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3.3 «Nos atrevemos a decir»

3.11. Significado del Padre nuestro

Para la comprensión del Padre nuestro, tiene gran importancia la circunstancia en la que se pronuncia. Se encuentra Jesús orando y, cuando termina, un discípulo anónimo invoca el modelo de oración del Bautista para que Jesús le descubra su modelo propio (Lc 11,1). En aquel tiempo, el estilo y los usos oracionales eran el distintivo específico de cada grupo religioso. La manera propia de orar expresaba su peculiar relación con Dios y el principio aglutinante del grupo. Los discípulos de Jesús tenían conciencia de ser una comunidad del tiempo de salvación, y pedían a Jesús una oración que los vinculase y los distinguiese, precisamente al manifestar a Dios sus deseos más íntimos y centrales. «De hecho, el Padre nuestro es el sumario más claro y rico del mensaje de Jesús» (J. Jeremias). Con el regalo del Padre nuestro a los hombres, se inicia la plegaria en nombre de Jesús (Jn 14,13-14; 15,16; 16,23-24).

La estructura de la oración del Señor es transparente. El texto que damos a

continuación es la redacción breve de Lucas con las ligeras variantes de Mateo:

Padre querido,

santificado sea tu nombre. Venga tu reino.

Nuestro pan de mañana, dánoslo hoy.

Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros,

al decir estas palabras,

perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación.

La estructura de la oración es la siguiente: 1) la invocación; 2) dos demandas en forma de deseo (en Mateo, tres); 3) dos demandas en forma de petición, con paralelismo; 4) la petición final. Un pequeño detalle es que las dos demandas de deseo del primer grupo no tienen conjunción intermedia, mientras que las dos paralelas demandas de petición del segundo grupo van unidas por la conjunción «y».

a) La invocación: «¡Padre bien amado!»

«padre» en la cultura oriental viene a connotar normalmente lo que para la cultura occidental significa la palabra «madre». Resulta asombroso que en el antiguo Oriente, en el segundo y tercer milenio antes de Cristo, la divinidad fuera invocada con tonalidad paternal. Oraciones sumerias, anteriores a Moisés y a los profetas, hablan a Dios como a un padre, y al hacerlo no solo lo designan como el soberano lleno de poder, sino como la

mujer llena de ternura, en cuyas manos bondadosas descansa la nación entera (himno de Ur a la diosa lunar Sin).

El Antiguo Testamento se dirige raras veces a Dios como padre. Solo en catorce

pasajes, desde luego muy importantes, Dios aparece como padre de Israel: no como un antepasado mitológico, sino como un benefactor histórico. Él eligió, salvó y liberó a su pueblo a lo largo de su historia con hechos portentosos. Esta persuasión alcanza su cumbre en el mensaje de los profetas, quienes reprochan incesantemente al pueblo por no haber honrado a Dios como un hijo a su padre. «El hijo honra a su padre. El siervo

teme a su señor. Si yo soy tu padre, ¿dónde está mi honra? Si yo soy tu señor, ¿dónde está mi temor?, dice Yahvé Sebaot» (Mal 1,6; Jr 3,19-20). Israel contesta a Dios reconociendo sus culpas, pero con complacencia recurrente: «Y con todo, tú eres nuestro padre» (Is 63,15-16; 64,7-8; Jr 3,4). Y Dios le responde con perdón inconcebible: «¿No es Efraín mi hijo predilecto? ¿No es Efraín mi niño mimado? […] Se conmueven mis entrañas, y no puedo retirarle mi compasión. Palabra de Yahvé» (Jr 31,20).

¿Puede haber una relación más entrañable entre el hombre y Dios? Sí. En Jesús de Nazaret se encuentra algo más entrañable, y además nuevo: la invocación ’Abba’ Dios.

En la oración del huerto, Jesús pronuncia esta palabra inédita (Mc 14,36); lo confirma el uso atestiguado en Rom 8,15 y Gal 4,6. Pero todavía más: Jesús repite esa palabra en todas las ocasiones en las que la extraña fluctuación lingüística del vocativo griego Pater

deja traslucir el subyacente uso arameo de la invocación ’Abba’. En una detallada

revisión de la abundante literatura oracional judía, nunca se ha encontrado la invocación

’Abba’. ¿Cómo se explica esta ausencia? Los padre de la Iglesia originarios de Antioquía,

donde se hablaba el arameo en el dialecto siríaco occidental, aseguran que ’Abba’ era el

nombre con el que el niño pequeño se dirigía a su padre. Así lo indican Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto de Ciro. También lo confirma el Talmud en sus tratados Berakot 40a y Sanedrín 70b: «Tan pronto como al niño lo destetan y prueba

el sabor del cereal, aprende a decir ’abba’ e ’imma’ (papá y mamá)». Se trata de los dos

primeros balbuceos que pronuncia el pequeño. ’Abba’ pertenece al habla diaria infantil, y

nadie se hubiera atrevido a dirigir esta palabra a Dios.

