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El Estado Terrorista argentino 57 bién los huelguistas eran baleados No era simple brutalidad policial,

había construcción metodológica de la represión ilegal, lo que remite a que detrás de los fusiles, en los escritorios de los despachos oficiales del régimen oligárquico, estaban quienes planificaban y orquestaban ese terrorismo estatal.

Un Parlamento dócil y fruto del fraude sistemático y de la carencia del sufragio universal dictaba, al mismo tiempo, las leyes posibilitan- tes de las persecuciones ilegales masivas. Los ejemplos más oprobio- sos fueron las leyes 4144 llamada, ley de residencia, dictada en el año 1902 y la ley 7029 denominada de defensa social, del año del cente- nario. La primera establecía en su Art. 2.° que “El P.E. podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o el orden público”, y en su Art. 4.° que “el extranjero contra quien se haya decretado la expulsión tendrá tres días para salir del país pudiendo el PE, como medida de seguridad pública, ordenar su detención política hasta el momento del embarque”. La ley nació de la pluma del aristocrático senador Miguel Cané, que escribía textos bastante más orgánicos que la bobalicona Juvenilia.

La ley de Defensa Social, entre otras proscripciones, en su Art. 7.° establecía que “queda prohibida toda asociación o reunión de personas que tengan por objeto la propagación de las ideas anarquistas”, institu- cionalizando el delito ideológico. Asimismo convirtió en delito el retor- no de los expulsados por la ley 4144, con pena de 3 a 6 años de prisión.

Ambas leyes, manifiestamente inconstitucionales, tuvieron larga vida. Con estos instrumentos al margen de la justicia y de cualquier recurso, durante su vigencia, millares de obreros fueron arrancados de sus lugares de trabajo o de los locales sindicales en ocasión de las huel- gas sectoriales, y llevados directamente al puerto y embarcados a Eu- ropa, en barcos que partían repletos y en condiciones de feroz hacina- miento, no muy diferentes a los barcos negreros de los siglos anteriores, sin documentación ni pertenencias, y hasta sin poder despedirse de sus familiares. Muchos de ellos tenían mujer e hijos argentinos. Curiosa- mente ya se perfilaba el modelo de hacer “desaparecer” a las víctimas.

El arribo a la presidencia de Hipólito Yrigoyen en 1916 creó una situación de doble poder en el campo del mantenimiento del orden social. Al margen del gobierno ocupó la escena el Ejército. No solo porque don Hipólito y la “chusma radical” no eran confiables sino que, además, el costo social y político de la represión lo pagaba el gobierno popular, débil para enfrentar el avance militar sobre las instituciones.

La semana trágica de enero de 1917 en Buenos Aires en torno a la fábrica metalúrgica Pedro Vasena, y la masacre obrera en Santa Cruz en 1922, que convirtió la Patagonia rebelde en trágica, son dos hitos fundamentales represivos en la historia del movimiento obrero argentino, ambos a mano del Ejército.

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La huelga de los obreros porteños y la huelga general decretada por la Sociedad Obrera de Río Gallegos tuvieron la misma respues- ta militar: los asesinatos a mansalva. En Santa Cruz, la represión fue masiva. Y obsérvese la metodología, por la enorme y trágica similitud con la dictadura de 1976: las tropas al mando del Tte. coronel Héctor P. Varela, sacaban por las noches a los obreros y peones de sus casas y barracas, se los apaleaba y luego se los fusilaba haciéndoles cavar sus propias fosas, pero en muchos otros casos fueron arrojados con vida al Lago Argentino con una piedra atada a su cuello, o enterrados vivos con su cabeza expuesta a las aves de rapiña. En otras acciones se quemaron los cuerpos, para hacerlos desaparecer. Los cálculos más rigurosos hacen llegar a 2000 los muertos. Actos fríamente llevados a cabo, planificados y muy lejos de poder ser calificados como “excesos”. El golpe de Estado del 6 septiembre de 1930, que inauguró el se- rial golpista del siglo XX en nuestro país, no tuvo el simple carácter del cambio de gobierno: la represión político-social desatada por las Fuerzas Armadas encaramadas en el poder fue uno de los signos dis- tintivos del gobierno del general Uriburu. La sanción de la ley mar- cial, el cierre de diarios, la prohibición de reunirse y demás medidas represivas tienen su punto más alto en el fusilamiento de obreros a poco de iniciar su gestión, y la ejecución de los anarquistas Severino di Giovanni y Paulina Scarfó, como también en el confinamiento en el penal de Ushuaia de centenas de dirigentes políticos, intelectuales y obreros. La política implementada con el fin de acallar a sus opo- sitores, señala la apelación a modos represivos constitutivos del te- rrorismo de Estado, que supervivieron durante la década infame. La tortura, con la incorporación de la picana usada por los ganaderos, fue práctica sistemática, bajo la dirección de Leopoldo Lugones (h). Asentado en este fundamento, se implementó la primera gran recon- versión del modelo capitalista dependiente en nuestro país, tras la crisis mundial del ’29. Durante la era peronista (1946-1955), aunque la represión fue muchísimo menor que en la década del ’30, dentro del modelo autoritario implementado no faltaron los gestos arbitra- rios, la tortura de opositores –el caso más notorio es el del estudian- te Ernesto Bravo–, algunos crímenes –como el del médico rosarino Juan Ingalinella y la del obrero Aguirre–, junto al montaje de una gran maquinaria bajo la dirección del Tte. coronel Osinde, cuyo solo nombre espanta: control de Estado. Sin embargo, solo al final, con el régimen acosado, aparecen formas propias del terrorismo de Estado: la quema de las iglesias, del Jockey Club, de la Casa del Pueblo, y de otros establecimientos; tuvieron un claro sentido intimidatorio y un inocultable origen paraestatal. No puede omitirse de señalar el papel cumplido por la “Alianza Libertadora Nacionalista”, fuerza de cho- que, utilizada para arredrar las actividades opositoras.

