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MALOS AUGURIOS

In document NO SE SI HE SIDO CLARO (página 44-50)

He conocido infinidad de toreros y sé que todos son muy supersticiosos. Pero ninguno como Manolo Fermín Ordóñez, "El Cortijo", apodado así por su baja estatura. Es por eso que nunca podré olvidar su rostro, aquella mañana de domingo, cuando lo encontré desayunando en el restaurante del hotel Martorell Mayorga, en Lima, Perú.

Tan sólo una vez, años antes, lo había visto así. Fue en una oportunidad en Zaragoza, cuando, a la hora de la verdad, debió confesarle a "Pequeñajo" (un miura del tamaño de la Cibeles), que era adoptivo.

A Manolo se lo veía demacrado y macilento, más que lo habitual. Era un joven de expresión casi anciana y nadie hubiese acertado su edad (apenas 23 años), bajo el desgaste lógico de todo aquel que cada quince días juega su vida frente a los pitones de un toro. Mantenía siempre el ceño fruncido, con ese gesto propio de los vascos, de tanto recibir en los ojos el reverbero del sol sobre sus gaitas. Su boca era un tajo a la sombra de la nariz pronunciada y la barba teñía con un tono verduzco las mandíbulas. Debía afeitarse cada dos horas, de lo contrario invadía las mejillas sumidas el crecimiento de unos pelos duros como púas. En las faenas, solía afeitarse entre toro y toro: si no lo hacía, al reaparecer en el ruedo solían confundirlo con otro.

No era común en él la palabra. Hablaba sólo un puñado de ellas durante la temporada taurina y algo más en el receso del verano.

Lo ponía locuaz el alcohol, pero como era abstemio, muy pocas veces se manifestaba. Solía charlar bastante, eso sí, luego de comer guiso de habas con salchichón colorado, comida que lo sumía en una suerte de embriaguez. Por eso me sorprendió encontrarlo tomando una manzanilla cortada con un cuajo de leche. Nunca bebía el día de una corrida. Manolo estaba solo en el restaurante desierto y, a pesar de ser las ocho de la mañana, ya se había puesto el traje de luces. A veces, incluso, dormía con él.

Desde el día anterior lo veía preocupado a Manolo. Quizás era porque sabía a ciencia cierta que en la corrida de aquella tarde se jugaba muchas cosas. Venía de una mala temporada en España, donde había sido corneado en ocho oportunidades en una misma tarde, desafortunada tarde, en las corridas de San José, en Valencia, y era consciente de que un buen espectáculo en el ruedo de Lima podría brindarle la posibilidad de un buen contrato en Perú. Quizás su desasosiego obedecía a que conocía a su primer toro de aquella tarde. Era una bestia enorme y negra como una carroza fúnebre, viciada de mañas y maligna. Le llamaban "Monaguillo", era crédito de las ganaderías de don Piñón Corcuera y paraba en la pieza 307 del mismo hotel Martorell Mayorga.

No obstante, no quise preguntarle nada a Manolo. Sabía que se adentraba en sí mismo las horas previas a toda corrida, como concentrándose en la lid cercana. Por eso me sorprendió cuando, con un gesto austero, me invitó a tomar asiento junto a él.

—Oye Gringo —me dijo—, he soñado algo horrible.

Lo miré fijamente, pensando que tal vez terminaría allí su confesión.

