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Más tarde, los nombres de Antilia y Brazil se emplearán para designar descubrimientos reales Obsérvese que Stocafixa («isla del

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Y, sin embargo, hemos v isto 4 la atracción que sentían los antiguos por los «sublimes caminos de Occidente»; que con­

6. Más tarde, los nombres de Antilia y Brazil se emplearán para designar descubrimientos reales Obsérvese que Stocafixa («isla del

bacalao seco») era, quizá. Tierra Nueva, conocida por ciertos marinos medievales.

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que el nombre de Antillas no es atribuido a las islas Lucayas (Caribes o Carnerearías) definitivamente más que en el si­ glo XVII.

Es cierto que, además de las falsas identificaciones, ha habido —sin duda— numerosos ilusionismos causados, por ejemplo, por brumas que desde lejos fueron tomadas por una costa. Y muchas veces, esas historias de descubrimientos de una isla desconocida pueden explicarse por el encuentro de un iceberg.

Pero no olvidemos nunca los descubrimientos reales que pueden muy bien esconderse detrás de los relatos más fantásti­ cos en apariencia. A veces, hasta los milagros se convertirán en realidades, mucho más tarde: la imposible de encontrar isla de Bracie, Berzyl o Brasil (la ortografía varía mucho) será dibujada, durante siglos, en los mapas medievales en el mis­ mísimo centro del Atlántico; más tarde, el nombre servirá para designar el Brasil actual.

Pero surge una pregunta: ¿pueden haber desaparecido gran­ des islas (no hablamos, de momento, de la Atlántida) después de su descubrimiento?

Por ejemplo, cataclismos geológicos han podido hacer de­ saparecer un rico archipiélago descrito por navegantes venecia­ nos: los hermanos Zeni, al otro lado de Islandia, y que, según Berlioux, servía antiguamente de albergue secreto a los mari­ nos que recorrían un itinerario secreto que unía a Europa con el mundo transoceánico.

¿Era éste también el caso de la legendaria Isla de las Siete

Ciudades?

Ésta es la tradición: después de la conquista de la penín­ sula Ibérica por los árabes, siete prelados, bajo la dirección de uno de ellos, se habrían embarcado hacia el Oeste con toda su grey. Después de una larga travesía, habrían abordado final­ mente una isla desconocida, que llamaron de una forma natu­ ral Isla de las Siete Ciudades.

¿Se ha podido visitar, más tarde, esa isla destinada a una inexorable y misteriosa desaparición? Al parecer, fue así: en

1477, un navegante portugués, que fue a la deriva en el Atlán­ tico a consecuencia de una gran tempestad, habría desembar­ cado en la gran isla, encontrando las siete ciudades, cuyos ha­ bitantes aún hablaban portugués (pero el portugués de antes de la conquista árabe).

Encontramos fabulosas historias sobre las Siete Ciudades, pero esta vez transportadas al continente americano por las esperanzas y la imaginación de los conquistadores ibéricos —y de sus sucesores de otras nacionalidades.

En 1530, el padre franciscano Marcos de Niza intentaría hallar en California una región, de una opulencia increíble: la de las Siete Ciudades de Cíbola. La expedición ulterior del conquistador F. Vázquez de Coronado no encontró el reino, pero cosa curiosa, existía en California un poblado indio muy pobre que precisamente llevaba el nombre de Cibola. Ade­ más, esa región de California presenta una curiosa peculia­ ridad étnica: la existencia de indios de piel clara y cabellos rubios, que podría ser tentador de asimilar con descendientes muy lejanos de los legendarios emigrados portugueses...

Quizá hemos de hablar aquí de las tradiciones de El Dora­

do, el reino del «Hombre Dorado», todavía extendidas actual­

mente: periódicamente, los periódicos nos informan de la mar­ cha de intrépidos exploradores o de aventureros hacia la con­ quista de esta selva misteriosa, generalmente localizada en la región amazónica todavía sin explorar: en esa región misterio­ sa de grandes edificios abandonados, pueblos desconocidos que habitan la parte inexplorable del Mato Grosso es donde habría desaparecido el célebre coronel Fawcett. Pero El Dorado, rei­ no de un legendario rey barbudo llamado Tatarrax, había sido primeramente situado por los conquistadores en Quivira, en los límites de California. Vázquez de Coronado esperaba po­ der llegar a descubrir así el fabuloso reino cristiano del «Pres­ te Juan» en esa región de Cibola, a unas 400 leguas al norte de México. Durante la expedición, se había de descubrir algo muy curioso, aunque de origen diametralmente opuesto: unos restos de los «navios del Catay», es decir juncos chinos... La

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expedición de Francisco Vázquez de Coronado emprendida a través del desierto californiano para ir a descubrir el fabulo­ so Eldorado en la mítica región de las Siete ciudades de Cíbo­

la, no había de ser la única: al igual que las exploraciones in­

tentadas para comprobar otro mito de los conquistadores: el rico imperio indio del W aipiti (o Paititi).

En la época contemporánea, lo que domina son las locali­ zaciones sudamericanas de Eldorado: en el Paraguay (leyen­ da de las tres Ciudades de los Césares), en el macizo guayano de los montes Tumuc-Humac, en una región inexplorada de la cordillera de los Andes y, sobre todo, en la impenetrable sel­ va virgen que reina en los lugares todavía desconocidos del Mato Grosso brasileño. Continuamente, nuevos exploradores intentarán el fabuloso viaje.

