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Pasaje citado en Imbelloni y Vivante, El libro de la Atlántida, traducción francesa (Payot editor, París), pág 36.

In document Las Civilizaciones Desconocidas (página 59-64)

XAS CIVILIZACIONES DESCONOCIDAS

A, La Atlántida

3. Pasaje citado en Imbelloni y Vivante, El libro de la Atlántida, traducción francesa (Payot editor, París), pág 36.

zación griega que habría destruido el llamado diluvio de Deu­ calion, idéntico —sin duda— al maremoto gigantesco del que una de sus consecuencias fue la desaparición del continente atlántico, cataclismo telúrico y marítimo que tuvo un desa­ rrollo sumamente precipitado, habiendo destruido en veinti­ cuatro horas un continente más grande que la actual Austra l i a .,.

Pero las tradiciones narradas por Platón, ¿no podrían ex­ plicarse por el recuerdo, deformado y adornado, de cosas que admiraron antiguos navegantes que descubrieron América, mu­ chos siglos antes de Cristóbal Colón? La pregunta merece plan­ tearse.

Antiguos descubrimientos del continente americano

Se ha intentado todo tipo de exégesis en este campo... De tal suerte, las famosas diez tribus perdidas de Israel ha­ brían emigrado —se nos dice— hacia el Norte y el Oeste, y final­ mente habrían desembarcado en América. Recordemos los versículos del texto bíblico de Esdras: «Éstas son las diez tri­ bus que fueron transportadas en cautividad fuera de su país en tiempos del rey Oseas, que fue hecho prisionero por Salma- nasar, rey de Asiría, y las llevó al otro lado del mar hasta lle­ gar a otro país. Pero ellos decidieron entre sí que abandona­ rían la muchedumbre de idólatras y que avanzarían hasta otro país que nunca había sido habitado por los hombres, a fin de poder seguir allí sus propias leyes, que no habían podido observar jamás en su país. Entraron en el Eufrates por los estrechos pasos del río, pues el Altísimo les hacía percibir unos signos y retuvo la corriente hasta que hubieron atravesa­ do el río, pues había un largo trayecto que recorrer en aquel país, durante un año y medio. Y esa región se llama Arsareth. Vivieron allí hasta épocas recientes.»

Estos peregrinajes se situarían en el siglo v antes de JC. La imaginación de algunos intérpretes modernos ha tra­

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bajado mucho a partir de estos datos bíblicos, y semejantes ideas parecen inciertas a los sabios. Sin embargo, una tradi­ ción india aseguraba que Florida había sido habitada en otro tiempo por hombres blancos, que poseían instrumentos de hie­ rro; ciertamente parece arriesgado hacer de esta población unos colonos judíos, los constructores de los enigmáticos y colosales mounds (montículos) de América del Norte que pro­ bablemente habrían sido de raza aria. Pero, verdaderamente, nada nos obliga a negar la gran travesía de las diez tribus per­ didas de Israel a través del Atlántico.

La idea de que el continente americano haya podido cono­ cerse desde la Antigüedad parece generalmente absurda a mu­ chos historiadores contemporáneos. Normalmente se arguye la imposibilidad técnica de atravesar el océano con los peque­ ños navios de los pueblos mediterráneos. De hecho, este argu­ mento no tiene ningún valor: ni el tonelaje relativamente im­ portante, ni siquiera son forzosamente necesarios unos gran­ des perfeccionamientos técnicos para cruzar una gran exten­ sión oceánica (pensemos en la balsa del doctor Bombard, o en las traslaciones ■—éstas involuntarias— que, periódicamen­ te, han hecho ir a la deriva a náufragos en primitivos esquifes, desde Europa o desde África hasta América, o viceversa)... Por otra parte, podemos indicar este hecho significativo: los indí­ genas de las Azores, interrogados por los portugueses, sabían muy bien que hacia el Oeste existían unas tierras habitadas. Los vientos favorables pueden conducir en quince días un ve­ lero de las costas de Africa a las costas orientales de las Amé- ricas. A la inversa, unas corrientes permiten ir bastante fácil­ mente desde China y desde Japón hasta California, lo que pue­ de muy bien explicar el descubrimiento —considerado erró­ neamente como legendario— del «País de Fou-Sang» (que era, con toda probabilidad, la región californiana) hacia el 458 d. de JC por una expedición de juncos chinos.