—Yo estaba en el ruedo —prosiguió, no obstante— en el trance de matar. Recuerdo que el toro era roano, alto de patas, de lomo y morrillo enormes y agresivo como pocos. Yo esperaba su arremetida y el bicho se me venía. Me enganchaba con uno de sus cuernos por la ingle y me arrojaba hacia arriba, como aquella vez que me cogió "Machaquito". Yo daba unas vueltas en el aire y, al caer, el toro me ensartaba una de sus astas en el vientre, me hacía girar y otro de los pitones me perforaba el cuello, rajándome luego el pecho hasta vaciarme la arteria femoral. Ya en el suelo, yo sentía que el bicho me ensartaba por la espalda, bajo el omóplato, me revoleaba por los aires y me estrellaba contra el burladero, donde yo daba con la nuca. Nadie venía en mi ayuda, todos miraban. El toro volvía sobre mí y me pisaba la cabeza con sus pezuñas, como quien baila por peteneras. Yo hacía esfuerzos por salir del trance, pero el animal volvía a incrustarme los pitones en el pecho y así, empalado, me paseaba por todo el perímetro de la arena, ante la ovación del público. Antes de despertarme, veía los chorros de sangre, mi sangre, empapando a la gente, a los banderilleros, la banda de música, el palco presidencial. La sangre brotaba y brotaba e iba cubriendo primero la arena, luego las gradas. Al final, la plaza toda era un enorme plato hondo, una olla repleta de sangre. . . mi sangre tibia. . .

Manolo quedó en silencio. Lo miré y vi que transpiraba. Las últimas palabras las había pronunciado con voz casi inaudible, como en un rezo.

—¿Hay algo que te inquiete? —le pregunté. Manolo tomó un sorbo enérgico de su bebida.

—Creo que se trata de una premonición —musitó.

—¿Qué te hace pensar eso? —le pregunté, procurando disipar su angustia. —No sé —confesó—, pero hay algo en ese sueño que no me gusta.

—No deja de ser un sueño.

—Sí. Pero el torero era yo. Me reconocí por la cara.

—¿Y qué piensas?—le dije. Su expresión se había tornado más adusta.

—Pienso en la corrida de esta tarde. —¿Porqué?

—El toro del sueño era "Monaguillo" —afirmó, cerrando un puño.

—Oye, Manolo. . . —reí, procurando aflojar la tensión— .. . todos los toros son iguales. Comprendí, al punto, que aquél no era un argumento valedero para un diestro.

—Sí —asintió— . . . pero éste tenía grabado en el lomo un número: 307.

Era el número de la habitación que compartía la bestia con su cuidador, don Piñón Corcuera.

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—Creo que no es mi día —concluyó, elevando su copa.

—¡Vamos, hombre, ánimo! —lo alenté, dándole una palmada en el hombro.

Mi golpe hizo estrellar su cetrino rostro contra el cristal, que se quebró, hiriéndolo largamente en la nariz. Un surtidor fino de sangre manchó la mesa.

—Perdona —atiné a decirle. No había sido mi intención. Manolo no se inmutó casi, sacó un pañuelo de un bolsillo de su chaqueta y lo oprimió sobre su nariz.

—Es que hubo algo más —prosiguió su relato, sin advertir mi confusión— . . . cuando desperté de aquella pesadilla, completamente sobresaltado, el

corazón me latía como a punto de reventar y tenía la garganta reseca. En la oscuridad manoteé el vaso con agua que siempre dejo sobre la mesita de luz y, sin quererlo, golpeo la imagen sagrada de Santa Miguela Rosa de Tenerife, patrona de las Olivicas, que siempre llevo conmigo desde que me la regaló un convicto a cadena perpetua recluido en la penitenciaría de Badalona. La estatuilla cayó al suelo y se hizo polvo; tú sabes, estaba esculpida sobre un turrón de Jijona.

Manolo quedó en silencio, abismado.

—Hace seis años que me acompañaba —agregó luego, siempre con la voz distorsionada por el trapo que le apretaba la nariz.

—Oye, Manolo —comencé, procurando ser convincente—. Eres un torero experimentado. Comprendo que seas algo afecto a las cabalas, los amuletos y las supersticiones. Pero no llegues al punto de que cualquier cosa te desaliente en el momento de salir al ruedo. Si nos empeñamos, podemos hallar signos negativos en todo cuanto nos rodea. Pero un hombre maduro como tú, razonable, con la experiencia que te han dado cientos de corridas, no puede atemorizarse frente al primer indicio de mala suerte que se le cruce.

