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E L R ENACIMIENTO C AROLINGIO

L A CULTURA EN LA C RISTIANDAD

I. E L R ENACIMIENTO C AROLINGIO

No sería justo afirmar que con la caída del Imperio Romano, se extinguió todo resabio de cultura. Aquí y allá, en la Europa primitiva dominada por las tribus bárbaras, se fueron encendiendo pequeños focos de vida intelectual. Así, durante los siglos V y VI, en el norte de Italia dominada por Teodorico, rey ostrogodo, con sede en Ravena, tuvo lugar un pequeño «renacimiento» con el apoyo de Boecio y Casiodoro. En la España visigótica apareció también una gran figura, S. Isidoro de Sevilla, eminente autor enciclopédico, quien tuvo el mérito de transmitir a las generaciones venideras lo que él había sistematizado del pensamiento antiguo. Gran Bretaña, por su parte, a comienzos del siglo VIII, nos legó a S. Beda el Venerable, monje erudito, que creó en la Iglesia anglosajona un centro de cultura en torno a su persona. Según algunos autores, Beda representa en Occidente el momento culminante de su cultura intelectual durante el período comprendido entre la calda del Imperio y el siglo IX.

También a Inglaterra le debemos a Vinfrido, que tomaría luego el nombre de Bonifacio, uno de los hombres más grandes del siglo VIII, el principal artífice de la conversión de los germanos al cristianismo, quien sería el que consagrase a Pipino el Breve, padre de Carlomagno, muriendo finalmente mártir en Fulda en 754. Tanto S. Beda como S. Bonifacio prepararon un compacto grupo de monjes misioneros, los

cuales, en todos los lugares donde predicaron, juntamente con el cristianismo llevaron las letras y la civilización.

Sin embargo todos esos esfuerzos no tuvieron sino un carácter preparatorio. Fue la influencia personal de Carlomagno la que confirió al resurgir cultural, hasta ahora restringido a núcleos muy limitados, proyecciones más amplias. Nada muestra mejor la verdadera grandeza de su carácter que el celo que puso este príncipe guerrero y casi analfabeto en restaurar la educación y elevar el nivel general de la cultura en sus dominios. El llamado «renacimiento carolingio», que se manifestó tanto en las letras como en las artes, tuvo su centro en el mismo palacio del Emperador, sito en Aquisgrán, ciudad ubicada en el corazón geográfico del Imperio. Allí se formaría una verdadera escuela, que por tener precisamente su sede en dicho palacio, tomó el nombre de «Escuela Palatina», desde donde, como por oleadas, se iría difundiendo por todo el Imperio un hálito de cultura, con epicentro en diversas sedes episcopales y monásticas tales como Fulda, Tours, Corbie, San Gall, Reichenau, Orleans, Pavía, etc.

¿Cómo hizo el Emperador para llevar a cabo su gran proyecto? Ante todo mediante una suerte de convocatoria cultural, gracias a la cual logró que concurriesen a Aquisgrán hombres cultos de todas las regiones que estaban bajo su dominio. Del sur de Galia acudieron el poeta Teodulfo de Orleans y Agobardo; de Italia, el historiador y poeta Pablo Diácono, autor de la «Historia de los Lombardos», así como Pedro de Pisa y Paulino de Aquileya; de Irlanda, Clemente y Dungal; del monasterio de Fulda, el joven Eginardo, quien luego escribiría la vida de Carlomagno; y así de otros lugares. Anglosajones, irlandeses, españoles, italianos, germanos..., de todas las regiones antiguamente civilizadas por los romanos afluían ahora sus mejores exponentes a la corte de Carlomagno para contribuir con su aporte al Renacimiento carolingio.

Pero semejante concentración de cerebros habría resultado anárquica si el gran Emperador no hubiera pensado en alguno que los organizara. Teóricamente hablando, sólo un

discípulo de Beda y Bonifacio, en cuyo ámbito medio siglo antes se había producido lo que se dio en llamar «el prerrenacimiento anglosajón», podía estar en condiciones de dirigir con acierto la gran empresa cultural que se proponía llevar adelante el soberano, y providencialmente este discípulo apareció en uno de los viajes que el rey hiciera por Italia. De paso por la ciudad de Pavía, tuvo la oportunidad de conocer allí a un monje de la escuela de York, discípulo del arzobispo Egberto, el cual, a su vez, había estudiado con S. Beda. Este monje se llamaba Alcuino, quien desde muy joven se había destacado en el estudio de las artes liberales y en las letras latinas, de acuerdo con la gran tradición que provenía de Boecio, Casiodoro, Isidoro y Beda. No sería un genio, pero tenía todas las condiciones que caracterizan al organizador y al maestro. Carlomagno, feliz con el hallazgo, le propuso establecerse en su capital e instaurar allí el método de estudios que regía en la escuela de York, en Inglaterra. Así fue como Alcuino se puso al frente de la Escuela Palatina de Aquisgrán, haciendo de ella un modelo de institución formativa para la mayor parte de Europa occidental. Desde Aquisgrán se extendió por doquier el ciclo de las artes liberales –de dicho ciclo hablaremos enseguida–, que había explicado S. Isidoro y habían seguido los anglosajones, completado con el estudio de la Sagrada Escritura y de la Teología. Tanto Galia, como Germania e Italia, por la voluntad de Carlomagno y el celo de Alcuino, conocieron de este modo un período de esplendor cultural.

