• No se han encontrado resultados

El recuerdo del fruto prohibido es lo más antiguo que bay en la memoria de cada uno de nosotros y en la de la humanidad. Nos daríamos cuenta de ello si no estuviera ese recuerdo recubierto por otros que preferimos evocar, ¡Qué no habría sido nuestra infancia sí se nos hubiese dejado obrar a nuestro antojo! Hubiéramos volado de placer en placer. Pero surgía un obstáculo, ni visible ni tangible: una prohibición. ¿Por qué obedecíamos? La cuestión casi ni se planteaba, pues habíamos tomado la costumbre de escuchar a nuestros padres y maestros, eso sí, dándonos perfecta cuenta de que lo hacíamos porque eran nuestros padres, porque eran nuestros maestros. Por consiguiente, su autoridad provenía a nuestros ojos no tanto de ellos mismos como de la situación que ocupaban con respecto a nosotros. Ocupaban determinado lugar, y de ahí partía el mandato, con una fuerza de pene­ tración que no hubiese tenido de haber venido de otra parte. En otros términos, parecía que padres y maestros obraban por delegación, y sin darnos de ello cuenta exacta, detrás de nuestros maestros y padres adivinábamos algo enorme, o más bien indefinido, que por intermedio de ello, gravitaba sobre nosotros con toda su fuerza. Más tarde, diríamos que este algo era la sociedad, y filosofando entonces sobre ella, la compararíamos a un organismo cuyas células, unidas por lazos invisibles, se subordinan unas a otras en una s?bia jerarquía y se pliegan, para el mayor bien del todo, a una disciplina que puede exigir el sacrificio de la parte. Sin duda esto no es más que una comparación, porque una cosa es un orga­ nismo sometido a leyes necesarias y otra una sociedad cons­ tituida por voluntades libres; pero desde el momento que estas voluntades están organizadas, imitan un organismo; y en

este organismo más o menos artificial, el hábito desempeña el mismo papel que la necesidad en las obras de la naturaleza. Desde este primer punto de vasta, la vida social se nos apa­ rece como un sistema de hábitos, más o menos fuertemente arraigados, que responden a las necesidades de la comunidad. Algunos son hábitos de mandar, pero la mayor parte lo son de obedecer, ya obedezcamos a una persona que manda en virtud de una delegación social, ya sea que de la propia socie­ dad, percibida o sentida confusamente, emane una orden impersonal. Cada uno de estos hábitos de obediencia ejerce una presión sobre nuestra voluntad. Podemos sustraemos a ella, pero entonces nos sentimos atraídos, arrastrados hacia el hábito burlado, como el péndulo desviado de la vertical. Un orden determinado se ha trastornado y debe restablecerse.

En una palabra, nos sentimos obligados, como por todos los hábitos, por el hábito de obediencia.

Pero esta es una obligación incomparablemente más fuerte. Cuando una magnitud es tan superior a otra que esta resulta insignificante con relación a ella, los matemáticos dicen que es de otro orden. Esto se puede decir de la obligación social. Su presión es tal, comparada con la de otros hábitos, que la diferencia de grado equivale a una diferencia de naturaleza. Notemos, en efecto, que todos los hábitos de este género se prestan apoyo mutuo. Podemos renunciar a especular sobre su esencia y su origen, pero sentimos que tienen relación entre si, siéndonos exigidos por nuestro círculo inmediato o por el contorno de este contomo, y así sucesivamente, hasta el limite extremo, que es la sociedad. Cada uno de ellos responde, directa o indirectamente, a ana exigencia social, y por lo mismo todos se apoyan, forman un bloque. Muchos constituirían pequeñas obligaciones si se presentaran aislada­ mente, pero forman parte integrante de la obligación en general: y este todo, que debe ser lo que es a la aporta­ ción de sus partes', confiere a cada uno de ellas, en compen­ sación, la autoridad global del conjunto. Lo colectivo viene de este modo a reforzar lo singular, y la fórmala “es el deber" triunfa de las vacilaciones que podríamos sea ti r ante un deber aislado. A decir verdad, no pensamos explícitamente en un conjunto de obligaciones parciales, adicionadas, que compu­ sieran una obligación total. Hasta es posible que no exista en este caso una composición de partes. La fuerza que una obligación extrae de las demás es comparable más bien al

soplo de vida que cada célula, indivisible y completa, extrae del fondo del organismo a que pertenece. La sociedad, inma­

n e n te a cada uno de sus miembros, tiene determinadas exi­

gencias que, por pequeñas que sean, no por eso dejan de

ex p resar la totalidad de su vitalidad. Pero repetimos que esto no es más que una comparación. Una sociedad humana es un

c o n ju n to de seres libres. Las obligaciones que impone, y que

le permiten subsistir, le dan una regularidad que simplemente tiene analogía con el orden inflexible de los fenómenos de

la vida.

