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LOS PUNTOS DE CONTACTO

En el ideario político colombiano, hay un acervo de principios compartidos con igual entusiasmo por los contendores: los democráticos. Ese hecho ha inducido a inteligencias tan claras como la de Carlos E. Restrepo a considerar factible la formación de un grupo homogéneo, antipartidista, formado por los colombianos de buena voluntad, y de aquí las renovadas tentativas de partido republicano.

En Colombia, con mayor o menor amplitud y con los naturales matices de diversificación que impone la naturaleza humana, la inmensa mayoría de las gentes pensantes aceptamos el credo democrático. Sostenemos el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo y fundamos nuestras instituciones en el juego de la voluntad popular manifestada en los comicios. Si en los últimos tiempos el contagioso ejemplo de Mussolini y la constante lectura de “ L´ Action Francaise” donde Maurras y Daudet disfrazan con el atractivo de su talento de escritores los letales venenos de su teoría de violencia, ha afectado superficialmente algunos jóvenes, es preciso convenir en que el contagio ha sido reducidísimo en cuanto al número de los afectados y muy débil en cuanto a la profundidad de la afección. Se trata más bien de que convicciones íntimas, de una elegante actitud de snobismo político, para asombrar a los burgueses. Ni Silvio Villegas, ni Augusto Ramírez Moreno – el paradójico – llevarían a la práctica sus

afirmaciones retóricas el día en que se vieran comprometidos en las responsabilidades del poder. En ellos, la democracia es color natural del cabello y la autocracia cosmético adquirido en las librerías; desaparece al primer roce2.

El cesarismo democrático, esa nueva forma de tiranía surgida al calor del trópico como una enfermedad de la tierra excesivamente fecunda, no encuentra repercusión entre nosotros. Vallenilla Lanz y sus compañeros de incensario en la recámara de Juan Vicente Gómez no logran seducir a nadie con las apologías del régimen. El origen de las naciones imprime carácter a su historia y la nuéstra nació civil hasta la medula de los huesos. En Venezuela, la libertad, concebida por Bolívar, fue ejecutada por los hombres del Llano, primitivos, simplistas, violentos, ajenos a la meditación, enemigos del reposo, expeditos, hijos de la línea recta e implacable en la cabalgata frenética por la pampa y en la carrera desordenada por la vida. En Colombia, la libertad nació letrada. Fueron rosaristas y bartolinos, educados en la calma de las Siete Partidas y del Fuero Juzgo, expertos en latín y en cánones, citadores empedernidos como el Obispo de Mondoñedo, clasificadores de plantas y tocados de aficiones astronómicas, quienes crearon la república y ella quedó impregnada de su espíritu. Los patriotas se formaron siguiendo líneas antagónicas, pero todos ellos aceptaron sin beneficio de inventario la tradición legalista. Ni Bolívar con toda su gloria y su genio, ni Melo con su brutalidad de soldadote, ni Mosquera con su grandeza y la gratitud de un partido, ni Reyes con su concordia nacional lograron opacar el espíritu democrático del país. Los tres últimos sintieron la coalición de las fuerzas contra sus tentativas dictatoriales: los conjurados de la nefanda noche septembrina no eran tampoco homogéneos: la historia del país los vio después militar en campos opuestos: pero eran demócratas irreductibles.

La manera misma como se falsifica la democracia entre nosotros, implica un homenaje para ella. Aquí no se desconoce abiertamente la voluntad del pueblo sino que se la adultera: hay fraude electoral pero no falta de elecciones. Desde hace muchos años ni siquiera se recurre a la violencia para establecer el fraude, sino que se acude a la tinterillada o al lodo. La esencia misma de la vida republicana es entre

nosotros tan sagrada como la hospitalidad en ciertos pueblos3.

Económicamente, los partidos también se confunden. En general, todos somos proteccionistas en mayor o menor escala. Cuando algunos liberales, apoyados por ministros conservadores, se empeñaron por abaratar la vida a su manera, invocaron el libre cambio y revolvieron el congreso con las tesis de

2 Este capítulo se escribió hace mucho tiempo y ya los ilustres leopardos están curados de su inclinación fascista.

3 El párrafo anterior estaba escrito hace varios años y hemos querido dejarlo tal como lo escribimos para acreditar la

sinceridad de nuestro pensamiento. Infortunadamente, de entonces para acá ha corrido mucho tiempo y con el tiempo han cambiado multitud de cosas. Tan profundo fué el cambio introducido por el liberalismo gobernante en la psicología nacional, que hoy se encuentra nuestro partido sin representación en congreso y asamblea, porque la violencia de las turbas alcanzó por fin – ante la cómplice benignidad del gobierno – su meta incuestionable: alejarnos de las urnas. El liberalismo sigue apegado teóricamente a la democracia y ahí radica lo peor de la tragedia. Cómo alcanzar nuestras justas finalidades políticas si sólo se pueden obtener por medios democráticos, y su ejercicio se nos impide?