Un dato curioso. Carlomagno concibió su empresa como una especie de resurrección de la cultura grecoromana. Quizás en el telón de fondo de su intento se escondiese una idea más vasta, la de reinstaurar el Imperio antiguo, ahora con sede en Aquisgrán. Los intelectuales que trajo de tantos lados tomaron apodos que recordaban los tiempos clásicos; así, el poeta franco Angilberto, se hizo llamar Hornero, el visigodo Teodulfo, Píndaro, y el inglés Alcuino, Flaccus. Las artes de la época se inspiraron en las formas antiguas e incluso los retratos que nos quedan en ciertos manuscritos carolingios nos ofrecen efigies tan individualizadas como los bustos romanos de la época de Augusto.

¿No resulta curioso este Renacimiento antes de tiempo? Refiriéndose a lo que acaecería luego, en la Edad Media propiamente dicha, y al Renacimiento ulterior, escribe R. Guardini: «La relación de la Edad Media con la antigüedad es bastante viva, pero diversa de como será en el Renacimiento. Esta última es refleja y revolucionaria; considera la adhesión a la antigüedad como un medio para apartarse de la tradición y liberarse de la autoridad eclesiástica. La relación de la Edad Media, por el contrario, es ingenua y constructiva. Ve en las literaturas antiguas la expresión inmediata de la verdad natural, desarrolla su contenido y lo elabora ulteriormente... Cuando Dante llama a Cristo “el sumo Júpiter”, hace lo que la liturgia cuando ve en Él al Sol salutis, algo pues totalmente diverso de lo que hará el escritor del Renacimiento, al designar con nombres de la mitología antigua las figuras cristianas. En este caso nos encontramos frente al escepticismo o a una falta de discernimiento; en cambio en el primer caso se expresa la conciencia de que el mundo pertenece a los que creen en el Creador del mundo» (La fine dell‟epoca moderna... 22-23).

Carlomagno murió en 814, pero el Renacimiento cultural que había impulsado, y que se manifestó también en la arquitectura, la iluminación y la miniatura, lo sobrevivió casi durante un siglo. De Gran Bretaña e Irlanda siguieron llegando al país de los francos hombres ilustres como Juan el Erígena, llamado también el Irlandés o el Escoto, que huían con sus libros de las embestidas de los escandinavos. De la abadía de Fulda, que continuó resplandeciendo como un vigoroso centro de cultura religiosa y profana, salió Rábano Mauro, teólogo y literato que introdujo en Alemania la ciencia de las Etimologías de S. Isidoro.

El hecho es que la Europa occidental postromana consiguió alcanzar su unidad cultural por primera vez durante el reinado de Carlomagno, clausurándose así el período del dualismo en materia de cultura que había caracterizado la época de las invasiones bárbaras, y lográndose la completa aceptación por parte de los bárbaros del ideal de unidad que sustentaban conjuntamente el Imperio y la Iglesia católica.

Según Dawson, todos los elementos que constituirían la civilización europea estaban ya representados en la nueva cultura: la tradición política del Imperio romano, la tradición religiosa de la Iglesia católica, la tradición intelectual de la cultura clásica y las tradiciones nacionales de los pueblos bárbaros. Tal sería la primera gran síntesis, en los albores de la Cristiandad, un verdadero puente entre la cultura antigua y la cultura medieval, la aurora de «la gran claridad de la Edad Media». De no haberse producido el renacimiento carolingio, la continuidad cultural se hubiese visto quebrada y la civilización habría perecido en los dos siglos de caos que siguieron a la desaparición de Carlomagno, sin que los hombres que vinieron después hubiesen podido recoger una sola piedra del edificio que había levantado la antigüedad.

II.L

A CULTURA POPULAR

Entremos ahora en el análisis del período específicamente medieval, en sus siglos propiamente tales. La Edad Media conoció, como es natural, la escolaridad en sus diversos grados. Pero antes de explayarnos sobre ello, digamos algo acerca de la cultura general del pueblo.

Señala Daniel-Rops que si hay una idea generalmente admitida en los manuales y en el común sentir de la gente es el de la ignorancia de las multitudes en la Edad Media, como si se hubiese tratado de un pueblo poco menos que analfabeto y, por lo mismo, sometido ciegamente a cualquiera que tuviese un mínimum de autoridad o de conocimientos. Preconcepto evidentemente disparatado cuando quedan de aquella época tantos testimonios populares de fecundidad intelectual y artística.

