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LA LECCIÓN DE LA PÉRDIDA.

In document Lecciones de Vida-Elizabeth Kubler (página 35-47)

EKR.

Un estudiante de psicología que estaba terminando la carrera se debatía interiormente debido a la pérdida que supondría la muerte de su abuelo, el cual había contribuido a su educación y estaba gravemente enfermo. Según dijo, parte de su conflicto residía en la decisión de aplazar su último año de estudios para pasar más tiempo con él. Pero también se sentía impelido a terminar la carrera en aquel momento, porque estaba aprendiendo mucho sobre la vida.

-Lo que estoy aprendiendo ahora en la facultad -explicó-, me está ayudando de verdad a crecer como persona.

-Si quieres crecer como persona y aprender, debes darte cuenta de que el universo te ha matriculado en un curso de posgrado de la vida llamado «pérdida» -le respondí.

Al final perdemos todo lo que tenemos; sin embargo, lo que de verdad importa no se pierde nunca. Nuestras casas, coches, empleos y dinero, nuestra juventud e incluso nuestros seres queridos son sólo un préstamo. Como todo lo demás, nuestros seres queridos no nos pertenecen. Pero esta realidad no tiene que entristecernos, sino todo lo contrario, pues nos permite valorar más las múltiples y maravillosas experiencias y cosas de las que disfrutamos durante nuestra vida en este mundo.

Si la vida es una escuela, la pérdida es, en muchos aspectos, la asignatura más

importante del programa de estudios. Cuando sufrimos una pérdida, experimentamos también el cariño que nuestros seres queridos (y a veces incluso los desconocidos) sienten por nosotros en nuestros momentos de necesidad. Una pérdida es un vacío en nuestro corazón, pero es un vacío que reclama más amor y que nos permite albergar el de los demás.

Llegamos a este mundo sintiendo la pérdida del útero de nuestra madre, aquel mundo perfecto que nos había creado. Somos arrojados a un lugar en el que no siempre nos alimentan cuando tenemos hambre y en el que no sabemos si nuestra madre volverá a nuestro lado cuando se aleja; un lugar en el que nos gusta que nos sostengan en brazos, pero donde, de repente, nos dejan sin más. Donde a medida que crecemos perdemos a nuestros amigos, cuando ellos o nosotros nos mudamos, y a nuestros juguetes, cuando se rompen o los extraviamos, y donde también perdemos el campeonato de béisbol. Donde tenemos nuestros primeros amores, pero los perdemos. Y la lista de pérdidas no ha hecho más que empezar. Durante los años siguientes, perdemos profesores, amigos y los sueños de la infancia.

Todas las cosas intangibles, como los sueños, la juventud y la independencia, al final se desvanecen o terminan. Todas nuestras pertenencias son sólo un préstamo. ¿Acaso fueron alguna vez verdaderamente nuestras? Nuestra realidad en esta tierra no es

permanente; tampoco lo son nuestras propiedades. Todo es temporal. La permanencia es imposible, y al final aprendemos que no hallaremos la seguridad en el intento de

conservarlo todo ni rehuyendo la experiencia de la pérdida.

La verdad es que, no nos gusta ver la vida desde esta perspectiva. Nos gusta fingir que siempre gozaremos de la vida y de las cosas que hay en ella. Y no queremos

enfrentarnos a la última pérdida que viviremos: la muerte misma. Es curioso ver cómo fingen muchos familiares de enfermos terminales cuando llega el final. No quieren

hablar de la pérdida que están sufriendo y mucho menos comentarlo con los seres queridos que van a morir. El personal de los hospitales tampoco quiere explicar nada a los pacientes. ¡Qué iluso por nuestra parte creer que las personas que se acercan al final de su vida no son conscientes de la situación! ¡Y qué absurdo creer que eso los ayuda! Más de un paciente terminal ha mirado a sus familiares y les ha dicho con severidad: «No intentéis ocultarme que me estoy muriendo. ¿Cómo podéis no hablar de este hecho? ¿No os dais cuenta de que todo ser viviente me recuerda que estoy muriendo?» Los moribundos saben lo que van a perder y comprenden su valor. Son los vivos los que, con frecuencia, se engañan a ellos mismos.