Cobden, pero entre su libre cambio y el proteccionismo de los adversarios hubo la diferencia que existe entre una temperatura de 95 grados y otra de 100. En 1924 asistimos por primera vez a la cámara de representantes. El grupo liberal disidente llamado “ Los doce Apóstoles” , se emprendió movido por un afán de doctrinamiento a que lo llevaba su ruptura con la mayoría de su propia comunidad, una campaña económica, con visos populares. En nuestra calidad de espectadores (pues nuestra actuación en aquella época fue de pura observación) nos interesamos vivamente por un debate que rodaba sobre nuestros estudios preferidos. Ibamos a ver en pleno congreso la discusión de los principios analizados en nuestra cátedra universitaria. Mario Ruiz, inteligente y literato, pronunció un gran discurso librecambista, sobre los derechos del consumidor y la protección al pueblo por medio de los precios bajos... para pedir simplemente una infeliz reducción del arancel, que lo dejaba tan proteccionista como antes. La cámara poco o nada se preocupó por el asunto. A pesar del carácter doctrinario que los doce apóstoles querían dar a su campaña, conservadores y liberales estábamos convencidos de que aquello no valía la pena de un combate por la sencilla razón de que estábamos de acuerdo.

En las líneas estructurales de organización constitucional, los partidos se confunden nuevamente. En el siglo pasado, hasta 1886, federación y centralismo fueron banderas de discordia, si bien grandes masas de conservadores (entre ellos los antioqueños) aceptaron el canon federalista más propio del liberalismo; pero hoy en día parece universalmente aceptado el régimen unitario y apenas hay diferencia de opinión sobre la manera más o menos intensa como deba aplicarse. Las simpatías aún latentes por la soberanía seccional de los departamentos, se atenúan en los conductores políticos ante la necesidad apremiante de consolidar la unidad nacional y de apretar cada vez más los vínculos que hagan de nuestra patria un armonioso y eficiente conjunto.

Todos defendemos los derechos individuales y las garantías sociales; incorporamos el habeas corpus a nuestros principios básicos, practicamos la tolerancia de cultos, respetamos la libertad de imprenta y, al menos en teoría, la intangibilidad del sufragio. El feminismo, apenas embrionario, no plantea aún el problema del voto de las mujeres y no han tenido tiempo u oportunidad los partidos para hacer suyas, como plataforma doctrinaria, determinadas reivindicaciones femeninas.

En los últimos tiempos ha surgido, como punto de oposición entre conservadores y liberales, la cuestión del gobierno presidencial frente al régimen parlamentario. Los parlamentarios de los últimos diez años han escuchado y aún aprobado votos de censura, prohibidos por la constitución, y hasta llegaron a presentarse proyectos de reforma constitucional en este sentido. Generalmente el liberalismo acogió la iniciativa y pudo pensarse con ligero estudio, que en ese terreno se planteaba una verdadera lucha partidista. Pero analizado con frialdad el fenómeno, no encontramos en él nada que supere los límites de una accidental oportunismo político. En efecto, cuando el liberalismo era partido de oposición, veían en el régimen parlamentario un eficaz sistema para aprovechar escisiones entre los grupos del

partido gobernante y formar con los disidentes mayorías ocasionales que le permitieran aumentar su influencia y aun imponer a veces su voluntad al ejercicio; pero convertido en partido de gobierno, es difícil que adopte semejante táctica que lo pondría en muchos de los casos a merced de su adversario tradicional. Si instinto de conservación le pide hoy un ejecutivo fuerte, ajeno al vaivén azaroso de las cámaras; un ejecutivo capaz de desarrollar labor política intensa y permanente. Es de suponer que las veleidades parlamentarias no vuelvan a afectarlo sino cuando dividido en fracciones por la acción disolvente del poder, encuentre en la alianza conservadora el modo de imponer contra el ejecutivo el querer de determinado grupo. Mejor dicho, y sin entrar a analizar las ventajas o inconvenientes del régimen, nos atrevemos a pensar que el parlamentarismo no será posible en nuestro medio, sino cuando los grandes partidos tradicionales se dividan y subdividan en grupos que impongan la necesidad de formar gobiernos de transacción y componenda. Mientras continuemos agrupados en las dos huestes antagónicas, cada una de ellas pedirá a la victoria la totalidad de sus gajes y encontrará en la derrota la suma de sus desgraciadas consecuencias.

Hé aquí, a grandes trazos, la fisonomía común a nuestros partidos. Dejemos para el siguiente capítulo la crítica de sus diferencias.