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El Estado Terrorista argentino 69 Perón, donde la derecha peronista, encabezada por el jefe de policía

Tte. Cnel. Antonio Domingo Navarro, desalojó violentamente al go- bernador y al vicegobernador, Ricardo Obregón Cano y Atilio López, en abierta connivencia con el gobierno nacional (27 de febrero de 1974). En Rosario es secuestrado y asesinado el joven militante del pe- ronismo revolucionario Ángel Brandazza. También allí es asesinado el médico Rassetti. Ambos hechos tuvieron un notorio origen poli- cial. En noviembre de 1973 hace su aparición la “Alianza Anticomu- nista Argentina” (Triple A), hiriendo en un atentado con explosivos al senador radical Hipólito Solari Yrigoyen. Entre los atentados con explosivos, es dinamitado el estudio jurídico del autor de este libro y de su socio Rodolfo Ortega Peña. También la sede de la revista Mili- tancia dirigida por ambos.

El 11 de marzo de 1974 se produce el asesinato del reconocido sacerdote Carlos Mugica. Nadie reivindica el hecho, aunque tiene el mismo modus operandi que caracterizará luego a la Triple A. Delega- dos y activistas obreros (Pablo Fredes, Manuel R. García, Mario Zila, Antonio Moses, Oscar Mena, etc.) y militantes progresistas también son asesinados (María Liliana Ivanof, Fernando Quinteros, Reinaldo Elena, etc.). También es herido en un atentado el ex secretario gene- ral del Movimiento Peronista, Juan Manuel Abal Medina.

Muerto Perón, y durante el gobierno de María Estela Martínez –su viuda y vicepresidente–, la violencia institucional bajo las formas pa- raestatales (Triple A, “Comando Libertadores de América”, etc.) pro- duce más de cuatrocientos asesinatos en todo el país, en un creciente marco de violencia. El primero de ellos es el del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña, figura intelectual de relevancia y notorio de- fensor de presos políticos, enrolado en las corrientes revolucionarias del peronismo (31 de julio de 1974). Es el primer homicidio que ex- presamente reivindica la Triple A.

A este crimen seguirán los del profesor Silvio Frondizi, abogado defensor de presos políticos, el ex vicegobernador de Córdoba; el sin- dicalista Atilio López, el sobreviviente de la Operación Masacre en los basurales de José León Suárez (1956); Julio Troxler; el suboficial Horacio Chávez, legendario partícipe de la revolución del general Valle; el sindicalista Carlos Pierini, viejo militante de la resistencia peronista; los defensores de presos políticos Alfredo Curutchet y Fe- lipe Rodríguez Araya; los periodistas Pedro Leopoldo Barraza –uno de los principales denunciantes del crimen de Felipe Vallese– y Jorge Money (que estaba investigando los negocios de López Rega con Li- bia); el joven dirigente radical Sergio Caracatchoff, también defen- sor de presos políticos; Leandro Maisonave, ex secretario general de la gobernación bonaerense; a cuatro familiares de Mariano Pujadas asesinado en Trelew; se les aplica “la ley de fugas” a distintos guerri-

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lleros presos, entre ellos a Marcos Osatinsky; se secuestra y se hace desaparecer a Diego Miranda, mítica figura de la primera J.P.; el sa- cerdote José Tedeschi es torturado hasta su muerte atado a un árbol; todos ellos parte de esa lista inacabable de asesinatos de inequívoco origen estatal. También fue secuestrado y nunca apareció el N.° 2 de la organización Montoneros, el abogado Roberto Quieto.

En medio de una vorágine de muertes, fruto de la feroz violencia ilegítima estatal y la constante acción guerrillera con la elección irra- cional de sus víctimas, se llegó al golpe del 24 de marzo del 76, con la conciencia colectiva abonada por el discurso mediático de que había que poner paz y orden frente al innegable abandono de la legalidad constitucional por parte del gobierno nominalmente encabezado por la viuda de Perón y la incomprensible actividad de las organizaciones armadas de la guerrilla.

Los dirigentes de los sectores hegemónicos de la clase dominante tenían una preocupación aún mayor: la movilización popular había hecho fracasar el plan de ajuste del ministro de Economía, Celestino Rodrigo, obligando a su reemplazo, y José López Rega –encarnación de un proyecto represivo en el que estaban comprometidas las Fuer- zas Armadas y de seguridad– había debido renunciar y dejar el país, hechos que fortalecían la contestación social. Había llegado nueva- mente la hora de la espada.

El reflejo social de la violencia institucional

¿Cuál ha sido el reflejo social de estos antecedentes mediatos e inmediatos que constituyen su filiación interna, y su incidencia como posibilitantes del golpe de Videla y Cía.?

Queda claro que no me refiero a la acción psicológica de los repre- sentantes de los grupos sociales complotados, lo que analizaré más adelante, al reflexionar sobre la responsabilidad de los actores princi- pales de la sociedad civil. Ni que tampoco se trata de diluir la respon- sabilidad que le cupo al Pentágono en el golpe del 24 de marzo, ni el sustento ideológico que significó la Doctrina de la Seguridad Nacional, que muestran la complementación habida entre la acción imperialista y las fracciones del bloque dominante (con relación a la sociedad) pero subordinado (con relación al capital multinacional). A lo ya conocido y ya expresado en la edición original de este libro, se suma la investi- gación efectuada por María Seoane sobre 125 documentos enviados por la embajada de los EE.UU. en Buenos Aires al Departamento de Estado, que titulara “Los papeles secretos de la Embajada”. En esta do- cumentación clasificada surge palmariamente el involucramiento en el golpe de Estado y el conocimiento desde varios meses anteriores que se avecinaba un baño de sangre (Clarín, 22 de marzo de 1998).

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