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2. Marco Teórico

2.9. El Yo

Siguiendo esta lógica, para la presente propuesta de investigación es necesario definir cómo se entiende el Yo. Desde la psicología cultural expuesta por Bruner (1991) se parte de una tensión recurrente frente a la concepción del hombre que se da entre lo

biológico y lo cultural. Lo biológico es evidente, visible, material, dispuesto de antemano y

no requiere de un esfuerzo humano para ponerse en funcionamiento; lo cultural, por el contrario, es un dominio complejo, difícil de analizar, particularmente porque estamos sumidos en este, y de esta manera resulta difícil atribuirle a este los efectos que causa.

Al abordar esta tensión, Bruner (1991) reconoce que lo biológico es innegable, pero se refiere a la cultura como “prótesis que nos permiten trascender nuestras limitaciones biológicas” (p. 52). Desenvolvernos en sistemas culturales implica: el lenguaje y los discursos, la lógica, la narrativa y los patrones de vida comunitaria. Sus efectos, a pesar de ser en ocasiones difíciles de evidenciar, van mucho más allá de una simple aplicación de la cultura como una herramienta.

La “psicología cultural” que propone retomar para abordar esta tensión, es entendida como “un sistema mediante el cual la gente organiza su experiencia,

conocimiento y transacciones relativos al mundo social” (Bruner, 1991, p. 53). El autor retoma diferentes elementos de la psicología popular, contenida en la psicología cultural, para hacer más clara su propuesta. En primer lugar, que las experiencias son organizadas por los hombres haciendo uso de términos intuitivos como desear, creer, querer, importar, es decir, en significados particulares que permiten establecer relaciones entre las cosas que no necesariamente corresponden al mundo objetivo. También se retoma la postulación de

“un mundo fuera de nosotros que modifica la expresión de nuestros deseos y creencias”

(Bruner, 1991, p.57) este mundo fuera cumple una doble función: por un lado, es el contexto en donde se sitúan los actos, y por otro, proporciona materia prima para el actuar.

A partir de la relación interno-externo, Bruner (1991) propone tres dominios a analizar. Particularmente conocidos son el primero y el tercero: un dentro y un afuera. En el primero encontramos al “Yo como agente que opera con conocimiento del mundo y

deseos” (Bruner, 1991, p. 58) y en el tercero no tenemos poder alguno, es el dominio de la naturaleza. En medio de esto, en el segundo dominio, se encuentran todas las interacciones y transacciones entre construcciones particulares de cada persona, en contextos situados, con las construcciones ajenas y lo desconocido.

Si hablamos del Yo como una experiencia directa o esencial, resulta un constructo inalcanzable. La reflexión sobre el Yo, para cada persona, es una reconstrucción de diferentes dimensiones de su experiencia que responde a un proceso “top down” de esquematización que nos aleja de su esencia. Por el contrario, lo que se construye frente a esta reflexión es un yo conceptual, el cual surge de las creencias, deseos, recuerdos y

percepciones particulares que se entrelazan en lo que se llama el Yo (Bruner, 1991). Este, al igual que otros conceptos, tiene una dirección de “adentro hacia afuera”, es decir: se

enmarca en el primer dominio al que se refiere Bruner (1991).

A pesar de que es posible aproximarnos a un Yo, “la acción humana no podría explicarse por completo, ni de forma adecuada en la dirección de dentro hacia afuera”

(Bruner, 1991, p. 115). Vista solamente desde el primer dominio, la acción humana carece de sentido, es necesario que se sitúe en un marco más amplio, un continuo. Dentro de este continuo caben la dimensión histórica, institucional, cultural, social, económica, entre otras, pero particularmente la relación con otro, con quien se pone en juego de manera particular ese contexto donde se sitúa la acción. Así es en la relación con el otro, en un contexto particular, a través de las interacciones y las transacciones (en el segundo dominio referido) donde las acciones cobran sentido y el estudio del Yo puede aproximarse adecuadamente a la complejidad referida (Bruner, 1991).