Manolo no me miraba, sus ojos permanecían clavados en un punto abstracto y, de tanto en tanto, contemplaba el pañuelo con que procuraba detener la hemorragia de su nariz.

—Por otra parte —procuré usar sus mismos argumentos— tú bien sabes que hay formas de contrarrestar los malos efluvios.

Manolo no me contestó, desplegó con curiosidad el pañuelo, mirando las manchas de sangre y dijo:

—Mira. Ha formado una cruz.

En efecto, caprichosamente, las gotas rojas se habían cruzado sobre la seda del pañuelo. No le di importancia y proseguí.

—Tú tienes que conocer más de un conjuro para alejar los malos augurios.

—Por supuesto —por primera vez en el rostro de Manolo se esbozó una sonrisa—, aquí mismo, bajo la mesa, he prendido una vela a la virgen de la Macarena.

Me sonreí también. Manolo parecía tranquilizarse. Pero, de pronto, su rostro se crispó. Miré en la dirección en que él miraba y vi a don Piñón Corcuera entrando al comedor seguido por "Monaguillo". Sin duda alguna nos habían visto pero fingieron no haberlo hecho. Preparador y bestia optaron por quedarse junto al mostrador del amplio salón. Pero Manolo no soportó lo tenso del momento.

—Me voy —me dijo, levantándose. —Vamos —lo secundé.

—Llévame la vela —me dijo en voz baja— no quiero que me vean con ella.

Disimuladamente, me metí bajo la mesa y algo me me estremeció: la vela estaba apagada. Sobre su cilindro de cera, todavía tibio, y en torno a su pie, había aún gotas de sangre húmeda. La sangre que había escapado por la herida en la nariz de Manolo, al caer, la había apagado.

No quise inquietar más a Manolo. Le conté lo de la vela, pero diciéndole que, sin duda, no era de buena calidad.

Si bien aquella fatídica mañana no ocurrió nada más, consideré atinado acompañar a Manolo en un corto paseo por el parque que circundaba el hotel, para aplacar los nervios y distender los músculos. También me pidió que lo hiciera, don Gustavo Alchorría, consejero y casi padre espiritual de Manolo. Don Gustavo Alchorría era hombre de puro linaje taurino, minucioso conocedor de las historias privadas de los más famosos estoques españoles e, incluso, había sabido mezclarse en encierros y novilladas, capote en mano. En verdad, su suerte de torero se había frustrado una tarde de marzo, en Pamplona, cuando, convertido en espectacular "espontáneo", saltó a la arena en el mismo momento en que ejecutaba su faena Marcial Faustino Barajas "Fontanero II".

Don Gustavo no tuvo suerte ya que cayó con tan mala fortuna sobre la arena que se fisuró malamente un tobillo, lo que le impidió escapar con la velocidad suficiente de la carga de Marcial, quien, exasperado y molesto, lo molió a puntapiés hasta que pudo ser apartado por los banderilleros, monosabios picadores, un conjunto de furcados portugueses y hasta la banda municipal de Pamplona. Desde aquel malogrado intento, don Gustavo Alchorría mostraba una acentuada renguera, por lo que me pidió que fuese yo quien acompañase a su protegido en el paseo, aduciendo el agobio del calor imperante y la dificultad de su paso dolido. Nunca pude negarme a un pedido de don Gustavo. No debe olvidarse que don Gustavo fue maestro de Palomo Linares y de Fidel Badanes "El Piturrito", para ser más preciso, maestro de Química y Contabilidad, materia esta última en que Palomo (según contaba el propio don Gustavo) era una calamidad, lo que lo ha llevado en más de una corrida a torear más o menos toros que los indicados.

