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PETIT VERDOT

Me desperté con la dulce sensación de que se me había acabado el sueño. Pura no estaba a mi lado. Me incorporé confusa sin saber bien qué estaba ocurriendo. Podría estar en cualquier parte de la casa haciendo cualquier cosa, podría haber sido todo un sueño o podría haberse largado ya a España. No sabía qué podía esperar de Pura.

Vi la ropa por el suelo revuelta, lo que me indicaba que no había sido un sueño. Aunque, si me fijaba bien, únicamente estaba mi ropa, ¿y la de Pura? Mon Dieu!! ¡Lo había soñado todo! ¡No, no! Miré a mi alrededor desconcertada y encontré una braguitas que no eran mías colgando de la lámpara de pie, de corte ciertamente clásico, en la esquina detrás de la puerta. Además, aquella no era mi casa. Me levanté de la cama, me cubrí con la sábana y fui hasta las escaleras para llamar a Pura. Pero no contestó, así que decidí recorrer la casa estancia por estancia. Allí no había nadie. Empecé a preocuparme. Me vestí rápidamente, como supuse que había hecho ella, si no, no hubiera olvidado ponerse su ropa interior, y salí fuera. Su coche aún estaba allí, aparcado en la parte trasera, lo que me tranquilizó. Al menos debía de estar cerca. ¿Por qué siempre tenía que salir corriendo? ¿Acaso se trataba de mí? ¿Era yo quien la hacía huir? Tal vez estuviera exagerando, era posible que Pura simplemente se hubiera acercado al pueblo a comprar algo necesario o hubiera salido a dar una vuelta. Pero ya era de noche y ella no conocía bien la zona. Tranquilízate Lorenita, intenta no ponerte en lo peor, guapa, que eres única. En fin, volví a entrar en el molino y me senté a esperarla en la mesa de la enorme cocina.

Había un cuaderno. Lo cogí aunque sabía que no debía hacerlo, seguro que era de Pura, y lo abrí. Ya daba igual todo, no creía que fuese a notarse demasiado. Empecé a leer, había hojas arrancadas y arrugadas entre el resto, la primera fecha era de hacía dos semanas. Comenzaba diciendo «Supongo que te estarás preguntando...» Era una carta para su madre. Tiré el cuaderno sobre la mesa, como si quemase, no podía continuar leyendo aquello, era Pura en su misma esencia. Aunque si volvía a leer nadie se enteraría... tampoco estaba tan mal, ¿no?, al fin y al cabo lo había dejado sobre la mesa, al alcance de cualquiera. De modo que no tomaba demasiadas precauciones para preservar su intimidad.

Sí, todo eran excusas baratas, un burdo intento de autoconvencimiento para sentirme mejor después de haber rebasado el límite. Total, ¿qué más podía pasar? Cogí de nuevo el cuaderno y lo abrí, durante varias líneas lo único que había escrito eran palabras inconexas, pensamientos aparentemente sin sentido, sentimientos dolorosos. No todo se refería a su madre, había frases que más bien parecían ir dirigidas a sí misma. Hablaba de incapacidad para sentir lo bueno, hablaba y hablaba de dolor; de un dolor desgarrado que consiguió inquietarme. Contaba algo que su madre le había hecho cuando era pequeña, la separación precipitada de alguien. Hablaba de la pérdida de identidad, de la búsqueda, la eterna búsqueda de algo que no lograba encontrar.

Estaba horrorizada, como si todo aquel dolor pudiera sentirlo en mi propio cuerpo. Conseguí comprender ciertas cosas de Pura. Tenía que hablar con ella, preguntarle qué le estaba ocurriendo. Debía encontrarla.

Sonó el teléfono y di un respingo en la silla. Me asusté, no sabía si cogerlo o no, pero podía ser ella, tal vez me llamase para decirme dónde estaba. Corrí hacia la pared donde estaba

colgado el teléfono y levanté el auricular. Era mi madre. —Hija, necesito que vengas a casa.