Para esto es necesario acudir a otra conceptualización del Yo: en este caso un Yo en el medio, entre lo interno y lo externo, con partes en ambos dominios, pero nunca exclusivo de uno de estos. Bruner (1991) acude a la metáfora del conocimiento distribuido de Roy Pea y David Perkins, en donde el conocimiento de una persona no se encuentra solo en lo que sabe sino en lo que puede consultar, en lo que ha escrito, en lo que está a su alcance obtener, para definir un Yo “distribuido” que se encuentra fragmentado en la sociedad (contexto) en la que se desenvuelve. Hace parte del Yo Distribuido la imagen que tienen los otros del Yo, la manera en que los pares lo narran, los documentos donde se hace referencia a este, etc.

El Yo Distribuido se establece en la relación entre el Yo y el Otro Generalizado a través del diálogo. Al igual que el conocimiento, el Yo se encuentra, también, en todas las relaciones que puedo establecer con los otros que hagan referencia a dicho Yo. La potencia de esta concepción de Yo se fundamenta en la construcción colectiva de una realidad que es negociada con otros (p. 115) y al poner en diálogo nuestro dominio interno con el de los demás llegamos a acuerdos sobre lo “real”.

Asimismo, a partir de las interacciones de diferentes contextos, los Yoes se

construyen de diferentes maneras. Gergen (1969) citado por Bruner (1991), se refiere a los estudios sobre autoestima y auto concepto que revelan cómo las interacciones particulares con el contexto pueden modificar radicalmente estos dos constructos y la manera en que se viven particularmente. Una persona puede narrar un yo de autoridad, experiencia, sabiduría en un contexto donde interactúa con otras personas más jóvenes alrededor de temas de su experticia; sin embargo: al cambiar el contexto a uno en el cual él es el novato, joven y con poca experiencia, también cambia la narración del auto concepto y la autoimagen hacia una

rebajada, sometida, humilde. Si buscáramos acercarnos a un Yo Esencial o “real”, esta aproximación resulta más pertinente, ya que aborda por partes las diferentes expresiones del Yo de acuerdo a las interacciones y los contextos.

Los colegios o instituciones educativas en particular son un espacio propicio para poner en juego estas construcciones, este es un espacio idóneo para realizar transacciones y negociaciones que ponen en juego la construcción de un Yo, que no es solamente en sí mismo sino también en los ojos de los demás.

Abordar el Yo equivale entonces a abordar un entramado de narraciones

distribuidas de manera no uniforme en las interacciones sociales en diferentes niveles y dimensiones, ninguna por sí sola será suficiente. Estas narraciones por ser de inmensa complejidad no tienen como condición ser fieles a la verdad ya que, como se ha dicho antes, tienen parte en el dominio interno y parte en el dominio externo. En medio de la acción de narrarse, el Yo como narrador se imprime a sí mismo “como un bosquejo”

(Bruner, 1991, p. 119), como parte de la historia misma y referenciando constantemente al presente.

El Yo como producto de la narración, según David Polonoff (1987, citado por Bruner, 1991), no corresponde de ninguna manera a una cosa fija e inmodificable en el tiempo, tampoco busca que sea ajustada a la “realidad” sino lograr que sea “coherente, viable y apropiada” tanto interna como externamente. Es evidente, de nuevo, la importancia del segundo dominio en el que las transacciones ocurren en medio de lo individual y lo colectivo, lo privado y lo público, lo subjetivo y objetivo (si así le queremos llamar) y cómo desde ahí se busca un equilibrio que tenga un sentido adecuado en los otros dos dominios.

Dentro de estas narraciones se pueden dar diferentes maneras de construir lo que se entiende como el Yo, no solamente en términos de contenido, sino de forma. La

complejidad de esta forma de construirse en la narración se evidencia en la cita de Schafer (s.f):

Estamos siempre contando historias sobre nosotros mismos. Cuando contamos estas historias a los demás, puede decirse, a casi todos los efectos, que estamos realizando simples acciones narrativas. Sin embargo, al decir que también nos contamos las mismas historias a nosotros mismos, encerramos una historia dentro de otra. Esta es la historia que hay de un yo al que se le puede contar algo, otro que actúa de audiencia y que es uno mismo o el yo de uno. [...] Desde este punto de vista, el yo es un cuento. De un momento a otro y de una persona a otra este cuento varía en el grado que resulta unificado, estable y aceptable como fiable y válido a observadores informados (Schafer, s.f., citado por Bruner 1991, p. 121).

