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TENDENCIAS SOCIALISTAS

A veces pensamos que esta parte de nuestro estudio debería pertenecer al capítulo anterior, ya que las tendencias socialistas del liberalismo son un efecto de la psicología más bien que la de la doctrina. Extraña condición intrínseca de las cosas que las mueve a obrar en el sentido de su naturaleza íntima, no en la dirección de sus programas ideológicos.

En puro campo doctrinario el liberalismo es la antítesis del socialismo. La escuela liberal pura exalta al individuo hasta el extremo de supeditar al estado, y entrega el mundo al libre juego de las concurrencias económicas. Para ella, la autoridad ocupa apenas el papel del árbitro en las partidas de boxeo, encargado de castigar los golpes bajos, pero obligado a dejar a los gladiadores el ejercicio desenfrenado de sus capacidades de combate: el estado gendarme, inmóvil, insensible, inactivo, simboliza su ideal de felicidad social bajo la égida de laisser faire. El socialismo, en cambio, erige el estado en dueño y señor del individuo convertido en célula insignificante de un modo formidable. El liberalismo se funda en el principio de la libertad; el socialismo en el concepto de la dictadura. Cobden de un lado, Lenin del otro. La Revolución Francesa como gran jornada liberal con la proclamación de los derechos del hombre; la revolución rusa como epopeya socialista con sus códigos autoritarios y sangrientos, con la dictadura del proletariado, la socialización de la propiedad y los servicios, la supresión de la familia y la abolición de la moral. Ambas sangrientas, las dos revoluciones se distinguen esencialmente por los motivos que las llevaron a erigir la guillotina o implantar el revólver. Marat, Danton, Robespierre, soñadores e idealistas, decapitan para abolir los antiguos privilegios y para exaltar los derechos de la especie humana bajo los cánones intocables de libertad, igualdad, fraternidad, Lenin, Trotzky, Dzierzynski, Kalinin, los hombres de apelativos bárbaros y brutales como puños cerrados, crearon la Cheka con sus mazmorras atormentadas por el seco estallido del revólver, para imponer a los pueblos un evangelio de utilidad social que anula el derecho individual , diviniza a la comunidad, aplasta a todos los hombres bajo el peso tremendo de una máquina colectiva a quien nada importan las células vivas que la forman, con tal que el todo imponente y agresivo cumpla sus fines históricos con la ciega fatalidad de las fuerzas cósmicas.

Y sin embargo, entre esos polos opuestos del espíritu, cuyas diferencias de programa y de ideales abstractos pudiéramos multiplicar en largas páginas, se tienden lazos misteriosos de simpatía, que los identifican y confunden muchas veces en las batallas de la democracia. Los viejos burgueses liberales arrellenados en su reciente hegemonía, miran con ojos fraternales a los descamisados conductores del comunismo, protegen sus huelgas, atacan las leyes que tienden a coartarlas, y cuando abandonan el sillón por la tribuna entonan con singular desenfado los mismos himnos revolucionarios que conmueven las bóvedas del Kremlim. Apenas si en su furioso e infantil entusiasmo por un gobierno recién

establecido, aplican los comunistas demasiado vocingleros la hidroterapia de las fuentes públicas en los parques de Bogotá. En esas violencias hidráulicas, coreadas por la prensa liberal, hay ante todo una rivalidad de hermanos, violenta como toda pugna entre parientes pero superficial y fácil de olvidar.

A qué obedece esa similitud, esa afinidad entre liberalismo y socialismo? Al espíritu revolucionario que es como el nervio y substractum de la ideología liberal. No importa que se rompa la aparente lógica de los principios; otras más honda, más íntima, más trascendental enlaza con sutiles ataduras los revolucionarios de todos los tiempos, y el grito de rebelión encuentra siempre el mismo eco, cualquiera que sea la causa que lo provoque. Es porque en las realidades de la vida tiene más importancia el carácter que la educación, la psicología que la disciplina.