Jesús, sin embargo, la emplea siempre, en todas sus invocaciones a Dios que se nos han transmitido, con la única excepción del grito de abandono en la cruz (Mc 15,34 y Mt 27,46), cuando cita el salmo 22,2. Como un niño habla con su padre, así hablaba Jesús a su Dios, en un tono tan llano y tan íntimo, en actitud de total abandono y descanso. Por Mt 11,27 sabemos que Jesús consideraba su relación con la divinidad como genuina

expresión de la sabiduría y poder singular de Dios, que su Padre le había comunicado. Esta ipsissima vox Iesu encierra el núcleo de su identidad y actividad, de su ser y su

misión. Solo él tenía el privilegio de dirigirse al Eterno con esa inconcebible confianza y seguridad que lo acompañaban en todo momento, lo mismo en el templo que ante el sanedrín.

Pero esto no es todo. En el Padre nuestro autoriza a sus discípulos a que pronuncien como él, con confianza total, la palabra secreta, ’Abba’. Y les recuerda que

solo esa relación infantil con Dios les abre las puertas del paraíso: «Os digo de verdad que si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (traducción exacta del arameo que subyace a Mt 18,3). Los niños saben decir «papá» y «mamá». Solo los niños, que vuelcan en esas palabras toda su confianza, abren la puerta del corazón de sus padres. Eso dice Pablo cuando afirma que, al invocar ’Abba’, el creyente posee el

Espíritu y es realmente hijo de Dios (Rom 8,15; Gal 4,6).

Desde esta primera invocación, se puede barruntar ahora por qué la Iglesia primitiva introdujo el Padre nuestro con esa fórmula de respeto reverencial: «Nos atrevemos a decir…».

b) Las dos demandas de deseo: «Santificado sea tu nombre. Venga tu reino» La estructura literaria de los dos deseos es paralela, en la forma y en el contenido. Se relaciona con el Qaddiš, la antigua oración aramea que se rezaba al concluir el servicio

en la sinagoga y que Jesús repetía desde niño. Su texto más antiguo dice así: «Ensalzado y santificado sea su gran nombre en el mundo,

que su voluntad creó.

Haga prevalecer su reino pronto y en breve, en vuestras vidas y en vuestros días,

y en la vida de la casa de Israel. Y a esto decid: Amén».

Por su relación con el Qaddiš, se explica que los dos deseos paralelos figuren

yuxtapuestos, a diferencia de las dos peticiones paralelas, enlazadas por la conjunción «y».

La comparación con el Qaddiš muestra además que, así como la entronización del

monarca terrenal se acompaña con el homenaje oral y gestual, así ocurrirá en el advenimiento del rey eternal. Los dos deseos apuntan al eschaton del reino futuro.

Entonces se proclamará la santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene» (Ap 4,8). Y todo el universo se inclinará ante el rey de reyes: «Te damos gracias, Dios de poder, el que era y el que es, porque has comenzado a reinar» (Ap 11,17). El reconocimiento de la santidad de Dios es

el inicio de su reinado. También la israelita María invoca al Santo en el prólogo del Magnificat y, al invocarlo, anuncia la manifestación de su misericordia (Lc 1,49-50).

Mt 6,10 añade un tercer deseo, coincidente en su contenido con los dos de Lucas: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». La plenitud escatológica incluye la santidad de Dios reconocida, que es justamente la manifestación de su reinado y el cumplimiento de su voluntad en la tierra y en el cielo. En medio de un mundo sumergido en las tinieblas del Malo, el discípulo de Jesús clama por el brillo de la gloria de Dios, con la peculiaridad de que estos deseos son expresión de una certeza absoluta: Dios vino, viene y vendrá. El deseo asegura y adelanta el objeto del deseo. Quien así reza toma en serio la promesa y no duda de que Dios es garante de ella. El que ha comenzado su obra de gracia la llevará a la perfección de su gloria.

La comunidad judía reza el Qaddiš en las tinieblas del mundo y pide que se

manifieste la luz. La comunidad cristiana reza el Padre nuestro envuelta también en las

tinieblas, pero con la certeza de que la luz ya ha clareado, porque el reino de Dios se encuentra ya entre nosotros. Pide entonces que culmine en gloria lo que ya ha comenzado en gracia.

c) Las dos demandas de petición: «Danos nuestro pan» y «perdona nuestras deudas»

La demanda del pan y la del perdón también tienen analogía en la forma y en el

significado. Su estructura es bimembre, unida por la conjunción «y», a diferencia de los deseos. Ambas representan el cumplimiento de los dos deseos. Si los deseos se inspiran en el Qaddiš, las peticiones representan la novedad de la plegaria de Jesús.

