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La flecha de la historia

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 147-149)

Después de la revolución agrícola, las sociedades humanas crecieron más y se hicieron más complejas, mientras que también los constructos imaginados que sostenían el orden social se tornaron más refinados. Los mitos y las ficciones acostumbraron a la gente, casi desde el momento del nacimiento, a pensar de determinada manera, a comportarse de acuerdo con determinados estándares, desear ciertas cosas y observar determinadas normas. Por lo tanto, crearon instintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva. Esta red de instintos artificiales se llama «cultura».

Durante la primera mitad del siglo XX, los expertos enseñaban que cada cultura

era completa y armoniosa, y que poseía una esencia invariable que la definía para siempre. Cada grupo humano tenía su propia visión del mundo y su propio sistema de disposiciones sociales, legales y políticas que funcionaba de manera tan regular como los planetas que giran alrededor del Sol. Según esta concepción, las culturas abandonadas a sus propios recursos no cambiaban. Simplemente seguían avanzando al mismo ritmo y en la misma dirección. Solo una fuerza aplicada desde el exterior podía cambiarlas. Así, antropólogos, historiadores y políticos se referían a la «cultura samoana» o a la «cultura tasmana» como si las mismas creencias, normas y valores hubieran caracterizado a los samoanos y los tasmanos desde tiempo inmemorial.

En la actualidad, la mayoría de los expertos de la cultura han llegado a la conclusión de que es justo lo contrario. Toda cultura tiene sus creencias, normas y valores, pero estos se hallan en un flujo constante. La cultura puede transformarse en respuesta a cambios en su ambiente o mediante la interacción con culturas vecinas. Sin embargo, las culturas también experimentan transiciones debido a sus propias dinámicas internas. Incluso una cultura completamente aislada que exista en un ambiente estable desde el punto de vista ecológico no puede evitar el cambio. A diferencia de las leyes de la física, que carecen de inconsistencias, todo orden creado por el hombre está repleto de contradicciones internas. Las culturas intentan constantemente reconciliar dichas contradicciones, y este proceso impulsa el cambio.

Por ejemplo, en la Europa medieval la nobleza creía a la vez en el cristianismo y en la caballería. El noble iba a la iglesia por la mañana y oía al sacerdote predicar la vida de los santos. «Vanidad de vanidades —decía el sacerdote—, todo es vanidad. Riquezas, lujuria y honor son tentaciones peligrosas. Debéis elevaros por encima de ellas, y seguir los pasos de Jesucristo. Sed humildes como Él, evitad la violencia y la extravagancia, y si os ofenden ofreced simplemente la otra mejilla.» Al volver a casa,

sumiso y pensativo, el noble vestía sus mejores sedas e iba a un banquete en el castillo de su señor. Allí el vino fluía como el agua, el trovador entonaba canciones sobre Lanzarote y Ginebra, y los invitados intercambiaban bromas subidas de tono y sangrientos relatos bélicos. «Es mejor morir —declaraban los barones— que vivir con deshonor. Si alguien cuestiona vuestro honor, solo la sangre puede borrar el insulto. ¿Y qué cosa hay mejor en la vida que ver cómo tus enemigos huyen ante ti, y que sus lindas hijas tiemblan a tus pies?»

La contradicción nunca se resolvió por entero. Pero mientras la nobleza, el clero y los plebeyos trataban de resolverla, su cultura cambió. Un intento de remediarla desembocó en las Cruzadas. Mientras participaban en la cruzada, los caballeros podían demostrar su bravura militar y su devoción religiosa de un solo golpe. La misma contradicción promovió órdenes militares como los Templarios y los Hospitalarios, que intentaron mezclar los ideales cristianos y caballerescos de manera todavía más firme. También fue responsable de una gran parte del arte y la literatura medievales, como los relatos del rey Arturo y del Santo Grial. ¿Qué fue Camelot sino un intento de demostrar que un buen caballero puede y debe ser un buen cristiano, y que los buenos cristianos son los mejores caballeros?

Otro ejemplo es el orden político moderno. Desde la Revolución francesa, las personas de todo el mundo han llegado gradualmente a la convicción de que la igualdad y la libertad individual son valores fundamentales. Sin embargo, estos valores son contradictorios entre sí. La igualdad solo puede asegurarse si se recortan las libertades de los que son más ricos. Garantizar que todo individuo será libre de hacer lo que le plazca es inevitablemente una estafa a la igualdad. Toda la historia política del mundo desde 1789 puede considerarse como una serie de intentos de reconciliar dicha contradicción.

Quien haya leído una novela de Charles Dickens sabe que los regímenes liberales de la Europa del siglo XIX daban prioridad a la libertad individual, aunque ello

supusiera llevar a la cárcel a familias pobres e insolventes y dar pocas opciones a los huérfanos como no fueran las de incorporarse a las escuelas de raterillos. Quien haya leído una novela de Alexandr Solzhenitsin sabe que el ideal igualitario del comunismo produjo tiranías brutales que intentaban controlar todos los aspectos de la vida cotidiana.

La política estadounidense contemporánea gira también alrededor de esta contradicción. Los demócratas quieren una sociedad más equitativa, aunque ello signifique aumentar los impuestos para financiar programas de ayuda a los pobres, a los ancianos y a los enfermos. Pero esto transgrede la libertad de las personas para gastar su dinero como quieran. ¿Por qué ha de obligarme el gobierno a comprar un seguro de enfermedad si yo prefiero utilizar el dinero para hacer que mis hijos vayan a la universidad? Los republicanos, en cambio, quieren maximizar la libertad individual, incluso si ello implica que la brecha de ingresos entre ricos y pobres aumente todavía más y que muchos norteamericanos no puedan permitirse la

asistencia sanitaria.

De la misma manera que la cultura medieval no consiguió casar la caballería con el cristianismo, el mundo moderno no logra casar la libertad con la igualdad. Pero esto no es un defecto. Estas contradicciones son una parte inseparable de toda cultura humana. En realidad, son los motores de la cultura, responsables de la creatividad y el dinamismo de nuestra especie. Así como cuando dos notas musicales discordantes que se tocan juntas obligan a una pieza musical a avanzar, la discordancia en nuestros pensamientos, ideas y valores nos fuerzan a pensar, reevaluar y criticar. La consistencia es el campo de juego de las mentes obtusas.

Si las tensiones, los conflictos y los dilemas irresolubles son la sazón de toda cultura, un ser humano que pertenezca a cualquier cultura concreta ha de tener creencias contradictorias y estar dividido por valores incompatibles. Esta es una característica tan esencial de cualquier cultura que incluso tiene nombre: disonancia cognitiva. A veces se considera que la disonancia cognitiva es un fracaso de la psique humana. En realidad, se trata de una ventaja vital. Si las personas no hubieran sido capaces de poseer creencias y valores contradictorios, probablemente habría sido imposible establecer y mantener ninguna cultura humana.

Si, pongamos por caso, un cristiano quiere comprender realmente a los musulmanes que asisten a la mezquita situada calle abajo, no debe buscar un conjunto de valores prístinos que todos los musulmanes estimen. En lugar de ello, debe profundizar en las paradojas y las contradicciones de la cultura musulmana, aquellos lugares en los que las normas están en conflicto y los criterios en liza. Es exactamente el punto en el que los musulmanes titubean entre dos imperativos donde mejor los comprenderemos.

In document Sapiens – Yuval Noah Harari (página 147-149)