—¡Mamá! —grité perdiendo el control, ella era la última a quien esperaba escuchar al otro lado del teléfono— ¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Me lo ha dicho Pura... —¿¿Está contigo??

—Sí, por eso quiero que vengas.

Mi madre siempre tan misteriosa y templada. —¿Ha pasado algo? ¿Pura está bien?

—Prefiero que vengas y que juzgues tú, pero... no, no se encuentra bien.

La dejé con la palabra en la boca y salí rápidamente. Llegué a casa corriendo como hacía mucho tiempo que no corría. Mi madre estaba esperándome en la puerta.

—¡Mamá! —dije casi sin respiración— ¿Qué... qué sabes? ¿Qué te... ha contado?

De repente sentí pánico, no sabía qué le había podido decir Pura ni tampoco cómo explicar que estuviera en su casa cuando ella no estaba. Sentí miedo por lo que pudiera pensar mi madre de mí.

—Nada que yo no supiera, hija —me sonrió con calidez mientras me cogía los brazos con ternura—. Pasa a hablar con ella, te está esperando.

Mi madre, una maestra de la discreción y del despiste. Sabía muy bien que sus palabras ocultaban demasiadas cosas porque las dos hablábamos de la misma manera. No sabría decir si aquello me tranquilizó o me puso aún más nerviosa.

Entré en casa. Ni siquiera me detuve a pensar en el sentido de todo lo que estaba ocurriendo. Según lo hacía me daba cuenta de lo que quería a mi madre y de lo mucho que me había facilitado la vida tenerla a mi lado. Desapareció en cuanto atravesé la puerta. Entré en el salón y allí estaba ella, sentada en el sofá con las rodillas contra el pecho. La mirada perdida en el suelo. Los ojos hinchados y enrojecidos. Una vez más. Al verla, mis piernas temblaron. Quise correr hacia ella y abrazarla, besarla... Me acerqué con toda la tranquilidad que pude reunir mientras tenía la sensación de caer al vacío y me senté a su lado en silencio.

Ni siquiera se giró para mirarme. No habló y tampoco yo hablé. Tenía la absoluta convicción de que debía esperar a que ella comenzase. Sin embargo, no fue así, al menos no de inmediato; continuó sin hablar durante no sé cuánto tiempo. Estaba ida, lejos de mí, en algún lugar al que yo no podía acceder. No me sentía capaz de hacer que me mirase y no soportaba el silencio, al menos no el suyo. Tenía que romper el ensimismamiento que me intranquilizaba y me hacía sentir incómoda en mi propio sofá, me aceleraba el latido de mi propio corazón y me hacía sentir extraña en mi propio cuerpo. Estiré mi mano y agarré su brazo, el contacto físico me parecía la forma menos brusca de invitarla a hablar.

Me miró y, entre las sombras de la media luz que iluminaba el salón, me pareció que se dibujaba una sonrisa en sus labios. Pude sentir de golpe todo cuanto habíamos hecho durante la tarde. Como si de repente cada poro de mi piel, cada uno de mis cinco sentidos, despertara, eclosionara y pudiera oler su pelo, saborear su cuerpo y escuchar su respiración. Debía de haber pasado ya una hora cuando creí haber olvidado su voz, me estaba volviendo loca, aquel silencio era una tortura.

—Pura... —Ssshhh...

gigante, queriéndomelo decir todo sin hablar. Se clavaron en los míos y estaba segura de que pudo sentir mi estremecimiento. Se acercó despacio y me besó. Me besó en los labios con los suyos ligeramente abiertos, abarcando en su justa medida toda mi boca y haciéndome comprender que debía tener paciencia en lugar de temor. Pura era tan misteriosa como interesante y cada vez me sentía más enganchada a ella. Esperé con mayor tranquilidad. Me recosté sobre ella y supe entender su silencio. Su voz fue como una pluma cayendo por el cuerpo, tan suave que llegó a escocerme.