DK.

Aprendí sobre la pérdida cuando me desperté en plena noche retorciéndome de dolor. En cuanto lo sentí, comprendí que era grave. Aquel dolor abdominal era mucho más que un dolor de estómago corriente. Visité a mi médico, que me recetó un antiácido y me indicó que hiciera un seguimiento del problema. Tres días más tarde, un jueves, el dolor había empeorado y el médico decidió efectuar un examen más minucioso. Me

ingresaron en el hospital durante todo un día para hacerme unas pruebas, incluyendo endoscopias del intestino grueso superior e inferior que le permitieran comprobar si algo en mi tracto gastrointestinal iba mal.

En la sala de recuperación el médico me explicó que habían descubierto un tumor que obstruía parcialmente la parte superior de mi intestino.

-¿Tendré que operarme? -pregunté alarmado.

-He efectuado una biopsia y la he enviado al laboratorio -respondió-. Lo sabremos el lunes.

Aunque sabía que era tan probable que el tumor fuera benigno como maligno, mi mente y mis emociones volvieron a mi padre, quien había fallecido de un cáncer de colon. Durante aquellos cuatro días insoportables en que esperé los resultados de las pruebas, lamenté la pérdida de mi invulnerabilidad juvenil, de mi salud e incluso de mi vida. El tumor era benigno, pero los sentimientos de pérdida de aquellos días fueron muy reales. La mayoría de nosotros nos resistimos y luchamos contra las pérdidas que

experimentamos a lo largo de nuestra vida, y no comprendemos que la pérdida es vida y la vida es pérdida. La vida no puede cambiar y nosotros no podemos crecer si no existe la pérdida. Un antiguo dicho judío dice que si bailas en muchas bodas, llorarás en muchos funerales. Eso significa que si estamos en muchos comienzos también

estaremos en muchos finales. Si tenemos muchos amigos, sentiremos muchas pérdidas. Si creemos que hemos sufrido grandes pérdidas es sólo porque hemos recibido muchas bendiciones durante la vida. Las pérdidas que experimentamos pueden ser grandes o pequeñas, desde la muerte de uno de nuestros padres a no encontrar un número de teléfono. Y también pueden ser permanentes, como ocurre con la muerte, o temporales, como cuando añoramos a nuestros hijos mientras estamos de viaje de negocios. Hay cinco etapas que describen la forma en que reaccionamos frente a cualquier pérdida, no sólo ante la muerte. Estas etapas pueden aplicarse a todas nuestras pérdidas, ya sean grandes o pequeñas, permanentes o temporales. Supongamos que un hijo nuestro nace ciego. Experimentaremos una sensación de pérdida profunda y reaccionaremos de una de las siguientes maneras:

Negación: «Los médicos dicen que no puede seguir los objetos con la mirada, pero dadle tiempo y cuando crezca lo hará.»

Rabia: «¡Los médicos tendrían que haberlo sabido! ¡Nos lo tendrían que haber dicho antes! ¿Por qué Dios nos ha hecho esto?»

Negociación: «Podré soportarlo siempre que pueda aprender a cuidar de sí mismo cuando sea mayor.»

Depresión: «Es terrible. Su vida estará tan limitada...»

Aceptación: «Nos enfrentaremos a los problemas conforme surjan. Y, a pesar de todo, podrá disfrutar de una buena vida llena de amor.»

Supongamos por otro lado, y desde un punto de vista más superficial, que se nos cae una lente de contacto. Podríamos responder a la pérdida de estas formas:

Negación: «¡No puede ser que la haya perdido!»

Rabia: «¡Maldita sea, tendría que haber sido más cuidadoso!»

