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Al llegar las últimas funciones de una temporada, cuando uno está en el escenario y ve que los asistentes se juntan entre bambalinas, sabe que se avecina algo.

Carlos López Puccio (Argentino)

Las sabias palabras de López Puccio sirven para describir el ambiente que reina en torno de Les Luthiers cuando está próximo el final de temporada. Todos saben que ha llegado la época de las bromas y hay preparativos y miradas cómplices y ese sentimiento de angustia previo al advenimiento de Algo que los ingleses llaman anticipation.

La expectativa suele verse recompensada. Las bromas de fin de temporada de Les Luthiers han pasado a ser una institución en el grupo. Siguiendo el espíritu estudiantil que en él prevalece, estas pequeñas jugarretas equivalen a los jolgorios de fin de curso en colegios y universidades, cuando los alumnos, liberados ya de las tensiones y los exámenes, convierten en un maremoto de espuma y detergente la solemne fuente central del edificio, meten una vaca en la habitación del prefecto de disciplina o filtran una canción bailable en los altavoces, para que se escuche en vez del himno nacional durante la ceremonia de grado.

Bromas de fin de temporada las ha habido de variada especie, pero nunca tan sangrientas y pesadas que la víctima no ría. Casi todas acuden a la sustitución de textos, la aparición de objetos inesperados o las sorpresas pregrabadas. Pero han llegado a intervenir seres de carne y hueso. Literalmente. M arcos M undstock, convertido en el enamoradizo pero caduco José Duval, sorprendió a sus compañeros introduciendo una modelo en bikini a la función final de El reír de los cantares en Buenos Aires.

En otra oportunidad, Daniel Rabinovich salió disfrazado de pantalón corto y globo a hacer una escena con el sorprendido Carlos Núñez, quien tuvo que soportar, además, que el pequeño le recitara un poema intolerable con vocecita de tonto. Cuando se presentaba la introducción de Carolino Fuentes —un texto prácticamente inédito—, estaba programado un varonil y telúrico grito de «¡ahijuna!» a cargo de M undstock. Pues bien: en cierto festejo de despedida, y con la complicidad del técnico sonidista, se produjo en el instante clave un corte en el micrófono de M arcos y se oyó una grabación que durante cuatro segundos emitió un excitado y desconcertante alarido femenino.

En ciertos números las bromas se vuelven parte del programa, y no es preciso esperar hasta el cierre de la temporada para ponerle zancadillas al luthier interlocutor. En «La balada del 7.° Regimiento», perteneciente a El reír de los cantares, Rabinovich pregunta a Puccio el nombre de un establecimiento, y aquel menciona el bar Flora, palabra bisílaba que pasa luego a formar parte del primer verso de la balada. Ocasionalmente, Puccio cambiaba el nombre por otro de igual longitud a fin de saludar a algún amigo o amiga presente en la sala: Pilar, Susi, Pepe… Pero un buen día descubrió que podían disfrutar mucho más si el nombre resultaba un poco más largo. Desde entonces, Rabinovich no supo qué hacer para acomodar en la estrecha métrica de la balada los apelativos

esperpénticos que inventaba Puccio ante la traviesa expectativa de sus compañeros: Cuauhtémoc, Epaminondas, Nabucodonosor…

Nombres crueles, pero al menos sin olor. Apestaban, en contraste, los productos que M aronna resolvió traer en su canasta durante los encuentros de Clarita y Rosarito en «Pasión bucólica». El libreto mandaba que M aronna (Rosarito) llegase a visitar a Núñez (Clarita) y le ofreciera un pequeño paquete, al tiempo que decía: «Le traje unas masitas dulces, querida…»

El atado, obviamente, no traía masitas, sino un relleno de cartón, circunstancia sin importancia alguna, toda vez que el público nunca llegaba a percatarse de su contenido real. Sin embargo, M aronna consideró que sería amable de su parte que no todo fuera cartón. Y durante toda una temporada incluyó objetos pestilentes que torturaban al pobre Núñez: pescado crudo, cebollas, ajo… Las autoridades sanitarias estuvieron a punto de prohibir el espectáculo una noche en que Rosarito optó, además, por insistir a la infeliz y reticente Clarita: «Pruebe, pruebe, querida…»

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M asana fue artífice y también víctima de más de una broma. En el «Concierto de M pkstroff» le correspondía asestar un solemne golpe final de platillos con gran aparato. En una función de despedida de temporada, el golpe no se ejecutó con gran aparato sino aparatosamente, porque sus compañeros le amarraron los platillos entre sí y cuando al fin pudo desatarlos lo salpicó una lluvia de talco que los malditos habían escondido en el cuenco del instrumento.

Pero M asana iba a tener ocasión de vengarse en una gira. En ese mismo número, el concertista (Núñez) intenta abrir el piano y descubre que está rebeldemente cerrado. Se incorpora entonces Rabinovich, practica un par de atemorizadores gestos de karate ante el piano y procede entonces a levantar la tapa con el dedo meñique. Aquella noche en La Fusita, café-concierto de Punta del Este (Uruguay), Daniel realizó la consabida maniobra karateca; pero, cuando quiso alzar la tapa, le fue imposible. Nuevo intento, nuevo fracaso. Tercera maniobra, y nada. El asunto ya se había vuelto el desconcierto M pkstroff cuando se acercó M asana, retiró un clavo escondido que había atravesado en la tapa antes de la función y pudo más la maña del bromista que la fuerza del karateca.