—Debía de tener unos catorce o quince años, iba a un colegio de monjas. Hija de una madre muy trabajadora, para sacarme adelante, y abandonada por un hombre a quien se empeñaba en no olvidar, por lo que era también una hija abandonada —comenzó—. Tenía una compañera de clase que se llamaba Rocío, a la que siempre había admirado por su capacidad de hacer cuanto quería cuando le apetecía. Un día me expulsaron de una clase de gimnasia por discutir con una compañera que terminó dejándome en evidencia delante de las demás; ellas, los cisnes y yo, la patita ya no fea, sino horrorosa. Así que fui corriendo a los vestuarios y allí me encerré en el baño con un dolor en el pecho y tantas lágrimas en la garganta que me impedían respirar que pensé que iba a morirme. Me dolía todo, como si me hubieran dado una paliza. Entonces apareció Rocío y fue ella quien me hizo comprender que estaba equivocada. Me quiso como era; me qui-so tal-y-co-mo-e-ra.

Noté que su voz temblaba cada vez que pronunciaba el nombre de Rocío. Aquel parecía ser el verdadero problema.

—Significó todo para mí, y supongo que podrás entender cuánto es todo a esa edad. Era como si de repente se respondieran todas las preguntas que llevaba haciéndome desde siempre. Rocío y yo nos escondíamos en los vestuarios, en los rincones más ocultos de cualquier parque o al principio en nuestras casas con la excusa de estudiar: en la mía siempre que mi madre no estaba y podía estar segura de que no iba a aparecer por sorpresa, y en la suya con una de las sillas obstaculizando deliberadamente el manillar la puerta. Todas las precauciones que pudiéramos tomar eran pocas y, precisamente, en el descuido más tonto, alguien nos descubrió.

Pura se echó a llorar, parecía revivir aquellos años con la misma intensidad; casi podía ver en su mirada perdida aquella escena, aquellos momentos... Parecía ser una espectadora de su propia vida años después.

—Fue la misma hi-ja-de-pu-ta con la que me peleé... ¡Si pudiera tenerla delante... te lo juro, Lorraine... sería capaz de matarla!

—¿Qué ocurrió? —pregunté algo asustada y contagiada de aquella misma rabia que sentía Pura.

—Se quedó preñada y se lio una buena en el colegio. Se quedó sola, sin amigas y sin popularidad y le resultó insoportable ser objeto de cualquier tipo de cuchicheo. Un día vio cómo nos mirábamos, ya sabes, una de esas miradas que lo dicen todo, y se chivó a las inocentes monjitas —suspiró—. Lo que vino después... un primer grado hasta que confesé y dejarme convencer por mi madre para retocar ligeramente la versión en detalles, tal y como ella me aseguraba, sin importancia, como pregonar que Rocío me había obligado, que yo estaba confundida y que ella era una pervertida que sabía llevarse a cualquier niñita al huerto... tenía uno o dos años más que yo...

No supe qué decir.

aquel dios que mi madre decía que era mi Dios y yo su Pecadora para que me perdonase. Él debía apiadarse de mi alma sucia y yo debía rendirle lealtad para toda mi vida... Por supuesto, súmale a todo eso los comentarios de mi madre que ¡a cuál la honraba más!, cosas como que afortunadamente todo aquello había terminado, que seguro que el Señor podría perdonarme por todo el mal provocado, que aquella chica era una guarra, una invertida, que pobrecillos sus padres... No sé, quiero no acordarme de aquellas palabras que un día tras otro consiguieron hacerme aborrecer a Rocío y al amor que sentimos e hicimos tantas y tantas veces, para aferrarme al único pensamiento de que debía enmendar mis pecados. ¿Lo demás? No han sido más que consecuencias de aquello que me han acompañado durante toda la vida hasta hoy mismo.