Lo cierto es que nos dispusimos a salir a caminar con Manolo, tras un frugal almuerzo. Pero en las mismas puertas del hotel, sobre la vereda de la calle nos esperaba otra sorpresa: extendidas cuan largas eran sus alas, muerto, yacía un petrel negro de las islas Gdón, enclavadas en las mismas aguas que bañan las costas de Alaska. Confieso que nos sobresaltamos. El ave en cuestión pesa alrededor de 97 kilos y sus alas desplegadas pueden rozar los cuatro metros quince. Los pocos viandantes que circulaban por la calle a esa hora debían cruzar a la otra vereda para continuar la marcha.

¿Cómo habría ido a dar allí un pájaro propio de latitudes tan distantes?

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migraciones.

—Oye, es bastante común —procuré explicarle a Manolo—, a mí también me ha sucedido que, viajando, me diese sueño. Y lo que es más riesgoso, conduciendo mi coche. Pero, claro, yo he tenido la precaución de detenerme a la vera del camino y echarme una siesta. Cosa que no ha tenido en cuenta este pobre animal que ha venido a reventarse la cabeza aquí mismo. Se entiende, son especies de instinto muy fuerte, pero poco inteligentes.

Nada de esto pareció calmar a Manolo. Le noté una palidez atemorizante y como a punto de devolver la comida. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió a su habitación.

Una hora después me encontré, vagando sin rumbo por uno de los pasillos del piso cuarto, a Francisca, mujer de Manolo, a quien llamaban "La Parca" por ser, también, de pocas palabras.

—Le diré a Manolo que no toree hoy —me dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. Son demasiadas cosas que se juntan. Son demasiados anuncios del Destino.

—¿Dónde está él ahora? —le pregunté, cambiando la conversación. —En su habitación, rezando.

Sabía que Manolo era muy devoto. Había improvisado en uno de los placares de su cuarto un modesto altar, con una imagen de la Virgen del Interinato, patrona de los choferes de coches de alquiler. Allí, arrodillado sobre el cajón inferior, donde habitualmente guardaba su ropa interior, oraba largamente, perdido su rostro entre las manos y su cabeza entre sacos y corbatas de hechura a mano. Pensé que aquello sería bueno para él, un bálsamo de fe entre tanta circunstancia funesta que parecía empeñada en agrietar su moral. Abandonó su habitación cuando ya el coche de don Gustavo se hallaba en la puerta del hotel, dispuesto para partir hacia la plaza de Miraflores. Advertí su aspecto cadavérico y sus ojos enrojecidos.

—¿Mejor? —me atreví a consultarlo.

—El escapulario —me dijo. Miré hacia su pecho, allí faltaba el habitual escapulario que siempre pendía de su cuello mediante un cordel, atesorando un puñado de pelos de la cola de "Mariquita", el primer toro que Manolo había matado.

—¿Qué pasó? —le dije.

—Se me quemó —su voz era un hilo—, estaba rezando, inclinado, y tomó fuego de una de las velas. Casi me abraso la cara.

Advertí algunos hirsutos pelos de la barba, chamuscados. A Manolo se lo veía más macilento que nunca, casi traslúcido y, tal vez, resignado.

Ahora, a la distancia, comprendo que no debimos dejarlo torear aquella tarde a Manolo Fermín Ordóñez. A pesar de mi sajona resistencia a creer en maleficios y premoniciones, debo admitir que lo de ese día fue demasiado.

Llámese Dios, o un algo superior, le había concedido al diestro más advertencias que las que, habitualmente, suele dispensar.

Lo cierto es que Manolo toreó esa tarde como pocas veces lo había hecho. Fue eficaz, sobrio y elegante. Fino en los pases y, a la hora de matar, exacto. Se ganó el

aplauso del público y el reconocimiento de los jueces. Pero no pudo escapar a una espantosa insolación que lo devolvió al hotel desvariando, con un dolor de cabeza inflexible, chuchos de frío y una tenaz diarrea que lo tuvo sin regresar a los ruedos por dos meses. Obviamente, el contrato no se firmó, la repercusión de su faena se desvaneció pronto y debió volver a España sin nada de dinero en sus bolsillos.

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