Las maneras de narrar, entonces, pueden ir en diferentes direcciones involucrando directa o indirectamente actores entre los que cabe el propio Yo desde la narración de sí mismo. No solo le hablamos a los otros, sino a nosotros mismos, nos hablan de nosotros mismos y hablamos de nosotros mismos como si fuéramos otros. De esta manera, y por medio de las diferentes narraciones, se construye un yo de afuera hacia adentro, de adentro hacia afuera y del pasado al presente, todos igualmente válidos sin importar que tan cercano a la realidad sea, pero siempre con una coherencia y un sentido que no sea disruptivo en ninguna de las dimensiones.

Para entender el Yo es importante entonces comprender la manera en que funcionan las maneras de narrar, no solamente lo que se dice sino cómo se relaciona con los diferentes elementos presentes. La acción narrada de manera aislada (desde un solo dominio) es

insuficiente para la comprensión macro del Yo; es necesario preguntarnos: ¿Para qué se hacía? ¿Bajo qué circunstancias? ¿En qué contexto? ¿Qué se creía? ¿Qué se esperaba? Sin esto el análisis será siempre insuficiente.

Para abordar estos dominios es necesario definir también unos mínimos de lo que se entiende por narraciones. En primer lugar, se resalta su característica secuencial en una dualidad constituida, tanto por los elementos particulares que se ordenan, como por el lugar que ocupan en una secuencia de manera global, lo cual les permite ser significados en este marco (Bruner, 1991). Una segunda característica es que no existe una relación directa entre el sentido (lo que significa) y la referencia que se da en el relato, la narración puede tener elementos imaginarios o reales (Bruner, 1991, p. 61), la importancia radica, como se mencionó anteriormente, en cómo la narración es coherente, viable y se ajusta a lo que se expresa. En tercer lugar, de la mano de la tensión entre lo imaginario y lo real, la

elaboración de vínculos entre lo excepcional y lo corriente; por un lado lo que se entiende como común, lo que se espera y no es extraño a determinada situación y no necesita mayor explicación, se teje con lo excepcional, que, es relacionado con lo corriente en torno a las condiciones, razones y hechos que vuelven a la excepción una posibilidad desde las reglas y la normalidad, acá las intenciones se hacen evidentes: los deseos, creencias y normas que hemos construido desde lo común se embisten en la narración que trae a la posibilidad el evento antes no imaginado para darle un sentido desde lo concebible, desde lo conocido y común (Bruner, 1991).

Finalmente, las narraciones tienen un carácter dramático, Bruner (1991) cita a Burke (1945) para resaltar los elementos que conforman un relato: un actor, una acción, una meta, un escenario y un instrumento. Además, entre todos los elementos del relato existe un

desequilibrio, un problema que pone en crisis lo canónico y lo moralmente aceptado, también obliga a tomar una postura frente a los hechos o los elementos que se

problematizan; el “paisaje dual” (Bruner, 1991, p. 67) que pone en simultáneo las acciones del mundo real y la consciencia del protagonista, además en ocasiones desde el mismo narrador que sabe que es real y que acontece solo en la mente de los protagonistas.

Bruner (1991) se refiere a la narración como la “manera típica” de organizar la experiencia, para que trascienda en el tiempo y se vincule con lo conocido, referentes institucionales que obtenemos a través de la historia de vida, de los grupos sociales en los que se crece. Una vez más está presente el elemento dual en el que juega no solo los elementos interiores, intenciones, creencias y valores, sino las instituciones históricamente establecidas que se encargan de inculcarlos, esto genera una predisposición principalmente canónica y normalizada. Y entre todo, no sobra nombrar el elemento afectivo de la

instauración de dichos elementos internos, esto se da a través del desequilibrio interno que permite la reorganización de la memoria en torno a los significados que se le atribuyen y cómo nos afectan profundamente.

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