La primera suplica el pan diario. La palabra griega epiousios, luteranos y católicos

la traducen por «cotidiano». Tal traducción es objeto de discusión todavía abierta. Parece decisivo el testimonio de san Jerónimo, cuando encuentra en el evangelio arameo de los Nazarenos la palabra mahar («mañana»), es decir, el pan para mañana. Este

evangelio se basa en el de Mateo, luego es posterior a los sinópticos. Sin embargo, la fórmula aramea en la que aparece «pan para mañana» tiene que ser anterior a la traducción griega de Mateo. Durante el siglo I el rezo del Padre nuestro se practicó en Palestina en lengua aramea de forma ininterrumpida. Luego el traductor al griego no traduciría la palabra mahar, como hizo con el resto de las palabras, sino que la

transcribió tal como él acostumbraba a pronunciarla todos los días, ya que entre los cristianos arameos pervivía el original arameo: Danos hoy nuestro pan de mañana.

San Jerónimo nos explica además cómo se ha de entender esa palabra: «En el evangelio llamado de los Hebreos [...] he encontrado la expresión mahar, es decir, para mañana». En el judaísmo tardío, esta expresión no solo designa el próximo día sino el

siglos. En la Iglesia primitiva de Oriente y de Occidente, se entendía frecuentemente

como «el pan del paraíso», «el maná del cielo», «el pan de vida», «el pan de salvación». Pan de vida y agua viva eran, desde tiempo inmemorial, símbolos de inmortalidad, cifras de todos los dones de Dios, tanto espirituales como corporales. Jesús habla de este pan cuando promete a sus discípulos que comerán y beberán en el banquete del reino (Lc 22,30) o que se ceñirá la túnica y servirá a los suyos en la mesa (Lc 12,37), así como cuando les ofrece el pan partido y la sangre derramada (Mt 26,26-29).

Tal vez extrañe una súplica tan material en la plegaria del Señor. ¡Son tantos los hombres para quienes es importante que al menos una petición del Padre nuestro encierre la sencillez de lo cotidiano! No se les puede quitar ese deseo. Supondría una laguna en el evangelio de la vida. Y es una riqueza. Sería un error suponer que la plegaria evangélica es puramente platónica. A los ojos de Jesús, todo lo profano es sagrado: en el ámbito del reino no hay oposición entre cielo y tierra, pan de trigo y pan de vida. La orientación de todas las peticiones es escatológica; también la de esta, que supone que el hombre tiene hambre de pan y sed de evangelio.

La pertenencia de los discípulos al universo nuevo del reino penetra en todos los niveles de la vida, en los más grandes y en los más pequeños. Se manifiesta en sus palabras (Mt 5,21-22), en sus miradas (Mt 5,28), en sus saludos (Mt 5,47), y hasta en el comer y en el beber. No existen para ellos alimentos puros e impuros. «Nada de lo que come el hombre puede mancharlo» (Mc 7,15). Todo lo que Dios ofrece es sagrado y lleva su bendición. Donde mejor se aprecia esto es en las comidas del Señor. El pan

que distribuye en los banquetes con pecadores es pan de cereal, pero es señal del pan de vida que cambia el corazón de Zaqueo. «Hoy ha entrado la bendición en esta casa».

El pan que come con sus discípulos es comida ordinaria y comida mesiánica, porque él es Señor de la tierra y del cielo. El pan que bendice y reparte en la última cena es pan ácimo y además es su cuerpo fraccionado para la salvación de muchos, puro regalo que nos hace participar en el don e inmolación de sí mismo. Lo mismo ocurría en la comunidad primitiva. Sus comidas diarias eran cenas de la comunidad y cenas del Señor (1 Cor 11,20), vínculo de los comensales y comunión con él (1 Cor 10,16-17).

Así se entiende la petición del pan de mañana y la contraposición mañana-hoy. El

acento recae sobre el hoy, pues no separa lo cotidiano y lo definitivo (el reino de Dios);

contiene todo lo que el cuerpo y el espíritu de los discípulos necesitan. El pan de vida implora la santificación de lo cotidiano. En un mundo hambriento de pan y sediento de Dios, los discípulos se atreven a urgir ese hoy mismo: ya aquí, danos el pan, y el pan de vida, Señor.

La urgencia del «hoy mismo», del «ya aquí», afecta también a la petición del perdón. «Y perdónanos nuestras deudas como nosotros ahora, al decir estas palabras, perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12), pues este pretérito tiene por

ahora. Su traducción textual es, por tanto, «así como nosotros, al decir estas palabras, perdonamos a nuestros deudores». Lucas, por el contrario, suprime todo

malentendido, eligiendo el presente para los cristianos que hablaban griego, y dice, de

manera exacta en cuanto al contenido, «pues también nosotros perdonamos a todo el

que nos debe». Lo que supone mayor radicalidad en el perdonar, pues no admite ninguna

excepción: a todo el que nos debe. Luego Lucas ha asimilado algunos usos idiomáticos

griegos.

