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LEYENDA DE LAS DOS ESTATUAS DISCRETAS

Vivió un tiempo en unas dependencias de la Alhambra un hombrecillo llamado Lope Sánchez, jardinero feliz como un saltamontes, que se pasaba el día cantando. Era el alma, la vida de la fortaleza; cuando acababa de trabajar tomaba asiento en uno de los bancos de piedra de la explanada, rasgueaba la guitarra y cantaba coplas en honor del Cid, de Bernardo del Carpio, de Hernando del Pulgar y de otros héroes españoles, cosa que encantaba hasta la emoción a los soldados veteranos de la fortaleza. En otras ocasiones cambiaba el tono y se iba, más alegre, a los boleros y fandangos que tanto gustaban de bailar las muchachas.

Como suele ser común en los hombres bajitos, Lope Sánchez tenía por esposa a una mujerona que podía habérselo metido tranquilamente en la bolsa de su delantal; pero, contra lo que es corriente en los pobres, su prole era escasa; tanto, que sólo alcanzaba al primer hijo, o hija, mejor dicho, que por los días en que transcurre esta historia tenía doce años. Sanchica, la llamaban, y era una niña de ojos muy vivos y muy negros, de tan buen carácter como su padre, que se desvivía por ella. Mientras Lope cuidaba de los jardines, Sanchica retozaba a su lado, bailaba al son de la guitarra, y en la compañía del padre corría y saltaba como un cervatillo por los claustros entonces en ruinas de la Alhambra.

Fue la víspera de San Juan y la gente ociosa de la Alhambra, hombres, mujeres y niños, se dirigió de noche al Cerro del Sol, que se alza sobre el Generalife, para pasar allí la noche de fiesta. Era una noche apacible, despejada y con la nítida luz de una luna que plateaba las cúspides de las montañas y arrojaba sombras sobre las cúpulas y los campanarios de la ciudad, haciendo de la vega una suerte de país de las hadas con arroyos igualmente plateados que refulgían en su discurrir por el bosque oscuro. También los que vivían en las aldeas vecinas acudían a pasar la noche de San Juan en las colinas y en los cerros de la comarca, y encendían hogueras que en la vega y alrededor de las faldas de las montañas llameaban pálidamente bajo el imperio de la luz de la luna. En el Cerro fueron muchos los que pasaron la noche con gran alegría, bailando a los sones de la guitarra de Lope Sánchez, un hombre especialmente feliz cuando se celebraban fiestas populares, de las que era el rey indiscutible. Mientras bailaban y cantaban los vecinos, Sanchica y unas amigas se alejaron hasta las ruinas de un antiguo bastión morisco que coronaba la montaña. Allí se pusieron a recoger piedrecillas del suelo, y en el foso se encontró Sanchica una pequeña mano de azabache con el puño cerrado y el dedo pulgar asegurando el puño, un bonito adorno... Feliz por su hallazgo, corrió Sanchica hasta donde se encontraba su madre para enseñárselo; naturalmente, la pequeña mano de azabache se convirtió al momento en objeto de admiración y de conversaciones de aquellas buenas gentes, aunque todos contemplaban el adorno, un colgante, con cierta prevención supersticiosa.

-Tira eso todo lo lejos que puedas –dijo uno–; es un amuleto moro y te traerá mala suerte porque es maléfico...

-No hagas caso –dijo otro–; llévalo mañana al Zacatín y verás qué bien te lo pagan...

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En ésas estaban cuando se acercó al corrillo un veterano que había servido en África, de tez semejante a la de un moro, y tomó la mano de azabache para examinarla con mucha atención.

-He visto muchas iguales entre los de la berbería –dijo al fin–; tiene poderes contra el mal de ojo y toda clase de hechicerías y encantamientos. Enhorabuena, amigo Lope, porque tu hija será bienaventurada en adelante...

Nada más oír aquellas palabras, la mujer de Lope ató la manita de azabache a una cinta y la colgó del cuello de su hija.

Aquel talismán, como lo llamaron todos después de escuchar al soldado, incitó leyendas moriscas en la imaginación de las gentes. Se acabó así la danza, se sentaron en grupos y se pusieron a contar leyendas que se habían ido refiriendo las familias del lugar de generación en generación. Algunos de aquellos cuentos hablaban de maravillas que ocurrieron en el mismo cerro donde celebraban la festividad de San Juan, historias, por lo demás, en las que se aseguraba que allí moraban distintos duendes. Una vieja lugareña se entretuvo con mucho deleite haciendo la descripción fabulosa del palacio subterráneo que decía se hallaba en las entrañas del cerro y en el que estaban enterrados Boabdil y sus cortesanos.