Cada vez menos se considera a Cristóbal Colón como el primer descubridor del Nuevo Mundo. Ya se ha podido esta­ blecer científicamente la existencia, al principio de la Edad Me­

dia, de expediciones de los frisones por el mar tenebroso, más allá de Islandia; sobre todo, hoy día es bien conocida la colo­ nización de Groenlandia (hacia 680-700 de nuestra era), poste­ riormente de América del Norte por los vikingos establecidos primeramente en Islandia. Pero el descubrimiento por el na­ vegante islandés Ari Marsson de una tierra desconocida, lla­ mada por los vikingos Hvétramannáland («tierra de los hom­ bres blancos») o Irland-it-mikla («la gran Irlanda») parece de­ mostrar la anterioridad, en la colonización de América del Norte, de los celtas y quizá de predecesores todavía más an­ tiguos. Las tradiciones de los pieles rojas se refieren, por su parte, a un pueblo de enviados divinos, de raza blanca, que ha­ bían venido «de Oriente» en una fecha muy lejana. Se trata de aquellos hombres enigmáticos que, sin duda, habían edifi­ cado los mounds, tan numerosos en toda la cuenca del Mississi­ ppi: así pues, los navegantes irlandeses conocían muy bien,

desde los mismos comienzos de la Edad Media, lo que ellos lla­ maban el «País de los Montículos».

Esta gran tierra se caracterizaba por unos «montículos», así como por la dirección oriental y occidental de ríos que tienen su nacimiento hacia el centro del continente, por el aire embalsamado que se respiraba allí y por las brumas que lo envolvían a veces a cierta distancia de las costas.

Sin embargo, la Gran Irlanda estaba situada por las sagas islandesas más al Norte del continente: detrás del Markland (la Nueva Escocia actual), al sur del Hellúland (es decir el Labrador) y al norte del Vinland (la actual parte septentrio­ nal de los Estados Unidos); sin duda, se trataba entonces de los establecimientos celtas de la península situada al sur del estuario del río San Lorenzo, o sea, del Nuevo Brunswick y de una parte del Bajo Canadá.

América, en general, era conocida por los irlandeses con el poético nombre de Hy Brasail, que significa «Isla de los Bien­ aventurados». Por otra parte, aún subsisten vestigios arqueo­ lógicos de esta colonización irlandesa del Nueva Mundo: la «Redonda» de Newport (en Rhode Island) sería, no es nada

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imposible, un antiguo santuario celta.

En realidad, América fue vista continuamente, contraria­ mente a la opinión común, por navegantes de la Antigüedad y del Medievo. Las historias de horribles peligros, sobre natu­ rales y demoníacos eran inventadas fácilmente por los pro­ pios navegantes, para alejar a los posibles competidores co­ merciales: ésta es la razón por la cual las leyendas acentúan con tanta frecuencia el carácter «infranqueable» del océano Atlántico.

Además, los sabios antiguos daban una importancia teó­ rica a esta convicción, persuadidos como estaban de la abso­ luta inhabitabilidad de determinadas regiones de nuestro Glo­ bo. Veamos, por ejemplo, lo que nos dice Cicerón en el Sueño

de Escipión, reproduciendo las palabras que pone en boca de

Escipión el Africano:

«Ved la Tierra. Está rodeada de círculos que llamamos zo­ nas: las dos zonas extremas, cuyo centro respectivo son los polos, están cubiertas de hielo. La del centro, que es la mayor, está quemada por los rayos del sol. No quedan, pues, más que dos que sean habitables. Así los pueblos de la zona templada austral, que se encuentran en las antípodas, son, para voso­ tros, como si no existieran.»

La idea, tal cual, pasará a los primeros doctores cristia­ nos, que a veces irán más lejos con esta idea del irremediable aislamiento de los habitantes del Mundo Antiguo.

Escuchemos a san Agustín: «Dado que —decía— la Biblia no puede equivocarse jamás y que sus narraciones del pasado son la garantía de sus predicciones para el futuro, es absurdo de­ cir que unos hombres hayan podido llegar, a través del inmen- son océano, al otro lado de la Tierra para establecer también allí la especie humana.»

Los mitos egipcios, al considerar el lejano Oeste como la morada de Osiris y de los muertos, no incitaban ya a los na­ vegantes a aventurarse en las olas del océano. Una inscripción que data de la quinta dinastía, y que fue encontrada sobre una pirámide de Saqqara, declara: «¡No andéis por esas vías de

agua de Occidente! Los que van no vuelven jamás...» Durante milenios, las aguas situadas al otro lado de las Columnas de Hércules (el actual estrecho de Gibraltar) serán el «mar pe­ ligroso»...

Y, sin embargo, hemos v isto 4 la atracción que sentían los

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