No quise preguntarlo, pero lo hice sin que apenas pudiera darme cuenta. No sabía si estaba preparada para su respuesta.

—¿Yo....? ¿Yo... soy una... una de esas consecuencias?

—¿Tú? — sonrió levemente—. No eres consciente de lo que has provocado en mí... Claro que tú has sido una de esas consecuencias... pero... tú, Lorraine, has sido la mejor de todas ellas.

MONASTRELL

Lorraine me miraba con cara de alucinada, ¡vamos ni que yo fuera un fantasma que se le hubiera aparecido en mitad de la noche! Era normal, parecían historias para no dormir y cualquiera que no lo hubiera vivido podía pensar, en el mejor de los casos, que estaba loca. Ella había sido la única persona a la que me había atrevido a contárselo: ¿que me había tirado a todo tío que se cruzaba en mi camino?, ¿que no sentía nada con ello excepto vacío?, ¿que en realidad había pasado toda mi vida haciéndole daño a la gente que pretendía quererme?, ¿que no había hecho otra cosa más que castigarme, que perderme a mí misma? Sí, pero ¿para qué regodearme más? Daño, daño, más daño... No volvería a contárselo a nadie.

Fuimos a su habitación e hicimos el amor en silencio. Sus besos me daban sosiego. Sus caricias me hacían sentir protegida. Su lengua, sus labios, su mano, su sexo me situaban a medio camino entre lo carnal y lo divino. Cuando más cerca estaba del cielo, y por ende de algo religioso, era cuando Lorraine hundía su cabeza en cualquier parte de mi cuerpo. ¡Aquello sí que era música celestial y no la de los coros de la iglesia! Ya lo tocaba con la precisión de un amante conocido. Respondía a mi respiración con sus gemidos contenidos. Era increíble saber que alguien me conocía, y lo hacía de una manera tan dulce, tan lenta y delicada, con tanta mesura... Yo no merecía que me amase de aquella manera.

La cama de Lorraine era grande y cálida. Tenía almohadones de plumas tan mulliditos que se hundían bajo mi cabeza. Su cuerpo caliente se deslizaba entre las sábanas, pegado al mío hasta templarse. No llegaba a comprender por qué a mí. Por qué alguien mostraba tanto interés por mis inexplicables comportamientos, por mis huidas, mis sarcasmos, por mis tormentos. Me resulta difícil explicar ciertas cosas de la misma manera en que a casi todo el mundo le cuesta explicar cómo es posible que un avión vuele sin caerse o que detrás de un domingo venga un lunes.

Me sentía desnuda, y no me refería al significado literal, sino al más amplio. Lorraine me había quitado la ropa, en muy poco tiempo había visto mi piel sin barreras, había disfrutado con sus besos, pero aquella desnudez era distinta. Parecía como si Lorraine hubiese metido la mano dentro de mi pecho y hubiera sacado un corazón podrido al que poco a poco iba quitándole las capas que olían mal. Como quien deshoja una alcachofa. Le susurró a mi corazón.

Me fui. Solo entonces comprendí que ya no tenía sentido estar allí, no había más que hacer. El siguiente paso era ordenar la vida que había dejado revuelta en Madrid. No huía, quizá el matiz fuese tan pequeño que lo hiciera imperceptible, pero aquella vez no sentía miedo por lo que pudiera esperarme, tenía claro lo que debía hacer. Aunque aquella decisión repentina no dejaba de ser una crónica anunciada, se contaminaba de arrepentimientos. ¿Arrepentimiento?, era la primera vez que utilizaba aquella palabra para referirme a mí misma. ¿Me había subido la fiebre y estaba delirando? Debía coger los prejuicios y lavarlos a mano; sin utilizar productos corrosivos que pudieran desteñirlos. Los tendería al aire fresco para secarlos bien y los doblaría cuidadosamente para dejarlos a los pies de la cama, no más lejos; sin ellos no era capaz de sentirme segura.