Negociación: «Prometo que, si la encuentro, seré más cuidadoso en el futuro.»

Depresión: «¡Estoy tan triste por haberla perdido...! Ahora tendré que comprar otra.»

Aceptación: «No pasa nada. Tenía que perder una tarde o temprano. Encargaré otra por la mañana.»

No todo el mundo pasa por estas cinco etapas cuando experimenta una pérdida. Las reacciones no siempre ocurren en el mismo orden y podemos experimentar alguna de ellas en más de una ocasión. Sin embargo, sufrimos muchas pérdidas y de muchas maneras, y siempre respondemos de una u otra forma ante ellas. Gracias a las pérdidas, adquirimos experiencia en este tipo de situaciones, tras lo cual estamos más preparados para enfrentarnos a la vida.

Sintamos lo que sintamos cuando perdemos algo o a alguien, será exactamente lo que tenemos que sentir. Nunca debemos decirle a alguien: «Ya has experimentado la

negación durante bastante tiempo, ahora debes sentir rabia» ni nada parecido, porque no sabemos cómo ha de ser el proceso de sanación de las otras personas. Las pérdidas se sienten como se sienten. Nos hacen sentir vacíos, desvalidos, paralizados, inútiles, rabiosos, tristes y temerosos. No queremos dormir o bien queremos dormir

continuamente; no tenemos apetito o queremos comer todo lo que encontramos.

Podemos ir de un extremo a otro o pasar por todas las etapas intermedias. Experimentar cualquiera de estas sensaciones, o todas, forma parte del proceso de sanación.

Quizá lo único cierto respecto a la sensación de pérdida es que el tiempo lo cura todo. Por desgracia, la sanación no siempre es un proceso directo, no es como la línea ascendente de un gráfico que nos transporta de forma rápida y suave a la integridad, sino como una montaña rusa: subimos hacia la integridad y de repente nos hundimos en la desesperación; parece que vamos hacia atrás y entonces avanzamos, y después nos parece que retrocedemos al principio. Eso es la sanación. Es seguro que sanaremos y que volveremos a sentirnos completos. Quizá no recuperemos lo que hemos perdido, pero sanaremos. Y en un determinado momento de nuestro viaje por la vida,

descubriremos que nunca tuvimos realmente, del modo que creíamos, a la persona o la cosa por cuya pérdida nos lamentamos. Y también comprobaremos que siempre la tendremos, aunque de un modo distinto.

Aspiramos a sentirnos completos. Esperamos poder conservar a las personas y las cosas exactamente como son, pero en el fondo sabemos que no es posible. La pérdida es una de las lecciones más difíciles de la vida. Intentamos que nos resulte más fácil

revistiéndola de un aire romántico, pero el dolor de la separación de algo o alguien a quien queremos es una de las experiencias más duras que podamos vivir. La ausencia no siempre nos hace más cariñosos. A veces nos hace sentir más tristes, solitarios y vacíos.

Del mismo modo que no hay bien sin mal ni luz sin oscuridad, no hay crecimiento sin pérdida. Y aunque pueda parecer extraño, tampoco hay pérdida sin crecimiento. Ésta es una idea difícil de comprender, y quizá por eso siempre nos sorprende.

Algunos de los mejores maestros en esta materia son padres que han perdido a sus hijos debido al cáncer. Al principio dicen que esta experiencia es el fin de su mundo, lo cual es comprensible. Años más tarde, algunos dicen que han crecido gracias a aquella tragedia. Como es lógico, habrían preferido no perder a sus hijos, pero su pérdida les ha ayudado de unas formas que no esperaban. Aprendieron que «es mejor’’ amar y haber perdido que no haber amado nunca». Lo cierto es que, en general, no cambiaríamos la experiencia de amar y perder a nuestros seres amados por la de no haberlos tenido nunca.

Si sólo miramos por encima nuestra vida y las pérdidas que hemos experimentado, puede resultar difícil comprobar que hemos crecido, pero crecemos. Las personas que han experimentado pérdidas, a la larga se hacen más fuertes y más completas.

