, solicitándoles su fidelidad y homenaje, de un modo semejante a como el vasallo individual se comprometía a ser fiel a su señor, conforme a lo que dijimos anteriormente. Según se ve, el compromiso de fidelidad entre la nación y su soberano era mutuo.

En el entretanto, se había colocado sobre el altar el cetro, el bastón de mando, la larga y estrecha varita que simbolizaba la administración de la justicia, la espada envainada y la corona; en una credencia, al costado, los zapatos de seda, la

túnica y la capa. Entonces, casi como si fuera un sacerdote que se prepara para la celebración de la Misa, el Príncipe era revestido pieza por pieza: los nobles le ponían los zapatos atándole los cordones, le fijaban las espuelas, y finalmente el Arzobispo le ceñía la espada. Había llegado el momento culminante: el Rey se ponía de rodillas ante el altar, y el Arzobispo, tomando un poco de crisma u óleo consagrado, lo ungía en la frente, en el pecho, en la espalda, en los hombros, y en las articulaciones de los brazos, confiriéndole el vigor que venía del cielo, mientras el coro cantaba la antífona: «Así fue consagrado el rey Salomón». Luego lo revestían con la túnica y la capa, ascendiendo de este modo al trono, con el cetro en la mano derecha y la varita de la justicia en la izquierda, para que lo contemplase y aclamase todo su pueblo, mientras el Arzobispo y los principales nobles del Reino tomaban conjuntamente la corona y la colocaban pausadamente sobre su frente (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 262-263).

Como se decía en aquel entonces con toda naturalidad, el rey era tal «por la gracia de Dios». Esa fórmula, comúnmente aceptada, y que hoya algunos les resulta poco menos que grotesca, implicaba la afirmación del origen divino del poder, al tiempo que denotaba la grave responsabilidad asumida por el gobernante de un pueblo, al cual en cierto modo Dios había no sólo elegido sino también ungido como su vicario en el orden temporal. De esta manera la Iglesia santificaba la autoridad en la persona del rey, y la impregnaba con el espíritu del cristianismo.

Sobre la expresión «Rey por la gracia de Dios», R. Pernoud acota una interesante observación: «Los dos sentidos que esta fórmula tomó son muy reveladores, por su oposición, de la evolución de la monarquía. En boca de S. Luis, ese término es una fórmula de humildad, que reconoce la mano del Creador en las tareas divinas asignadas a sus criaturas; en boca de un Luis XIV, la misma fórmula se convierte en la proclamación de un privilegio de predestinado» (Lumière du Moyen Âge... 261-262).

El gobierno terreno era concebido a imagen del gobierno divino del mundo. Así como el macrocosmos, se decía, es regido incesantemente por Dios en forma monárquica, y el microcosmos –que es el hombre– es gobernado por el alma, simple y una, de modo análogo el corpus politicum es conducido por la autoridad de un único conductor, el monarca, «el ungido del Señor».