-Entre aquellas ruinas –decía la comadre señalando con su dedo unas murallas desmoronadas y unos terraplenes– hay un pozo muy hondo que baja y baja hasta el propio corazón de la roca... ¡No me atrevería yo a mirar por su brocal aunque me diesen todo el dinero que hay en Granada! Hace muchos años, tantos que ya no se sabe cuándo pasaron, un pobre pastor de la Alhambra, que solía llevar su rebaño a esa parte de la montaña, bajó al pozo para salvar a un cabritillo que se le había caído... Salió espantado, contando tales cosas que todos creyeron que se había vuelto loco... Y en verdad que no hacía más que desvariar desde aquel día; tenía los ojos que parecía que se le iban a saltar y contaba que veía fantasmas, los fantasmas moros del pozo que le habían perseguido... Nadie podía convencerlo de que llevara de nuevo su ganado a la montaña, pero un día cedió, lo hizo y no se le volvió a ver... Ramoneaban sus cabras por las ruinas moras mientras varias partidas lo buscaban... Sólo encontraron, cerca del pozo, su sombrero y su capa... De él, ni rastro.

La pequeña Sanchica oyó aquel relato con suma atención, sin tomar aliento... Era de naturaleza muy curiosa y de inmediato sintió la necesidad de asomarse al pozo maldito... Se alejó sin que la vieran las otras niñas, marchó hacia las ruinas, y después de caminar a tientas por aquellos oscuros parajes, dio con una hoya cerca de la ceja de la montaña, donde se inicia el declive que conduce al valle del Darro. Justo en el centro de la hoya estaba el brocal del pozo.

Se adelantó Sanchica y miró hacia abajo, pero nada pudo ver porque estaba oscuro, negro como la pez, y sugería una profundidad espantosa. Sintió que se le helaba la sangre entonces y dio unos pasos atrás, dispuesta a alejarse; pero pudo más la tentación, se aproximó de nuevo, se asomó otra vez... Y volvió a retirarse. Así varias veces. El mismo miedo que le inspiraba el hoyo deleitaba la curiosidad de la niña. Al fin se armó de valor y acercó una piedra grande, con los manos y con los pies, hasta el pozo. La dejó caer. Todo fue silencio durante un buen rato; al cabo, oyó Sanchica que la piedra chocaba contra la roca, y que rebotaba de un lado a otro haciendo el mismo ruido que los truenos... Un rato más y oyó que caía en el agua para que de nuevo se hiciera un silencio absoluto. No duró mucho. Tuvo la niña la sensación de que algo cobraba vida en el interior del pozo; primero fue un murmullo, que subía como el zumbido de una colmena, y después

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un auténtico clamor, para concluir en abierta confusión de voces de una muchedumbre distante, alzada en armas... Y clarines y tambores... Parecía como si la tierra albergara en sus entrañas un ejército dispuesto a entrar en combate.

Ni llorar podía la pequeña Sanchica de tanto miedo como sentía y corrió hasta sus padres... Ya se habían ido del cerro, y con ellos todos los demás. Se consumían las hogueras, apenas salía de ellas una débil espiral de humo; tampoco había hogueras en las colinas próximas, ni en sus faldas, ni en la vega; todo parecía en calma. Temerosa, gritó la niña para llamar a sus padres y a sus amigas, pero no obtuvo respuesta. Corrió para bajar del cerro, cruzó los jardines del Generalife, llegó a la alameda de la Alhambra, y tomó entonces asiento en un banco de piedra, en un bosquecillo apartado, para recobrar el resuello. Dieron las doce de la noche en la torre de la fortaleza y la tranquilidad era absoluta. Parecía dormir la naturaleza toda, salvo una escondida corriente de agua que semejaba afanarse en susurrar su presencia bajo los árboles de ramas que se entrelazaban en el aire. Cansada, arrullada tan dulcemente por el rumor del agua, se iba quedando dormida Sanchica cuando la puso en alerta un resplandor que se veía en la distancia... Era una formación de guerreros moros que marchaban por la falda de la montaña y por las frondosas alamedas, armados unos con lanza y escudo, otros con cimitarras y hachas, y todos con sus corazas de las que parecía extraer relámpagos la luz de la luna. Piafaban los caballos, pero sus cascos, como si estuvieran forrados con fieltro, no alteraban el silencio de la noche. Tampoco hablaban los jinetes, inmóviles en sus monturas y pálidos como la propia muerte. Iba entre ellos, cabizbaja y ausente, también a caballo, una hermosa joven de largas trenzas rubias, con pendientes y corona engastados en perlas. Su palafrén enjaezado en terciopelo verde bordado en oro precedía a un séquito de cortesanos, igualmente mudos pero vestidos ricamente y tocados con turbantes de todos los colores. Y en medio, montando un airoso caballo de batalla, el rey Boabdil luciendo su corona de brillantes y su manto claveteado de joyas.