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El terrorismo de Estado como práctica creciente

Pero será en el golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955, au- totitulado “Revolución Libertadora”, donde se hará el primer ensayo de terrorismo estatal masivo, antecedente del Estado Terrorista del ’76. La persecución a los dirigentes y al pueblo peronista, el odio revanchista, adquieren formas de represión ilegal extrema, aunque encubierta en el vestido de una pseudolegalidad formal.

El golpe militar de 1955 –donde tuvieran particular gravitación conocidos hombres de derecho y asesores de empresas multinacio- nales– se caracterizó por la constante violación de la normatividad jurídica y el actuar al margen de todo principio: se utilizó la violencia de Estado sistemáticamente, como forma de amedrentamiento de la población y la eliminación selectiva de opositores, acción que duró tres años, hasta la entrega del poder.

Se estableció el delito de opinión en todas sus formas: el decreto- ley 4161/56 en su Art. 1.° prescribía:

“Queda prohibida en todo el territorio de la Nación: a) La utilización con fines de afirmación ideológica peronista, efectuada públicamente, o de propaganda peronista, por cualquier persona, ya se trate de indi- viduos aislados, grupos de individuos, asociaciones, sindicatos, partidos políticos, sociedades, personas jurídicas públicas o privadas; de las imá- genes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas que pretendan tal carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales, pertenecientes o empleados por los individuos re- presentativos u organismos del peronismo. Se considerará especialmen- te violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones ‘peronismo’, ‘peronista’, ‘justicialismo’, ‘justi- cialista’, ‘tercera posición’, la abreviatura ‘PP’, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales denominadas ‘Marcha de los muchachos peronistas’ y ‘Evita Capitana’ o fragmentos de las mis- mas, la obra ‘La razón de mi vida’ o fragmentos de la misma, y los dis- cursos del presidente depuesto y de su esposa o fragmentos del mismo”.

El art. 3.° de dicho decreto ley establecía las penas en caso de in- fracción:

“a) Con prisión de treinta días a seis años, y multa de m$n 500 a m$n 1.000.000; b) Además con inhabilitación absoluta por doble tiempo del de la condena para desempeñarse como funcionario público o dirigen- te político o gremial; c) Además, con clausura por quince días, y en caso de reincidencia, clausura definitiva cuando se trate de empresas comerciales. Cuando la infracción sea imputable a una persona colecti- va, la condena podrá llevar como pena accesoria la disolución. Las san-

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ciones del presente decreto-ley no serán susceptibles de cumplimiento condicional, ni será procedente la excarcelación”.

Suscribieron este monstruoso instrumento: Aramburu, Rojas, Ál- varo Alsogaray, Eduardo Busso, Luis Podestá Costa, Laureano Landa- buru, Atilio Dell’Oro Maini y los restantes ministros.

Igualmente se sacó a los detenidos de sus jueces naturales, exten- diéndose la jurisdicción de jueces adictos al régimen militar desde Salta hasta Ushuaia, se permitieron las incomunicaciones sin térmi- nos de días, se instituyeron comisiones investigadoras formadas por militares y civiles como el siniestro Capitán Gandhi, y se detuvo a los abogados que pretendieron tomar la representación de los persegui- dos. Se habilitaron barcos de la marina de guerra para tener en ellos, ilegítimamente detenidos, a dirigentes opositores.

Se privó por decreto de sus bienes a una larga lista de personas a las que se los acusó de “enriquecimiento ilícito”. El 1.° de mayo de 1956, también por decreto, se derogó la Constitución Nacional de 1949, sancionada por la Asamblea Nacional Constituyente.

Mientras tanto, los “comandos civiles” actuaban como si formaran parte del Estado, disponiendo detenciones, confiscando bienes, orde- nando cesantías y allanamientos de moradas.

Hasta se asaltaron embajadas para retirar de ellas a los dirigentes asilados (el mayor Quaranta y el capitán Manrique asaltaron la em- bajada de Haití para secuestrar, entre otros, al general Raúl Tanco y no faltó siquiera el allanamiento de iglesias, como el caso de la pa- rroquia “San Juan el Precursor” del barrio de Saavedra, a cargo del padre Hernán Benítez, el confesor de Evita).

Paralelamente, la caza de brujas –peronistas– fijó su atención en la clase trabajadora. Los dirigentes sindicales más notorios, las comisio- nes internas y los activistas más decididos fueron a parar con sus hue- sos a las cárceles y, por supuesto, todas las entidades gremiales fueron intervenidas militarmente. Se suspendió en sus cargos gremiales de todos los niveles a 92.000 dirigentes sindicales en todo el país.

La tortura a los presos políticos fue generalizada, las listas negras condenaron a muchos argentinos a una especie de muerte civil (en el campo de la cultura, Arturo Jauretche, Hugo del Carril, Leopoldo Ma- rechal, Cátulo Castillo, José María Rosa, María Granata, Raúl Scalabrini Ortiz, Tita Merello y Sabina Olmos fueron algunos de los proscriptos).

Para que el escarnio fuera absoluto, fue robado por las autoridades militares el cadáver de Eva Perón, mancillado y vejado, y ocultado en el extranjero durante 17 años, pese a los reclamos incesantes de familiares y partidarios.

El hecho más grave fue los fusilamientos de junio de 1956 y la para- lela masacre de José León Suárez, con motivo del intento de restaura-

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