Sin embargo, todo contribuye a hacemos creer que esta regularidad es asimilable a la de la naturaleza. No hablo solamente de la unanimidad de los hombres en alabar ciertos actos y vituperar otros. Quiero decir que hasta cuando los preceptos morales implicados en los juicios de valor dejan de ser observados, se procede de modo que parezca que lo son. Asi como no vemos la enfermedad cuando paseamos por la calle, no medimos la inmoralidad que puede haber tras la fachada que la humanidad nos presente. Se necesitaría bastante tiempo para llegar a ser misántropo si nos atuvié­ ramos solamente a la observación de los demás. Es observan­ do la propia debilidad como se llega a sentir lástima del hombre o a despreciarlo. La humanidad de que se huye en­ tonces es la que se ha descubierto en el fondo de sí. El mal se oculta tan bien, el secreto se guarda tan universalmente, que cada uno es aquí la víctima de los otros; y por severa­ mente que presumamos juzgar a los otros hombres, les cree­ mos, en el fondo, mejores que nosotros. Sobre esta bella ilusión reposa una buena parte de la vida social.

Es natural que la humanidad haga lo posible por alimen­ tarla, Las leyes que dicta, y que mantienen el orden social, se parecen, sin duda, en ciertos aspectos, a las leyes de la naturaleza. Concedo que la diferencia sea radical a los ojos del filósofo. Una cosa, dice éste, es la ley que comprueba algo y otra la que lo ordena. A ésta se puede uno sustraer; obliga, pero no necesariamente. Aquélla, por el contrario, es ineluctable, y si algún hecho se sustrae a ella, es porque inde­ bidamente se la ha tomado como ley; habrá otra que sea la ley verdadera, que se enuncie de modo que exprese todo lo que se observa, y a la cual se conforme, como los otros, el hecho refractario. Sin duda; pero es necesario que la dis­ tinción sea igualmente precisa para la mayoría de los hom­

bres. Ley física, ley social o moral: toda ley es a sus ojos una orden. Hay un cierto orden de la naturaleza que se traduce por leyes: los hechos “deben obedecer” a esas leyes para ajustarse a este orden. Aun el sabio, apenas si puede dejar de creer que la ley “preside" los hechos y por conse­ cuencia los precede, semejante a la Idea platónica, a la cual deben ajustarse las cosas. Cuanto más nos elevamos en la escala de la generalización, más nos inclinamos, queramos o no, a atribuir a las leyes este carácter imperativo. Verdade­ ramente hay que luchar consigo mismo para representarse los principios de la mecánica de otro modo que como inscritos desde la eternidad en tablas trascendentes que la ciencia moderna iría a buscar a un nuevo Sinaí. Pero si la ley física tiende a revestir, para nuestra imaginación, la forma de un mandato cuando alcanza cierta generalidad, un imperativo que se dirige a todo el mundo se nos presenta, recíprocamen­ te, en cierto modo, como una ley de la naturaleza. Las dos ideas, al encontrarse en nuestro espíritu, se intercambian. La ley toma del mandamiento lo que tiene de imperioso; el man­ dato recibe de la ley lo que tiene de ineludible. Por eso, una infracción del orden social reviste un carácter antinatural; y aunque se repita frecuentemente, nos hace el efecto de una excepción, que es para la sociedad lo que el monstruo para la naturaleza.

¡Qué no ocurrirá si tras el imperativo social descubrimos un mandamiento religioso! Lo de menos es la relación que guarden los dos términos. Interprétese la religión de un modo o de otro, considéresela social por esencia o por accidente, hay un punto cierto, y es que ha desempeñado siempre un papel social. Por otra parte este papel es complejo; varía según los tiempos y los lugares; pero en sociedades como las nuestras, la religión da por primer resultado, sostener y re­ forzar las exigencias de la sociedad. Puede ir mucho más lejos, y por lo menos va hasta ahí. La sociedad instituye cas­ tigos que pueden recaer sobre los inocentes y dejar exentos a los culpables; rara vez recompensa; no analiza detalles y se contenta con poco. ¿Dónde está la balanza humana que pese como es debido las recompensas y las penas? Pero así como las ideas platónicas nos revelan, perfecta y completa, la rea­ lidad de que sólo percibimos imitaciones toscas, así la reli­ gión nos introduce en una ciudad donde sobresalen, por lo menos de tanto en tanto, nuestras instituciones, nuestras leyes

v costumbres. Aquí abajo, el orden es simplemente aproxima­ d o y más o menos artificialmente obtenido por los hombies; aIl{ arriba es perfecto, y se realiza por sí solo. La religión, pues, acaba por llenar a nuestros ojos el espacio que hay,

r e d u c i d o ya por los hábitos del sentido común, entre un man­

dato de la sociedad y una ley de la naturaleza.