Esta petición se adelanta al gran día de la rendición de cuentas, en el que la majestad de Dios desvelará su gloria y «al atardecer de la vida» juzgará al hombre en el amor. Los discípulos tienen conciencia de ser cogidos en falta, pero saben también que Dios les brinda el perdón gratuito para salvarlos. Sin embargo, no lo solicitan para cuando llegue la hora, sino ahora, desde hoy mismo, mientras estamos rezando la oración del Señor. Están situados en el tiempo de salvación, que es tiempo de gracia y perdón. El perdón es el don del tiempo salvífico por antonomasia.

También esta petición es bimembre. Su segundo miembro expresa de manera sorprendente la relación con la conducta humana. Esto sucede solo en este pasaje del Padre nuestro. El que así reza, se conciencia a sí mismo de su propio deber de perdonar. Cristo lo repetirá una y otra vez. No podemos pedir a Dios que nos perdone si nosotros no estamos dispuestos a perdonar. «Cuando os pongáis en pie para orar, si recordáis que tenéis pecado contra el hermano, perdonadlo primero, para que vuestro Padre del cielo os perdone a vosotros vuestros pecados» (Mc 11,25). En Mt 5,23-24, Jesús llega incluso a pedir a sus discípulos que, si al ofrecer una víctima a la divinidad para impetrar perdón, les viene a la memoria que su hermano tiene algo contra ellos, abandonen el sacrificio y vayan primero a reconciliarse con el hermano, antes de terminar la ofrenda.

Con todo ello, Cristo quiere decir que, si el discípulo no ha aclarado antes su relación con el hermano, su oración no es transparente ni sincera. Por el contrario, como el discípulo sabe que está viviendo el tiempo mesiánico del perdón, debe ofrecer al hermano el perdón que recibe de Dios. «Danos, Señor, tu perdón hoy mismo, para que nosotros perdonemos hoy mismo, como tú nos perdonas».

En resumen, las dos peticiones anhelan que la plenitud final se adelante hasta el tiempo presente. Hay, por tanto, una clara dependencia entre deseos y peticiones. Las peticiones son actualización de los deseos. Los deseos añoran que la gloria de Dios resplandezca, y las peticiones se atreven a implorar que brille hoy mismo.

d) La petición final: «No nos dejes caer en la tentación»

Como se ha visto, los dos deseos y las dos peticiones eran paralelos, y estas últimas, además, bimembres. Tras tal paralelismo y armonía de estilo nos sorprende una petición final de un solo miembro, y además abrupta, ruda, y la única que se enuncia de forma

negativa. Todo esto resulta intencionado. La petición final debe resonar con dureza. Su contenido lo demuestra. Hagamos dos consideraciones respecto al vocabulario. El texto griego kai mē eisenenkēs ēmas eis peirasmon se traduce literalmente «y no nos

conduzcas a la tentación». El significado obvio viene a decir que Dios nos tienta. Santiago, refiriéndose a esta última petición, rechazó con energía esta interpretación: «Que ninguno diga en la tentación “soy tentado por Dios”, pues Dios no puede hacer el mal, por lo que no tienta a nadie» (Sant 1,13).

Una antiquísima oración judía nocturna (y otra diurna similar), que Jesús pudo conocer y en la que pudo inspirarse, indica cómo se entendía el verbo conducir:

«No conduzcas mi pie al poder del pecado, y no me lleves al poder de la culpa,

ni al poder de la tentación,

ni al poder de la infamia» (Talmud babilónico, Berakot 60b)

Tanto la yuxtaposición de los vocablos «pecado», «culpa», «tentación» e «infamia» como el giro «conducir al poder de...» muestran que la oración judaica no pensaba en una intervención inmediata de Dios, sino más bien en una posición permisiva suya. Para ello emplea una expresión gramatical técnica, en la que el verbo causativo tiene matiz permisivo.

Tal es, por tanto, el sentido: «No permitas que caiga en las manos del pecado, de la culpa, de la tentación y de la infamia». Esta oración de la noche, como la de la mañana, implora ser preservados de la caída en el momento de la tentación, y tal es también, sin duda, el sentido de la petición final del Padre nuestro. Por eso la traducimos «y no nos dejes caer en la tentación». Un logion no canónico confirma que aquí se pide ser

protegidos durante la tentación, y no precisamente ser preservados de ella. Según

tradición antigua, Jesús habría dicho una última frase antes de la oración de Getsemaní: «Nadie puede alcanzar el reino de los cielos sin antes haber pasado por la tentación», afirmación expresa de que al discípulo no se le ahorra la prueba, sino la derrota. Se le promete la ayuda de Dios para superarla y, en definitiva, la victoria.