Me levanté intentando hacer el menor ruido posible, recogí mis cosas y me fui. Tal vez algún día pudiera explicarle el porqué a Lorraine, que tan plácidamente volvía a dormir como una

niña, con toda la tranquilidad del mundo, porque no era capaz de pensar que quizá mañana fuese un día peor. Ella era así, y debía aprovechar el único momento de debilidad que parecía tener porque, si no, podría quedarme allí para toda la vida, a su lado. Sin poder mirarla a la cara después de haberle abierto mi alma y mis entrañas. Pensando que era como todos, y que en algún momento utilizaría aquella confesión para hacerme daño; con aquella incertidumbre no podría pasar toda la vida. Intentaría dejarle una nota, con Laura resultó, ¿por qué no iba a funcionar con Lorraine?

El camino de vuelta fue prácticamente igual que el de ida, solo que ya nada de lo que iba viendo me sorprendía. Quizá resultase algo más corto, y solo pocos kilómetros antes de llegar a Madrid me di cuenta de que no había encendido la radio; mi cabeza solo pensaba en Lorraine.

Al llegar a casa sentí algo más que terror. Durante bastante tiempo me quedé dentro del coche, esperando no sabía bien a qué. ¿Estaría todo tal cual lo había dejado? Hacía días que no tenía contacto con nadie de aquella ciudad. En la última conexión con Carla le había pedido que intentara no molestarme demasiado, y así había sido. Me parecía una eternidad el tiempo que había estado fuera. Cogí el equipaje y lo arrastré hasta el ascensor. Tenía la sensación de que pesaba menos, como si hubiera dejado algo en aquel viejo molino, como si me hubiera quitado un peso de encima. Metí la llave en la cerradura y respiré hondo. ¡Allá iba!

—¡Hola! ¿Laura? —no parecía que hubiera nadie en casa.

Recorrí una a una las habitaciones y efectivamente Laura no estaba. Excepto por algo de ropa suya colgada en el tendedero, unas cuantas hojas y libros de trabajo y un paquete de cigarrillos junto a un cenicero nuevo lleno de colillas...; aquella casa seguía pareciendo la mía. ¡Menos mal! Ya había imaginado lo peor. En fin... me tiré en el sofá intentando impregnar mi cuerpo de aquella casa, del color de la ciudad, del ruido del barrio para intentar borrar de mis sentidos los olores, el sonido, los matices de aquel pequeño pueblo perdido en mitad de la campiña y, sobre todo, de aquella mujer francesa en la que no podía dejar de pensar.

Un golpe seco de la puerta al cerrar y un chillido de mi amiga histérica me despertaron. Era Laura. Inconfundible. Estaba claro que aquello era Madrid. Mi Madrid. ¡¡Bienvenida al mundo real, Purita!! ¿Cuánto tiempo llevaría dormida? Cuando quise incorporarme ya tenía a Laura sobre mí abrazándome y asfixiándome.

—¡¡Ay, Laura, hija mía, que me vas a matar!! —le dije intentando deshacerme de ella. —¡¡Esta es mi Pura!! Creí que habías cambiado en el viaje.

—¡Sí, no te jode, como que un mes en Francia va a hacer el milagro que no ha conseguido nadie en 34 años!

—Bueno, ¿qué? Cuéntame, ¿qué tal por allí?, ¿cómo estás? ¡¡Cuéntame!!

—¡Pff! Pues mira, chica, si te digo la verdad, no me apetece una mierda contarte nada. ¡Anda, déjame dormir, que estoy molida!

—¡Pero, qué fresca eres! ¡Lo llevas claro si crees que te voy a dejar dormir después de un mes de misterioso retiro francés!

Me dijo riéndose mientras me tiraba un cojín a la cara. Me hizo reír, necesitaba sentir algo tan familiar y conocido como su voz, su contacto, su risa.

—Oye, ¿cómo van las cosas con Nicolás?

—No me cambies de tema, Purita, que te conozco.

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