Cuando alcanzamos cierta edad solemos perder pelo, pero nos damos cuenta de que lo que hay en nuestro interior es cuando menos tan importante como nuestro exterior. Cuando nos jubilamos ganamos menos, pero gozamos de mayor libertad.

Cuando nos hacemos viejos perdemos independencia, pero recibimos parte del amor que dimos a los demás.

A menudo, cuando sufrimos la pérdida de lo que poseemos en esta vida, nos

lamentamos, pero después descubrimos que somos más libres y que nuestro destino era viajar por este mundo ligeros de equipaje.

A veces, cuando las relaciones se terminan, descubrimos quiénes somos, no en relación con las otras personas, sino con respecto a nosotros mismos.

Debemos perder algunas cosas o capacidades para que nos demos cuenta de cuanto valoramos lo que nos queda.

Cuando pensamos en la pérdida en general, pensamos en grandes pérdidas como la de un ser amado, la vida, la casa o el dinero. En las lecciones de la pérdida, no obstante, descubrimos que en ocasiones las cosas pequeñas de la vida se convierten en las más grandes. Ahora que mi vida está confinada a una cama de hospital en el salón de mi casa y a una silla colocada a su lado, me siento agradecida por no haber perdido algunas de las cosas que casi todos damos por seguras. Con la ayuda de una silla retrete, al menos puedo hacer mis necesidades yo sola. No poder ir al baño o bañarme yo sola constituiría para mí una terrible pérdida. En la actualidad me siento muy agradecida de poder seguir haciendo estas cosas por mi misma.

La pérdida de nuestros seres queridos debido a la muerte es sin duda una de las

experiencias más desgarradoras que podemos vivir. Sin embargo, algunas personas que han perdido a alguien por un divorcio o una separación dicen, con todos los respetos, que la muerte no es la pérdida máxima. Según ellos, la separación de aquellos a quienes amamos por una razón distinta a la muerte, es una de las separaciones más difíciles. Saber que la otra persona sigue con su vida y no poder compartirla con ella causa mucho más dolor y hace que la decisión de continuar sea mucho más difícil que en el caso de la separación permanente debida a la muerte. Al fin y al cabo, encontramos nuevas maneras de compartir la existencia de aquellos que han fallecido puesto que viven en nuestro corazón y en nuestra memoria.

De los moribundos hemos aprendido cosas interesantes sobre la pérdida, y los que han estado clínicamente muertos pero han regresado a la vida nos han enseñado lecciones claras y comunes a todos ellos. La primera es que ya no tienen miedo a la muerte. La segunda, que ahora saben que la muerte sólo consiste en despojarse del cuerpo físico, igual que nos deshacemos de un traje cuando ya no lo necesitamos. La tercera, que recuerdan haber experimentado, al morir, un sentimiento profundo de plenitud y de unión con todo y con todos y ningún sentimiento de pérdida. Por último, dicen que no estaban solos, que siempre había alguien con ellos.

Un hombre de unos treinta años me contó que su mujer lo había abandonado de forma inesperada. Se sentía totalmente desolado. Mientras me hablaba de la angustia que experimentaba, levantó la vista y me dijo:

-¿El sentimiento de pérdida es esto? Muchos amigos míos han perdido a seres queridos debido a separaciones, divorcios e incluso la muerte. Estaban tristes y me decían que lo pasaban mal, pero yo no tenía ni idea de cómo se sentían. Ahora que lo sé, querría dirigirme a ellos y decirles que lo siento, que no sabía por lo que estaban pasando. »Ahora he crecido y soy mucho más compasivo. En el futuro, cuando un amigo sufra una pérdida, me comportaré de un modo totalmente distinto y le daré todo mi apoyo. Estaré disponible para él de maneras en las que nunca había pensado y comprenderé el dolor por el que estará pasando como nunca antes imaginé.