Reconoció de inmediato Sanchica a Boabdil el Chico por su barba gris, pues lo había visto en los retratos del Museo del Generalife. Sus ojos, asombrados y admirados ante la comitiva real que tan silenciosamente iba dejando atrás la arboleda, y aunque sabía bien que el rey, y sus cortesanos y sus guerreros, tan pálidos, espectrales y silenciosos, no eran de este mundo sino una aparición mágica, lo contemplaba todo sin miedo, segura del influjo del misterioso talismán, de la mano que colgaba de su cuello.

La cabalgata pasó al fin, mas Sanchica, al instante, la siguió en su marcha hacia la Puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par; los centinelas, viejos e inválidos, dormían profundamente tumbados en los bancos de piedra de la barbacana, acaso bajo los efectos de un hechizo, y la procesión fantasmal pasó siempre en silencio, en actitud triunfal, con sus banderas y estandartes desplegados. Siguió la niña caminando tras la cabalgata. Y grande fue su sorpresa cuando así llegó, tras la cabalgata, hasta un hoyo en el suelo que se extendía más abajo de los cimientos de la torre; valiente, Sanchica siguió caminando por aquel paso subterráneo y a no mucha distancia de la entrada vio veinte o treinta escalones hechos en la dura roca, por los que siguió hasta acceder a un pasaje abovedado, con lámparas de plata de cuya luz se desprendía una muy agradable fragancia. Siguió caminando Sanchica, cada vez más entusias- mada con lo que iba descubriendo, y así llegó a un gran salón abierto en el mismo seno de la montaña, amueblado a la usanza árabe, con todo el lujo y

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esplendor, repleto de candelabros de plata y de cristal. Vio en una cómoda otomana a un anciano con los ojos entornados, de largas barbas y con un báculo en una mano que parecía a punto de caérsele, y a su lado a una hermosa española, con una diadema de brillantes y una lira de plata en las manos. Recordó entonces Sanchica la leyenda tantas veces oída de la princesa goda encerrada en el corazón de una montaña por un sabio árabe al que la cristiana dormía con las mágicas notas de su lira. Mas también el fantasma vio a Sanchica, maravillándose de encontrarse con un ser mortal en el salón encantado.

-¿Es acaso la noche de San Juan? –preguntó a la niña. –Sí –dijo Sanchica.

-Entonces, esta noche, y sólo por esta noche, queda deshecho el conjuro que me hechizó –dijo la cristiana exhalando un suspiro–. Como tú, niña, soy cristiana; pero así como tú eres libre, yo me veo sometida por toda la eternidad a un poder mágico. Toca estos grilletes que me tienen presa con tu talismán mágico y seré libre al menos por unas horas.

Abrió entonces la princesa su vestido y mostró a la niña un ancho cinturón de oro y una cadena también de oro, que pendiendo del cinturón terminaba en sus tobillos presos. No dudó Sanchica en poner su manita mágica de azabache sobre el cinturón y cayó de inmediato al suelo la cadena. El ruido de la cadena despertó al anciano, que se incorporó en el diván frotándose los ojos; pero punteó levemente la princesa cristiana las cuerdas de su lira y de nuevo volvió a caer el viejo en duermevela, y de nuevo parecía a punto de caérsele el báculo.

-Toca ahora su báculo con tu talismán —pidió la princesa a la niña.

Lo hizo Sanchica y el anciano cayó entonces en un sopor profundo y el báculo se le fue de la mano al suelo con estrépito. Acercó la princesa cristiana su lira a la frente del viejo sabio que la tenía hechizada, y haciendo vibrar las cuerdas de su instrumento delicioso comenzó a implorar con voz muy sentida:

-¡Oh, espíritu de la armonía, esclaviza sus sentidos hasta que luzca de nuevo el sol del nuevo día!

Después, dirigiéndose a Sanchica con la voz muy dulce, le pidió:

-Sígueme, bondadosa niña, y podrán así contemplar tus ojos la Alhambra, no la de hoy, sino la Alhambra que fue en tiempos de gloria... Tu mágico talismán te permitirá ver encantamientos que ni soñados verías...

