• No se han encontrado resultados

La reina encontró a su rey, eso es cierto. Se reconocieron.

Ambos tenían mucha experiencia en eso de las relaciones humanas y los desencuentros emocionales. No en vano, llevaban más de cuarenta y tantos años en la Tierra. Ambos habían dedicado mucho tiempo de sus vidas a convertirse en seres humanos maravillosos, dignos de un rey, dignos de una reina. Pero no te asustes: no a todos los reyes y reinas les lleva tanto tiempo encontrarse, aunque bien es cierto que, estadísticamente hablando, suelen hacerlo después de un primer divorcio, y no antes de los cuarenta años cronológicos.

La reina, una vez superado el acontecimiento vital con el caballero de la armadura demasiado oxidada -que emigró a otro país-, se dedicó a vivir su vida plenamente mientras preparaba su regreso a Italia. Una vez allí, llamó al rey y la historia comenzó. Al principio fue una amistad muy bella, aunque ambos sabían que lo que se estaba cociendo en su interior era algo más profundo y extenso que una simple amistad. Sin embargo, respetaron los plazos y el ritmo del destino, al igual que hicieran la primera vez. Ambos estaban absolutamente seguros de una cosa: si eran almas gemelas con un destino común, así sería. El destino les volvería a unir, igual que hizo aquella tarde en la que ella le abrió la puerta.

El Universo conspira para que dos almas predestinadas se encuentren en la Tierra. A menudo el primer encuentro ejerce tan sólo de «presentación», ya que la relación no se iniciará hasta tiempo más tarde (se desarrollará en el nivel consciente). No obstante, con el propósito de que ambos «tengan paciencia, perseverancia, persistencia y fe» en seguir esperando y buscando a su alma gemela, ambos son presentados con la intención, por parte de los dioses, de que «vayan abriendo boca» y como «adelanto del exquisito manjar que les aguarda».

Durante mucho tiempo, el rey se apareció en sueños a la reina y le contó diversas cosas sobre sí mismo. Le facilitó mucha, mucha información acerca de él, como ya te conté en capítulos anteriores. Y llegó el día en que le mostró claramente su rostro. De ese modo, ella aprendió a creer en sus sueños. Asimismo, se convenció a sí misma de que era una reina muy reina y que, como tal, se merecía solamente cosas reales -en todas las acepciones de la palabra- y seres auténticos de real corazón, esto es, almas viejas evolucionadas a lo largo de sus existencias y maceradas al abrigo de las lecciones aprendidas.

La reina se reconfortaba rememorando sus sueños, a la par que aprendía de ellos. Todos los sueños del alma se hacen realidad cuando uno se aferra a ellos y no los olvida. Son las fantasías o ensoñaciones de la personalidad las que se desvanecen en el túnel del tiempo, por ser meras quimeras y pura elucubración sin fundamento ni alimento alguno del alma. Únicamente los sueños del alma merecen la pena, ya que es la voz de ésta la que nos susurra información acerca de nuestro futuro en la Tierra. Un futuro que suele ser muy prometedor.

El rey de sus sueños, y nunca mejor dicho, era un hombre de bellos ojos, amable rostro y más hermosas palabras si cabe. Le contaba a la reina que debía creer en ella, que la amaba, y le rogaba que le esperase, que no se comprometiese con nadie. Solía aparecerse vestido tal y como iba en la vida «real» -esa que no pertenece a los sueños del alma, sino a lo que comúnmente la humanidad conoce como realidad, que no deja de ser el campo de sueños de la personalidad-, realizando actividades relativas a su vida humana. Una vida común, un

oficio común, un rostro común, todo en él era aparentemente común. Si bien el alma que le daba sentido era excepcional. Un alma extraordinaria, fuera de lo común, como la de la reina. Ambos se habían conocido ya en encarnaciones anteriores, lo cual les había permitido macerar y consolidar la relación. Hubo una civilización en la que se reunieron varias veces, si bien no siempre fueron pareja. En ocasiones fueron hermanos o, simplemente, grandes amigos del alma. La civilización a la que me refiero fue la que habitó en Egipto, aquélla de los faraones. De ella se trajeron en la memoria cósmica la igualdad entre hombre y mujer, la libertad de credos, la unión mística con el Cosmos, las verdades ancestrales acerca de cómo curar el alma cuando sufre en su vida humana -el cuerpo enfermo es el grito de petición de auxilio que emite el alma cuando está sufriendo-, la comunión de las almas y muchos conocimientos que les ayudarían tanto en su vida cotidiana como en su relación. Asimismo, sus ojos guardaban el brillo de las gentes de Egipto. De una u otra manera ambos reflejaban en sus ojos la esencia de aquella civilización y de sus vidas pasadas. Los ojos de la reina podían ser de muchos sitios (incluso le habían comentado que bien podía ser rusa por tener pómulos altos como los eslavos), pero claramente tanto su trazo almendrado como su color hacían alusión a la tierra de los faraones. Con los ojos del rey ocurría otro tanto: eran enigmáticos y sonrientes a la par, ardientes, profundos e inescrutables como el desierto de Egipto, y eternos como las pirámides cuyo enigma nadie ha podido descifrar aún. Un alma a la que sólo podías abarcar con tu libertad y ceñir con los latidos del corazón. Un alma que se reflejaba en sus rasgos de guerrero chamánico... Podría ser egipcio, pero también podría ser un indio americano... ¡Quién sabe! Asimismo, he de confesarte que el padre de la reina era un caballero de tez egipcia cuya fisonomía era propia de aquel lugar. No en vano mucha gente le había preguntado a la reina en más de una ocasión acerca del lugar de procedencia de su progenitor.

Tantas claves. Tantos recuerdos que los acercaban a través del tiempo y del espacio. Igualmente sus nombres contenían un mensaje en clave, pero eso a ellos no pareció importarles demasiado. Lo que de verdad contaba era el tesoro que llevaban en su interior, un alma en comunión con la otra, razón por la cual extendieron sus lazos alados del alma para poder así estar cerca el uno del otro y sentirse en las noches de soledad humana, reconfortándose al abrigo del suspiro eterno, al alba del sentimiento que les acompañaba desde hacía siglos. Un rey para una reina.

Una reina para un rey.

Una radiante estrella fugaz se creó cuando ambos unieron sus miradas y entrelazaron sus destinos aquella tarde en la que la reina abrió la puerta al rey.

Ambos eran dos almas evolucionadas.

Dos seres que se habían estado iluminando así mismos. Dos corazones con alas.

Dos seres reales, en toda la extensión de la palabra.

Dos almas enamoradas que se habían estado buscando a través de los pliegues de la vida humana hasta hallar sus rostros entre la multitud.

Dos espíritus que, entrelazadas las alas, no habían dejado nunca de buscarse.

Dos seres empeñados en encontrarse, en quitarse de encima el yugo del olvido consciente de la memoria humana.

Dos seres que prometieron buscarse en cada vida humana porque la añoranza de pertenecerse creaba insoportables noches oscuras del alma, y sólo podían calmarla al abrigo de los sueños eternos.

Sus alas se buscaban. Sus almas se encontraron. Sus ojos se miraron un amanecer.

Las aguas primordiales del sueño eterno discurrían por las calles interiores de su recuerdo. Un latido común.

Risas que aleteaban sus noches de ausencia. Unos ojos que se miraban en sueños.

Una voz que susurraba palabras angelicales. El amor del alma.

El alma de la vida más allá de las palabras recobradas y los sentidos. El amor hecho verbo en sus labios para poder ser pronunciado. El amor del alma.