El liberalismo es revolucionario por tradición histórica, mejor dicho, su actuación como partido se explica siempre como una tendencia en contra de los existente. En el juego de las evoluciones humanas, el conservatismo es una fuerza de contención y el liberalismo otra de impulsión. Naturalmente las simpatías conservadoras se desarrollan a favor de la estabilidad y las liberales en pro del cambio. Como el socialismo intenta removerlo todo, absolutamente todo, los sentimientos liberales encuentran una concordia extraña con sus actuaciones, superior en fuerza a la natural antipatía de las doctrinas contrapuestas. Por otra parte, el liberalismo que ha vivido siempre exaltando los sentimientos del pueblo, no pueden fácilmente desentenderse de una doctrina que nutre sus raíces en el alma conmovida de las multitudes.

El conservatismo, en cambio, erige contra las avanzadas socialistas junto con una rotunda afirmación doctrinaria, una incompatibilidad de caracteres que lo convierte en su enemigo natural. Entre los dos no puede haber paz, precisamente porque sus doctrinas tienen determinados puntos de contacto y nada que establezca enemistades más profundas, que el desarrollo en sentido contrario de un principio común.

En efecto, ambas doctrinas, conservadora y socialista, son intervencionistas. Sólo que la conservadora defiende la intervención del estado como medida supletoria y la subordina a proteger en última instancia los derechos y prerrogativas supremas del individuo, cuyo mejoramiento social y personal constituye para él la verdadera razón de ser del estado; en tanto que la socialista erige la felicidad social en norma suprema de conducta y considera al individuo como un engranaje subalterno de la complicada maquinaria social, en la que reside para los discípulos de Marx el verdadero sujeto del derecho. Además, reconocedor como lo es el conservatismo de un orden moral superior y trascendental, ajeno en su esencia a la evolución histórica e independiente de las circunstancias del tiempo y el espacio, no puede transigir con escuelas que someten el régimen moral al complicado vaivén de las evoluciones históricas y para quienes nada hay inmutable ni absoluto bajo el sol. Por eso, frente a todas las escuelas

evolucionistas y cualquiera que sea el sentimiento de esa evolución, el conservatismo tendrá que oponer siempre los pocos pero definitivos postulados que constituyen su estructura doctrinaria.

El liberalismo, en cambio, fundado en un principio de relatividad y escepticismo, no encuentra difíciles los cambios de programa ni se extraña siquiera de evolucionar contra sí mismo. Por eso, cuando en alguna discusión en el senado oponíamos a los defensores liberales del comunismo sus tesis de individualismo cerrado, el doctor Uribe Echeverri nos decía con toda tranquilidad que el liberalismo citado por nosotros había muerto y apoyaba toda su oratoria en citas de los más avanzados socialistas franceses. Quizá tenía razón: opuestos en doctrina, liberales y socialistas coinciden en la inconformidad que los tortura.

Naturalmente, como por encima de las afinidades psicológicas está el juego de los intereses humanos, ese eterno coqueteo entre liberales militantes y socialistas, va creando una escisión cada vez más honda en las filas. La parte capitalista, banqueros, industriales, hacendados (muchos de ellos grandes latifundistas) no tiene inconveniente en apoyar a su partido mientras se contente con entonar el himno revolucionario de 1793 o formular los postulados de 1848, o cuando declama contra monjas y clérigos y proclama la necesidad de la instrucción obligatoria laica, o la supremacía incondicional del poder civil frente a la autoridad eclesiástica; pero cuando el santo derecho de propiedad entre el juego y el soplo de Moscú anime a los tributos de la extrema izquierda, esos mismos liberales empezarán a enfriarse y se preguntarán atribulados si en medio de todo serán el clero católico, y la Iglesia católica, y la moral católica, las únicas fuerzas capaces de impedir el naufragio social y de conservar para la civilización las conquistas mismas del pensamiento liberal, por cuanto defienden la libertad humana y la libre expansión del individuo dentro de los rígidos principios cristianos. Por eso, como lo veremos en otro capítulo, un hondo proceso de sedimentación tiende a conglomerar las derechas en un todo político que defiende el orden social, y las izquierdas en otro que suspira por el reinado del soviet.