El número de «M i bebé es un tesoro», que uno o dos luthiers aborrecen, fue foco de insistentes bromas y tropiezos encaminados, aunque parezca difícil, a tomarle el pelo a M undstock. Núñez extraía de la cuna un muñeco envuelto en una manta, y M arcos le comentaba:

—¡Qué bonito bebé! ¿Y cómo se llama? —Anubis Ganimedes Francis —respondía Núñez. —¡M uy bonito nombre! ¿Y es nena o varón?

Núñez observaba entonces con apresurada curiosidad entre los pañales, y exclamaba: «¡Varón!» En una función de Buenos Aires, Carlitos se tomó el trabajo de arropar un muñeco de color negro y, cuando M arcos le disparó la consabida pregunta, le enseñó el negrito, para estupor absoluto de M undstock, al tiempo que decía: «Es el hijo del jardinero…»

Sin embargo, la más embarazosa situación con el muñeco estaba aún por ocurrir. Y sucedió en Almería, España. Sin que ninguno de los luthiers involucrados en la escena lo supiera, los asistentes compraron un muñeco al cual se encargaron de añadir bajo los pañales, con pasmoso realismo, los rasgos necesarios para que quedase muy claro que Anubis Ganimedes Francis era nombre de varón y

no de nena. De este modo, cuando Núñez inspecciona el muñeco ante un teatro lleno, descubre una sorpresa de tal tamaño que por poco no puede aguantar las carcajadas. Por toda respuesta, se limita a permitir que M arcos compruebe por sí mismo y quede también al borde del ataque de risa.

Con el pobre M undstock se han ensañado sus compañeros en otras ocasiones, aprovechando su condición de hombre bondadoso y apacible. El Teatro Odeón, de Buenos Aires, tenía en el piso del escenario unas rejillas, invisibles desde la sala, que servían para la ventilación de los concertistas. En 1975 Les Luthiers presentaban el recital del año, que exigía, como siempre, la lectura de varios textos introductorios. Aquella noche de despedida, M arcos había tomado posición frente a su atril para dar lectura a los textos, cuando empezó a escuchar que una vocecita le decía cosas sumamente desagradables:

—¡Pelado roñoso! —¡Callate, basura! —¡Andate a tu casa, boludo!

M undstock tuvo que hacer acopio de toda su sangre fría para, simultáneamente: a) no echarse a reír, que era lo que más quería; b) seguir leyendo inalterable, que era lo que le parecía cada vez más difícil; c) averiguar de dónde salían los insultos, que era lo que le intrigaba. Al cabo de varios minutos, no resistió más la curiosidad: dejó los papeles en el atril y, sin importarle la presencia del público, terminó agachado buscando el origen de los ultrajes. Gracias a una cuidadosa y desvergonzada inspección en cuatro pies, logró descubrir que provenían de la rejilla del piso, donde los asistentes habían ocultado un pequeño parlante que recogía los epítetos emitidos desde un micrófono cómplice escondido entre telones.

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López Puccio (argentino), cuyo filosófico epígrafe preside este capítulo, ha dicho también sobre las bromas de fin de temporada: «Son parte de la salsa nuestra; son el condimento que nos permite soportar las largas temporadas.» Pues bien: a él también lo han sazonado con el picante condimento. El mejor plato de Pucho en salsa que se recuerde lo prepararon compañeros y asistentes con minuciosidad que podría llamarse cruel. Uno de los números más aplaudidos de El reír de los cantares es la «Selección de bailarines», parodia de «A Chorus Line», en la que un aspirante llamado Dimitri recuerda lo que decía su padre, excepcional estrella del Ballet Bolshoi. Para más teatral efecto, cuando Dimitri evoca a su padre se oscurece el escenario y el reflector central ilumina el rostro nostálgico del muchacho. En ese instante, una cinta grabada transmite la sabia palabra del padre: «¡Inútil!…»

Para despedir una de las temporadas en el Coliseo, la pandilla siniestra de luthiers + asistentes consideró que era aconsejable ampliar el léxico del padre de Dimitri, pero, naturalmente, sin comunicárselo a su desdichado hijo. De este modo, aquella noche el joven bailarín escucha con rostro plácido —pero las tripas revueltas de risa— que su progenitor le dice, con inconfundible acento moscovita:

—¡Inútil!… ¡Torpe!… ¡Holgazán!… ¡Cabeza hueca!…

La lista era ya más de lo que un buen hijo o un artista serio podrían permitir. Pero López Puccio oía con pavor que su papá no terminaba aún:

—¡Ridículo!… ¡Horrible!… ¡Tontito!… Shlemazl!…

Al escuchar el shlemazl, y a pesar de ignorar su significado, Puccio estuvo a punto de capitular. Pero logró mantener la compostura para percibir que el regaño seguía:

—¡Porquería!… ¡Ansioso!… Y, finalmente:

—… ¡Bailas peor que yo!

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Tenía razón el filósofo del epígrafe: al llegar las últimas funciones de una temporada de Les Luthiers, cuando los asistentes se juntan en los costados y empiezan a mirar con una sonrisa hacia el escenario, se sabe que Algo se avecina.

En general, el público también sabe que, cuando Les Luthiers se juntan, es porque Algo se avecina.