Éste es uno de los objetivos por los que experimentamos pérdidas en nuestra vida. Las pérdidas nos unen, nos ayudan a profundizar en la comprensión mutua, nos permiten relacionarnos de un modo que ninguna otra lección de la vida nos ofrece. Cuando estamos unidos en una experiencia de pérdida, nos preocupamos los unos de los otros y nos relacionamos de un modo nuevo y más profundo.

La única cosa que resulta tan difícil como sufrir una pérdida es vivir en la incertidumbre de si va a suceder o no. Los enfermos dicen a menudo: «¡Desearía mejorar o morir!» o «Los días de espera para saber los resultados de las pruebas son insoportables.»

Una pareja que intentaba recomponer su relación se quejaba: «La separación nos está matando. Ojalá pudiéramos hacer funcionar nuestra relación o darla por terminada definitivamente.»

En ocasiones la vida nos obliga a vivir en la incertidumbre, sin saber si

experimentaremos o no el sentimiento de pérdida. A veces tenemos que esperar durante horas para saber si la operación ha ido bien, unos días para conocer los resultados de las pruebas o un período indeterminado de tiempo mientras algún ser querido se enfrenta a su enfermedad. Otras veces, cuando un niño se pierde, nos vemos obligados a

experimentar la incertidumbre durante horas, días, semanas o períodos más largos. Las familias de los soldados que han desaparecido en combate viven con angustia la

situación. Muchas de ellas siguen sin haberlo superado décadas más tarde, y puede que no lo hagan hasta que sepan, de forma definitiva, si han muerto o han sido rescatados. Pero también es posible que esa información no les llegue nunca. Norteamérica sufrió el dolor de la incertidumbre cuando la avioneta de John F. Kennedy hijo se dio por

desaparecida durante unos días. El gobierno local, el estatal y el federal utilizaron todos los recursos de los que disponían para averiguar lo que había ocurrido v porque el país necesitaba un final.

Experimentar la incertidumbre de una pérdida es, en sí mismo, una pérdida. No importa cuál sea el resultado de la situación, porque constituye igualmente una pérdida a la que debemos sobreponernos.

DK.

Recuerdo bien a mi padre, su rostro vivaz, sus ojos brillantes, su cálida sonrisa y su reloj de pulsera de oro con la correa negra que parecía formar parte de su brazo. Siempre los recordaré juntos, y mi padre sabía que a mí siempre me había gustado su reloj. *

Hace unos años, mi padre se estaba muriendo, y yo me encontraba junto a su cama. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas y le dije que no sabía cómo despedirme de él.

-Yo tampoco sé cómo despedirme de ti -respondió mi padre-. Pero sé que tengo que hacerlo. Tengo que despedirme de ti y de todo lo que siempre he amado, desde tu rostro a mi casa. Ayer por la noche incluso miré por la ventana y me despedí de las estrellas. Toma mi reloj -me dijo mientras señalaba su muñeca.

-No, papá, siempre lo has llevado puesto.

-Sin embargo, ha llegado el momento de que le diga adiós y de que lo lleves tú. Desabroché el reloj de su muñeca con suavidad y lo coloqué en la mía. Mientras lo miraba, mi padre me dijo: -Tú también tendrás que despedirte de él algún día. Pasaron los años y yo nunca olvidé aquellas palabras. El reloj siempre ha sido para mí un recuerdo agridulce de la temporalidad de la vida. Apenas me lo quito. Hace cosa de un mes tuve un día agitado en el trabajo. Al salir me fui al gimnasio con un amigo.

Después me duché y me fui a casa. Estuve trabajando en el jardín, volví a ducharme y me vestí para salir. Aquella noche, al acostarme, me di cuenta de que no llevaba el reloj. Durante los días siguientes lo busqué por todas partes.

Experimenté de forma simultánea la pérdida del reloj, que con tanta intensidad representaba a mi padre y mi infancia, y la lección de la pérdida que él me había

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