Otra región huidiza —pero esta vez susceptible de ser lo­ calizada mucho más exactamente: la misteriosa región de las

Minas del Rey Salomón.

Ophir se sitúa generalmente en Arabia o en Africa, pero qui­ zás esté en la cuenca superior del Amazonas, en los límites de la cordillera de los Andes y también de las Guayanas. La región propiamente dicha de las Minas de Ophir pudo estar situada cerca del río Iapura (afluente del Amazonas), en la frontera de Colombia y Brasil.

A primera vista, esta localización sudamericana de las re­ giones bíblicas de Ophir, Tarschich y Parvain parece arbitra­ ria. Sin embargo, las investigaciones de un erudito explorador del siglo pasado, el vizconde Onfroy de Thoron, pudieron de­ mostrar que los viajes trienales de las flotas de Salomón y de Hiram, cuyos marineros eran todos fenicios, pudieron muy bien tener como objetivo el futuro río de las Amazonas y sus grandes afluentes. Nuestro autor invocaba paralelismos lin­ güísticos: todo tipo de pruebas indirectas, especialmente cu­ riosas similitudes filológicas entre la lengua quichúa de Amé­ rica del Sur (hablada por los indios del Perú) y el hebreo an­ tiguo. Al parecer, los fenicios se establecieron primero en la isla de Haití, para ir a fundar colonias o ciudades en el conti­

nente sudamericano; sin duda, pasaban por Cuba.

Por otra parte, parece probable que> otros pueblos anti­ guos, aparte de los fenicios, hayan intentado cruzar el Atlánti­ co. Los griegos, sin duda, habían podido establecer colonias en América desde antes de la fundación de Cartago. Parece que los egipcios también: regularmente salían expediciones del Antiguo Egipto hacia el Oeste, es decir con destino a América, para traerse el oro, tan necesario para la fabricación de los ornamentos destinados para los templos y palacios.

Platón señala que, más allá de la Atlántida, existen grandes y numerosas islas (o sea, las Antillas), seguidas de la Gran Tie­

rra firme. Y más allá, a su vez, el Gran Mar (lo que no puede

ser otra cosa que el océano Pacífico).

Diodoro de Sicilia (45 a. de JC nos indica, por su parte, una gran «isla» transoceánica, que describe así: «Está a una dis­ tancia de Libia de varios días de navegación, y se halla situa­ da al Occidente. Su suelo es fértil, de gran belleza y regado por ríos navegables.» La descripción se puede aplicar con exac­ titud a América del Sur.

Al parecer, las autoridades vaticanas han conservado du­ rante- siglos el conocimiento exacto, pero secreto de los itine­ rarios marítimos que llevaban a las «tierras del Oeste», espe­ cialmente, a las tierras norteamericanas del «Sur de Groenlan­ dia».

En 1477, Cristóbal Colón llegó-a Islandia, después de-una corta estancia en Irlanda; había estado investigando acerca de los legendarios viajes de san Brandán. En cuanto a la historia de una ruta «nueva y más corta» a las Indias orientales, en rea­ lidad parece haber sido destinada al gran público: el contrato firmado por Colón con la Corte de España mencionaba todas las islas y continentes «que él podría descubrir», y no men­ cionaba las Indias.

Pero la Atlántida, ¿no podría haber existido, efectivamen­ te? Ésta es la pregunta que se nos plantea ahora.

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Situaciones diversas atribuidas a la Atlántida

a) Gran abismo del Atlántico

Leemos en el Manuel rosicrucien del doctor H. Spencer Le- w is 7 el siguiente pasaje, que posee el mérito de recoger el punto

de vista clásico de los esoteristas y ocultistas actuales:

«La Atlántida. Nombre del continente que ocupaba en otro

tiempo una inmensa porción del espacio actualmente cubierto por el océano Atlántico. La Atlántida tenía, en determinadas regiones, una civilización bastante avanzada y constituye la antigua fuente de la cultura mística. El monte Pico, que se ele­ va todavía sobre el océano en el archipiélago de las Azores, era una montañas sagrada para la iniciación mística.»

Además, parece que Platón no es la única confirmación de esta localización tradicional: entre los antiguos celtas encon­ tramos otros detalles que coinciden con el relato platónico, pero sin mencionar el nombre de la Atlántida. Particularmen­ te, unas crónicas irlandesas suministran detalles muy curiosos sobre los testimonios desaparecidos de la gloriosa civilización engullida.

Por ejemplo, existen, las tradiciones referentes a las extra­ ñas estatuas indicadoras erigidas en otra época en las islas del océano Atlántico: siete en las actuales islas de Cabo Verde; una en la cima de una montaña en la isla de Corvo, la más sep­ tentrional de las Azores, y que será todavía observada por los marinos portugueses y españoles (representaría un caballero extrañamente vestido, cuya mano derecha señalaba el Occi­ dente).

Según algunas religiones irlandesas, el itinerario maríti­

7. Página 160 de la edición francesa (Villeneuve-Saint-Georges,

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