Asi, volvemos siempre a la misma comparación, defectuosa en muchos sentidos, pero aceptable en el aspecto que nos interesa. Los miembros de la ciudad se conducen como las células de un organismo. El hábito, servido por la inteligencia

V la imaginación, les presta una disciplina que imita de lejos, j>or la solidaridad que establece entre individualidades dis­ tintas, la unidad de un organismo compuesto de células anas- tamizadas.

Todo contribuye, repetimos, a hacer del orden social una imitación del orden observado en las cosas. Cada uno de nosotros, volviéndose hacia si, se siente e vi den t emente]

de seguir su gusto, su deseo o su capricho y de no ] r en los demás. Pero apenas se ha insinuado esta veleidad, sobreviene una fuerza antagónica, producto de todas las fuer­ zas sociales acumuladas: a diferencia de los móviles individua­ les, cada uno de los cuales tira por su lado, esta fuerza con­ duce a un orden que no deja de tener analogía con el de los fenómenos naturales. Si una célula, integrante de un orga­ nismo, llegara a ser consciente por un instante, no habría hecho más que insinuar la intención de emanciparse, cuando sería atrapada de nuevo por la necesidad. El individuo, parte de la sociedad, puede desviar y hasta quebrantar una nece­ sidad que imita a aquélla y que en cierta medida ha con­ tribuido él a crear, pero que sobre todo soporta: el senti­ miento de esta necesidad, acompañado de la conciencia de poder substraerse a ella, es precisamente lo que se llama obligación. Así considerada, y tomada en su acepción más corriente, la obligación es a la necesidad lo que el hábito a la naturaleza.

Por consiguiente, la obligación no viene precisamente de fuera. Cada uno de nosotros pertenece a la sociedad y se pertenece a sí mismo. Si nuestra conciencia, trabajando en las profundidades del ser, nos revela, a medida que descen­ demos, una personalidad cada vez más original, incompara­ ble con las otras y desde luego inexpresable, en cam­ bio por nuestra superficie, estamos en relación de continui­

dad con las demás personas, semejantes a ellas, unidos a ellas por una disciplina que crea entre ellas y nosotros una dependencia recíproca. ¿No será para nuestro yo el único medio de ligarse a algo sólido, instalarse en esta parte socia­ lizada de sí mismo? Lo sería si no pudiéramos substraemos de otro modo a una vida de impulsos, caprichos y penas. Pero en lo más profundo de nosotros mismos, si sabemos bus­ carlo, descubriremos quizás un equilibrio de otro género, más estimable aun que el equilibrio superficial. Ciertas plantas acuáticas que salen a la superficie son sacudidas sin cesar por la corriente; sus hojas, juntándose bajo el agua, les dan esta­ bilidad en lo alto, por su entrecruzamiento. Pero más estables aun son las raíces, sólidamente plantadas en la tierra, que las sostienen desde abajo. Por el momento no vamos a hablar, sin embargo, del esfuerzo necesario para sondear hasta el fondo de nosotros mismos. Si es verdad que es posible, es también excepcional, y nuestro yo suele ligarse a los demás, precisamente en la superficie, en el punto de inserción con el tejido continuo de otras personalidades tomadas también exteriormente. Su solidez radica en esta solidaridad. Pero en la medida en que nuestro yo se liga, queda él mismo socia­ lizado. La obligación, que nos representamos como un lazo entre los hombres, liga desde luego a cada uno consigo mismo.

Es, pues, un error reprochar a una moral puramente social el olvido de los deberes individuales. Aun en el caso de que no estuviésemos ligados, teóricamente, más que frente a otros hombres, lo estaríamos de hecho ante nosotros mismos, pues la solidaridad social no existe sino desde el momento en que un yo social se sobrepone, en cada uno de nosotros, al yo individual. Cultivar este “yo social” es lo esencial de nuestra obligación con respecto a la sociedad. Sin algo de ella en nosotros, la sociedad no tendría sobre nosotros ningún influjo; y apenas tenemos necesidad de ir hasta ella; nos bastamos a nosotros mismos si la encontramos presente en nosotros. Su presencia está más o menos acusada según los hombres, pero ninguno de nosotros podría aislarse absolutamente de ella. No lo desearía nadie, porque cualquiera comprende que la mayor parte de su fuerza viene de ella, y que debe a las exigencias sin cesar renovadas de la vida social, esa tensión ininterrum­ pida de su energía, esa constancia de dirección en el esfuerzo que asegura el máximo rendimiento a su actividad. Tampoco