En primer lugar, se pregunta Rops, ¿era el número de analfabetos en la Edad Media tan grande como se piensa habitualmente? Dada la multitud de clérigos, que en aquel tiempo eran los mejor formados intelectualmente, y de profesores famosos que salieron de los rangos del pueblo más sencillo, parece difícil concluir que la instrucción común de los niños haya sido tan deficiente. Destacados intelectuales de la Edad Media fueron de extracción social humildísima.

Asimismo, y esto es capital, por aquel entonces no se pensaba que fuese lo mismo saber leer que ser instruido. «Pues si en nuestros días la pedagogía y la cultura descansan sobre datos que son sobre todo visuales, adquiridos por la lectura y la escritura, en cambio en la Edad Media, en la que el libro era raro y costoso, el oído desempeñaba un papel mucho mayor» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, pág. 376.

Como prueba de este primado del oído sobre la vista, se ha traído a colación el siguiente dato tomado de un capítulo de los Estatutos Municipales de la ciudad de Marsella, que datan del siglo XIII, donde tras la enumeración de las cualidades requeridas para ser un buen abogado, se concluye con estas palabras: «litteratus vel non litteratus», es decir, sepa leer o no. En aquel tiempo, conocer el derecho –así como la costumbre– era para un abogado más importante que saber leer y escribir (cf. ibid.)

Atinadamente se ha observado que si la cultura medieval no se basó en la escritura humana, sí lo hizo en la Escritura sagrada, revelada por Dios, y conocida por la gente a través de mil conductos. Los sermones, las conversaciones, el arte expresado en las catedrales, toda la producción literaria en verso o en prosa, y hasta los sainetes y romances, presuponen en el pueblo un conocimiento pasmoso de la Biblia, una frecuentación familiar del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y si se ha dicho que los vitrales constituían «la Biblia de las analfabetos» es porque incluso los más ignorantes eran capaces de descifrar allí historias que les resultaban familiares, llevando a cabo ese trabajo de interpretación que en nuestros días saca canas verdes a los especialistas de arte. Y todo eso es cultura.

De ahí que sea tan equitativo lo que a este respecto afirma Régine Pernoud, es a saber, que cuando se quiere juzgar del nivel de instrucción del pueblo durante la Edad Media no corresponde minusvalorar lo que llama «la cultura latente», es decir, ese cúmulo de nociones que la gente recibía participando en la liturgia, o escuchando relatos en los castillos, o incluso oyendo las canciones de los trovadores y

juglares. Desde que apareció la imprenta, nos cuesta concebir una cultura que no pase por las letras (La femme au temps des cathédrales, Stock, París, 1980, 74). Señala la autora que quizás hoy nos sea posible entender mejor el influjo nada desdeñable que tienen en la educación algunas formas de expresión cultural por el gesto, la danza, el teatro, las artes plásticas, los audiovisuales...

No siempre, en efecto, se identificó cultura y letras. Se cuenta que de visita por España, Chesterton conoció en cierta ocasión a un grupo de labriegos, e impresionado por la sabiduría que revelaba su modo de hablar y de comportarse, dijo admirado: «¡Qué cultos estos analfabetos!».

Particularmente la predicación fue determinante en la formación de la cultura popular de la Edad Media. No era aquélla, como lo es ahora, una suerte de monólogo, a veces erudito, ante un auditorio silencioso y convencido. Se predicaba un poco en todas partes, no solamente en las iglesias, sino también en los mercados, las plazas, las ferias, los cruces de rutas. El predicador se dirigía a un auditorio vivo –y vivaz–, respondía a sus preguntas, atendía a sus objeciones. Los sermones obraban eficazmente sobre la multitud, podían desencadenar allí mismo una cruzada, propagar una herejía, provocar una revuelta... El papel didáctico de los clérigos era entonces inmenso; no sólo enseñaban al pueblo la doctrina revelada, sino también la historia y las leyendas. En la Edad Media la gente se instruía escuchando.

Y hablando de leyendas, R. Pernoud ha señalado su gran virtud formativa: «Las fábulas y los cuentos dicen más sobre la historia de la humanidad y sobre su naturaleza, que buena parte de las ciencias incluidas en nuestros días en los programas oficiales. En las novelas de oficio que ha publicado Thomas Deloney, se ve a los tejedores citar en sus canciones a Ulises y Penélope, Ariana y Teseo...» (Lumière du Moyen Âge., 132).

Digamos, para terminar, que buena parte de la educación popular era transmitida por ósmosis, de generación en generación. El hijo del campesino era iniciado por su padre en

el arte rural, el aprendiz se instruía en su menester gracias a la enseñanza de su maestro, cada uno según su condición. ¿Hay derecho a tener por ignorante a un hombre que conoce a fondo su oficio, por humilde que sea?