Sanchica siguió silenciosa a la dama, que la llevó rápidamente por la entrada hasta la Puerta de la Justicia, y después a la Plaza de los Aljibes, que es como decir al campo que hay en el interior de la fortaleza. Todo estaba lleno de tropas moriscas, de infantes y de jinetes armados, en formación de escuadrones y con sus banderolas desplegadas. En el portal, la escolta real y los esclavos negros llevados de África empuñaban sus cimitarras, todos en absoluto silencio. Sanchica pasó por entre las filas de guerreros sin el menor temor, siguiendo siempre los pasos de la princesa cristiana; mas no pudo por menos que sorprenderse al entrar en el soberbio palacio, a pesar de que tan bien lo conocía por haber jugado allí desde sus primeros años. La luna llenaba de luz los salones, los patios y los jardines como si fuera luz diurna, pero todo presentaba un aspecto muy distinto al que de común veía Sanchica. No estaban ahora raídas las paredes forradas de seda de los aposentos, ni había telarañas en el techo, sino riquísimas sedas de Damasco; además, los arabescos y las molduras doradas ofrecían todo el esplendor de su antigua belleza; los salones, en lugar de la desnudez pobre que Sanchica veía a diario, tenían divanes y otomanas bordados con las más finas perlas del Oriente; manaban los surtidores en las fontanas de los patios y había

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actividad en las cocinas, en las que docenas de espectros preparaban no menos espectrales viandas, aves fantasmagóricas... Veía Sanchica ir de un lado a otro a la servidumbre con bandejas de plata llenas de dulces y de exquisitos bocados; todo lo más propio, en fin, para un festín real.

En el Patio de los Leones, guardias y alfaquíes hacían su ronda, como en los más prósperos años del imperio musulmán, y Boabdil ocupaba su trono en la Sala de Justicia rodeado de su corte y empuñando un cetro que sólo habría de durarle aquella noche en que la libertad y la quimera vencían los conjuros del embrujamiento. Seguía sin dejarse sentir una sola voz, ni una sola palabra, no obstante aquella multitud allí congregada; nada alteraba el silencio de la noche, sólo roto por el rumor del agua en las fuentes, lo que hacía más impresionante, más solemne, cuanto podía contemplarse.

Sanchica, igualmente muda, pero de asombro, seguía en todo momento a la princesa cristiana, y así llegó al portal que conduce a las galerías abovedadas abiertas bajo la Torre de Comares; allí, a cada lado del portal, se alzaba la figura de una ninfa esculpida en alabastro con la cabeza vuelta hacia un lado y la vista fija en el mismo punto. Se detuvo entonces la princesa hechizada, y apretando contra su pecho a Sanchica, le dijo:

–Aquí está el gran secreto que voy a revelarte, para darte así las gracias por tu valor y tu fidelidad... Estas dos estatuas que, discretas en su actitud, aquí ves, guardan un tesoro oculto en este paraje desde tiempos inmemoriales por un rey moro; dile a tu padre que se fije en la dirección que señalan los ojos de las ninfas y se convertirá en el hombre más rico de Granada. Bastarán tus manos inocentes, llevadas por la gracia del talismán que posees, para adueñarte del tesoro. Pero deberás pedirle a tu padre que no malgaste esa fortuna, y que emplee parte de su riqueza en rezar misas por mi alma, para que pueda liberarme de este diabólico hechizo que me posee.

Tras decir estas palabras llevó la dama a Sanchica hasta el Jardín de Lindajara, apartado del pasaje que guardaban las estatuas. La luna se reflejaba sobre las aguas de la fuente solitaria que hay en el centro del jardín y expandía su luz amable sobre los naranjos y los limoneros. La princesa cristiana arrancó de un seto una rama de mirto, hizo con ella una corona y la puso en la cabeza de la niña.

–Que te sirva esta corona –le dijo– como recuerdo de lo que te he revelado y como testimonio de la verdad de mi secreto. Llega ya mi hora y he de regresar al salón encantado... No me sigas ahora, si no quieres que caiga sobre ti la malaventura... ¡Adiós, linda niña! No olvides el favor que te he pedido... Decid misas por la salvación de mi alma...

Mientras pronunciaba sus últimas palabras, la dama se adentraba por un oscuro corredor a través del cual fue hasta el paso subterráneo que había bajo la Torre de Comares. Sanchica no volvió a verla.

El viento llevó entonces desde el valle del Darro el canto del gallo, pues asomaba un rayo de sol, aún débil, por las montañas del Oriente. El viento agitaba las ramas de los árboles y con no menos fuerza sacudía las puertas y las hojas de las ventanas de los abandonados salones en ruinas de la Alhambra. Volvía Sanchica a los lugares que poco antes contemplara encantados, libres ahora de la presencia espectral de Boabdil y su corte. El ocaso de la luna alumbraba galerías y salas, que ya no tenían, empero, el luminoso esplendor con que las habían visto los ojos de la hija de Lope Sánchez; ahora, los murciélagos,