podría hacerlo aunque quisiera, porque su memoria y su ima­ ginación viven de lo que la sociedad ha puesto en ellas y poique el alma de la sociedad es inmanente al lenguaje que habla. Aun en el caso de encontrarse solo y no hacer otra cosa que pensar, en realidad, aun entonces, el hombre se ha­ bla a sí mismo. En vano se intentaría imaginar a un individuo desligado de toda vida social. Aun materialmen­ te, Robinson sigue en su isla en contacto con los otros hom­ bres, porque las herramientas que ha salvado del naufragio, y sin las cuales no saldría adelante, lo mantienen en la civi­ lización y por consiguiente en la sociedad. Sin embargo, le es más necesario todavía un contacto moral; si a las dificul­ tades que continuamente se alzan ante él no pudiese oponer más que una fuerza individual cuyos límites conoce, pronto sentiría el desaliento. De la sociedad a que sigue idealmente unido extrae energía, y aunque él no la vea, la sociedad está allí y le contempla; si el yo individual conserva vivo y pre­ sente el yo social, se conduce, aislado, como se conduciría con el estímulo y hasta con el apoyo de la sociedad entera. Aquellos a quienes las circunstancias condenan por un tiempo a la soledad y no encuentran en sí mismos los recursos de una profunda vida interior, saben lo que cuesta "abandonar­ se”, es decir, no fijar el yo individual en el nivel prescrito por el yo social. Tendrán, pues, cuidado de mantener éste, para que no se relaje en nada su severidad con respecto al otro. Si es necesario, buscarán un punto de apoyo material y artificial. Recuérdese al guarda forestal de que habla Kipling, solo en su casita en medio de una selva de la India. Todas las tardes se viste de negro para cenar, "a fin de no perder, en su aislamiento, el respeto de sí mismo”.1

No es ahora ocasión de dilucidar si este yo social es el “espectador imparcial” de Adam Smith; si hay que identifi­ carlo con la conciencia moral, ni si se siente satisfecho o descontento de sí mismo según esté bien o mal impresionado. Descubriremos en los sentimientos morales fuentes más pro­ fundas. El lenguaje reúne bajo el mismo nombre cosas bien diferentes: ¿qué hay de común entre el remordimiento de un asesino y el que se puede experimentar, tenaz y torturante, por haber lastimado un amor propio, o por haber sido injusto con un niño? Abusar de la confianza de un alma inocente que

se abre a la vida es uno de los mayores delitos para una cierta conciencia que parece no tener el sentido de las pro­ porciones, precisamente porque no toma de la sociedad su regla, sus instrumentos, sus métodos de medida. Pero esta conciencia no es muy frecuente, y por otra parte es más o menos delicada según las personas. En general, el veredicto de la conciencia es el mismo que daría el yo social.

También la angustia moral suele ser una perturbación de las relaciones entre este yo social y el vo individual. Analizad el sentimiento de remordimiento en el alma del gran criminal. A primera vista se puede confundir con el miedo al castigo, si se tienen en cuenta las minuciosas precauciones que toma, completadas y renovadas sin cesar, a fin de ocultar el crimen y evitar que se encuentre al culpable; y la idea obsesionante do que ha olvidado un detalle por el cual la justicia va a descubrir el indicio revelador. Pero mirad más de cerca. Para nuestro hombre, no se trata tanto de evitar el castigo como de borrar el pasado, y hacer como si el crimen no se hubiese cometido. Cuando nadie sabe que una cosa es, es casi como si no fuese. Es, pues, su crimen mismo lo que el criminal que­ rría anular, suprimiendo todo conocimiento que de él pudiera tener una conciencia humana. Pero su propio conocimiento subsiste, y he aquí que esto le expulsa cada vez más de la sociedad donde esperaba mantenerse borrando las huellas de su crimen. Se concede todavía la misma estima al hombre que él era, al hombre que ya no es; no es, pues, a él a quien la sociedad se dirige; se dirige a otro. Él, que sabe lo que es, se siente entre los hombres más aislado de lo que estaría en una isla desierta, porque en la soledad llevaría consigo, ro­ deándole y sosteniéndole, la imagen de la sociedad; pero ahora esta desligado lo mismo de la imagen que de la cosa. Piensa entonces que se reintegraría a la sociedad si confesase su. crimen; se le trataría como merece, pero sería entonces

Documento similar