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Segunda Parte FRANCISCO VILLA

Capítulo I. VILLA ACEPTA UNA MEDALLA

Cuando Villa estuvo en Chihuahua, dos semanas antes del avance sobre Torreón, el cuerpo de artillería de su ejército decidió condecorarlo con una medalla de oro por heroísmo personal en el campo de batalla.

El lugar de la ceremonia fue el Salón de Audiencias del Palacio del Gobernador en Chihuahua, con brillantes arañas de luces, pesados cortinajes rojos y papel tapiz americano de colores chillones en la pared, donde había un trono para el gobernador: una silla dorada con garras de león por brazos, colocada sobre un estrado, bajo un dosel de terciopelo carmesí, coronado por un capitel de madera pesado y dorado, el cual remataba en una corona. Estaban finalmente alineados a un extremo del Salón de Audiencias los oficiales de artillería, con elegantes uniformes azules guarnecidos con terciopelo negro y oro, relucientes espadas nuevas y áureos sombreros bordados, rígidamente sujetos bajo los brazos. Desde la puerta de aquel salón, en lomo de la galería, abajo de la escalinata monumental, al través del grandioso patio interior del Palacio, y afuera, pasando por las imponentes puertas a la calle, estaban formados a pie firme y en doble fila los soldados, presentando armas. Agrupadas como una cuña entre la multitud, había cuatro bandas de música regimentales. El pueblo de la capital estaba sólidamente representado por millares en la Plaza de Armas, frente al Palacio.

¡Ya viene! ¡Viva Villa! ¡Viva Madero! ¡Villa, el amigo de los pobres!

Se oyó un vocerío que venía de atrás de la multitud y se extendía como una llamarada a un ritmo creciente hasta que parecía levantar a millares de sombreros sobre las cabezas. La banda comenzó a tocar el himno nacional mexicano, mientras Villa llegaba caminando a pie por la calle.

Vestía un viejo uniforme caqui, sencillo; le faltaban varios botones. No se había rasurado, no llevaba sombrero y tenía el pelo sin peinar. Caminaba con pasos

ligeros, un poco encorvado, con las manos en los bolsillos de sus pantalones. Al entrar al pasadizo entre las rígidas filas de soldados, pareció un poco desconcertado, sonriente y saludando a un compadre aquí y otro allá en las filas. El gobernador Chao y el secretario de gobierno del Estado, Terrazas, vestidos con uniforme de gala, se le reunieron al pie de la gran escalinata. La banda tocó sin restricciones y, al entrar Villa al Salón de Audiencias, a una señal de alguno en el balcón del Palacio, la enorme multitud congregada en la Plaza de Armas se descubrió, mientras los brillantes oficiales agrupados en el recinto saludaban muy estirados.

¡Una apoteosis napoleónica!

Villa titubeó un momento,jalándose el bigote y, al parecer, muy molesto; finalmente, se encaminó hacia el trono, al que probó sacudiendo sus brazos y sentándose después, con el gobernador a la derecha y el secretario de gobierno a la izquierda.

El señor Bauche Alcalde se adelantó unos pasos, levantó la mano derecha en la posición exacta que tomó Cicerón al acusar a Catilina y, pronunciando un breve discurso, ensalzó a Villa por su valentía personal en el campo de batalla en seis ocasiones, las que describió con vivos detalles. El jefe de la Artillería, que lo siguió, dijo:

– El ejército lo adora. Iremos con usted a donde nos lleve. Usted puede ser lo que quiera en México.

Hablaron otros tres oficiales usando los presuntuosos y profusos periodos necesarios para la oratoria mexicana. Lo llamaron El Amigo de los Pobres, El General Invencible, El Inspirador de la Bravura y el Patriotismo, La Esperanza de la República India. Y durante todo esto, Villa, cabizbajo en el trono, con la boca abierta, recorría todo en su derredor con sus pequeños ojos astutos. Bostezó una o dos veces; pero la mayor parte del tiempo parecía meditar, con algún intenso divertimiento interno, como un niño pequeño en una iglesia, que se pregunta qué significa todo aquello. Sabía, desde luego, qué era lo correcto; quizá sintió una ligera vanidad, ya que esta ceremonia convencional era dedicada a él. Pero al mismo tiempo le fastidiaba.

Por último, con una actitud solemne, se adelantó el coronel Servín con la diminuta caja de cartón que contenía la medalla. El general Chao tocó a Villa con el codo, poniéndose éste de pie.

Los oficiales aplaudieron calurosamente; afuera, la muchedumbre lanzó vítores; la banda en el patio comenzó a tocar una marcha triunfal.

Villa extendió las manos ávidamente, igual que un chiquillo por un juguete nuevo. Se le hacía tarde para abrir la caja y ver lo que había dentro. Un silencio expectante invadió a todos, a la multitud en la Plaza inclusive. Villa vio la medalla, se rascó la cabeza y, en medio de un respetuoso silencio, dijo claramente:

¡Ésta es una miserable pequeñez para darla a un hombre por todo el heroísmo de que hablan ustedes!

¡Fue un pinchazo a la burbuja imperial, que provocó allí mismo la risa de todos! Esperaban que hablara, para decir el discurso convencional de aceptación. Pero al ver en torno del salón a todos aquellos hombres educados, brillantes, que dijeron morirían por Villa, el peón, y lo decían sinceramente; lo mismo que al mirar al través de la puerta a los soldados harapientos, que habían olvidado su rígida compostura y se apiñaban ansiosos en el corredor, con los ojos fijos y anhelantes en el compañero que tanto querían, se dio cuenta de lo que significaba la Revolución.

Frunciendo el ceño, como hacía siempre que reflexionaba intensamente, se inclinó sobre la mesa frente a sí y habló, en voz tan baja que la gente apenas podía oírlo:

- No hay palabra para hablar. Lo único que puedo decir es que mi corazón es todo para ustedes.

Le dio con el codo a Chao y se sentó, escupiendo violentamente en el suelo; y fue Chao quien pronunció el clásico discurso.