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Protección y vasallaje

E L ORDEN POLÍTICO DE LA C RISTIANDAD

I. E L F EUDALISMO Y LOS LAZOS DE LA FIDELIDAD

3. Protección y vasallaje

Señala R. Pernoud cómo de la formación empírica de la institución feudal, modelada por los hechos, las necesidades sociales y económicas, se seguía una gran diversidad en la aplicación de los principios generales. La naturaleza de los compromisos que ligaban al señor con sus vasallos variaba según las circunstancias, la naturaleza del suelo y el estilo de vida de los habitantes; de este modo los acuerdos y relaciones entre ambos se diferenciaban de una provincia a otra, o incluso de un campo a otro. Pero más allá de estas diversidades, había algo que permanecía estable, a saber, el pacto recíproco: fidelidad por una parte, protección por la otra; o en otras palabras: el lazo feudal. Porque este sistema nada tenía de utopista, no había brotado de un escritorio, sino que era el resultado de circunstancias concretas. Como dijera Henri Pourrat: «El sistema feudal ha sido la organización viva impuesta por la tierra a los hombres de la tierra» (L‟homme à la bêche, Histoire du paysan, Flammarion, Paris, 1941, 83).

Durante la mayor parte de la Edad Media, la característica esencial de la relación señor-vasallo es que se trataba de algo eminentemente personal: tal vasallo, concreto y determinado, se encomendaba a tal señor, igualmente concreto y determinado, se adhería a él y le juraba fidelidad, esperando de él subsistencia material y protección moral. La Edad Media amó todo lo que era personal y preciso. Ninguna época ha sido más propensa a descartar las abstracciones y las leguleyerías, en orden a enaltecer el trato de hombre a hombre. «El horror de la abstracción y del anonimato son características de la época», concluye R. Pernoud (cf. Lumière du Moyen Âge... 32-33.35). Semejante tesitura implica un magnífico homenaje a la persona humana.

Más concretamente, ¿cuáles eran las cargas feudales del vasallo? Como el señor debía pagar de su haber las erogaciones inherentes a su cargo, era lógico que obtuviera el dinero de los hombres a él encomendados. Su obligación

primordial de proteger a sus súbditos –no olvidemos que la nobleza tuvo un sesgo prevalentemente militar– implicaba, como es obvio, capacidad de lucha en orden a defender su dominio contra las posibles agresiones. Pues bien, la guerra exigía un equipo costoso: espadas, lanzas, escudos, cascos, cotas de malla, armaduras y caballos. Para proveerse de ello debía apelar a los recursos del feudo. Esta colaboración financiera era semejante a los impuestos actuales, no suponiendo más gastos que el de cualquier otro tipo de gobierno. Asimismo la ayuda personal en la milicia estaba incluida frecuentemente en el servicio de un feudo; el homenaje prestado por un vasallo noble a su señor suponía el concurso de las armas todas las veces que le fuese requerido.

Los señores, por su parte, tenían el deber de amparar a sus vasallos y de hacer justicia. Los castillos más antiguos, los que fueron construidos en la época turbulenta de las invasiones bárbaras, manifiestan de manera patente la función protectora del señor: las casas de los siervos y de los campesinos están ubicadas en las laderas de aquellos castillos; allí la población se refugiaba en caso de peligro, allí encontraba socorro y abastecimiento en caso de asedio. Defender a sus vasallos y hacer justicia. Tratábase de un deber arduo, que implicaba responsabilidades muy exigitivas, de las que debía dar cuenta a su soberano. Según puede verse, los poderes del señor feudal, lejos de ser ilimitados, como se lo ha creído generalmente, eran mucho menores de los que en nuestros días posee el jefe de una empresa o incluso un propietario cualquiera. Aquél no era un señor soberano, con absoluta propiedad sobre su dominio, sino que dependía siempre de un superior. Aun los señores más poderosos se subordinaban al rey. De la nobleza se exigía más equidad y rectitud moral que de los otros miembros de la sociedad. De hecho, por una misma falta, la multa infligida a un noble era muy superior a la que se imponía a un labrador. En caso de mala administración, el señor incurría en penas que podían llegar a la confiscación de sus bienes.

Señala R. Pernoud que, hacia el fin de la Edad Media, las cargas de la nobleza fueron disminuyendo paulatinamente sin

que sus privilegios se aminorasen; en el siglo XVIII se hizo flagrante la desproporción entre los derechos de que gozaban y los deberes insignificantes que les correspondían. El gran mal fue arrancar a los nobles de sus tierras; ya no eran más «defensores», y sus privilegios se encontraron sin sustrato. Ello provocó la decadencia de la aristocracia, corroída luego por la doctrina de los Enciclopedistas y la irreligión volteriana. En lo que compete a su Patria, observa la autora que semejante desviación significó la ruina de Francia, ya que «una nación sin aristocracia es una nación sin columna vertebral, sin tradiciones, presta a todas las vacilaciones ya todos los errores» (Lumière du Moyen Âge... 41-42).

La «infidelidad» en este campo, sea por parte del súbdito como de su señor, la ruptura del lazo feudal, con la consiguiente traición a los compromisos contraídos, constituía un verdadero crimen, el gran delito de la felonía. Calderón Bouchet ha especificado el delito y sus consecuencias: Si el vasallo faltaba a su juramento y el señor lograba probar su deslealtad ante la corte, aquél era considerado felón y desposeído de su feudo. Cuando sucedía lo contrario, el vasallo tenía derecho a hacer comparecer a su señor ante la corte de sus pares para que diese razón de la ofensa cometida. Constituían dicha corte los grandes vasallos del señor, por lo que el súbdito presuntamente ofendido tenía la garantía de un juicio proferido por personas tan interesadas como él en hacer respetar sus derechos comunes. En coincidencia con aquello que decía R. Pernoud acerca del carácter directo de las relaciones entre los hombres de la Edad Media, concluye Calderón Bouchet: «La justicia medieval es llana y directa, carece de los artilugios de un sistema jurídico racionalizador, pero es contundente, inmediata y concreta. No se funda en principios abstractos, sino en vínculos personales claramente determinados por los interesados y defendidos por ellos mismos ante personas afectadas por una situación semejante» (El apogeo de la ciudad cristiana... 190; cf. 186 ss).