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Tras lo expuesto en el punto anterior, tengo que referirme ahora a la pregunta de por qué todo este trabajo científico en

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LA CIENCIA COMO MEDIO PARA LA COMPRENSIÓN ENTRE LOS PUEBLOS*

2. Tras lo expuesto en el punto anterior, tengo que referirme ahora a la pregunta de por qué todo este trabajo científico en

común y todas estas relaciones humanas tan legítimas re- sultan tan poco eficaces cuando se trata de impedir el odio y la guerra.

Lo primero que debemos señalar es que la ciencia representa una parte muy pequeña de la vida pública, ya que solamente un reducido grupo de hombres en cada nación está realmente vinculado a la ciencia. La política, sin embargo, está representada por otras fuerzas más poderosas; en ella entran en juego la opinión de grandes masas populares, su posición económica y las luchas por el poder que entablan entre sí grupos de hombres favorecidos por la tradición. Estas fuerzas se han opuesto siempre, una y otra vez, al reducido grupo de hombres que están dispuestos a discutir las cuestiones polémicas con el sentido propio de la ciencia, esto es, con objetividad y pericia y con espíritu de comprensión. Por esto el influjo político de la ciencia ha sido siempre muy reducido. Este es un hecho bastante comprensible de por sí. Pero este reducido influjo no impide que la posición en que a veces se ve el científico resulte mucho más difícil que la de otros grupos cualesquiera. Porque la ciencia, a través de sus realizaciones prácticas, ejerce gran influjo en la vida de los pueblos. Tanto el bienestar ciudadano como el poder político dependen del estado de la ciencia, y el científico no puede prescindir de estas consecuencias prácticas, aunque su propio interés por la ciencia sea más puro y más trascendental. Así ocurre que, a veces, hay investigadores que se ven en conflictos más serios de lo que ellos quisieran y no tienen más remedio que decidir por sí mismos, según su conciencia, qué es lo que consideran bueno y qué es lo que consideran malo. Y cuando las diferencias entre los pueblos se hacen irremediables, con frecuencia se ve al hombre de ciencia ante el doloroso dilema de elegir entre su propio pueblo o los amigos, a los que le une el trabajo en común. Claro está que la situación varía de acuer-

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do con la ciencia que se practique. Al médico, por ejemplo, le resulta más fácil ajustar su conciencia a las orientaciones del Estado, porque su misión como profesional consiste en ayudar a los hombres, sin distinción de pueblos; no así al físico, pues éste, con sus conocimientos, puede contribuir a la fabricación de armas exterminadoras. Pero, a fin de cuentas, siempre se deja sentir la tensión entre las directrices del Estado, por una parte, que exige que la ciencia sirva antes que nada a la utilidad del propio país y también al fortalecimiento del poder político nacional; y, por otra parte, la obligación de trabajar en colaboración con hombres de otros países.

Las relaciones entre el investigador y el Estado han sufrido modificaciones características en los últimos decenios. En la primera guerra mundial era tan estrecha la relación entre el científico y el Estado, que se llegó al caso de expulsar de las Academias de las Ciencias a sabios por el solo hecho de ser de otras naciones y se firmaron incluso disposiciones de contenido leonino a favor de la propia nación. En la segunda guerra mundial las cosas sucedieron de otro modo. La unión entre los investigadores era mucho mayor, hasta tal punto, que en muchos casos las dificultades surgieron entre el hombre de ciencia y el gobierno de su propia nación. El científico recabó para sí el derecho de juzgar libremente y sin dependencias ideológicas la política de su gobierno; por otra parte, muchos países veían con desconfianza las relaciones científicas internacionales, y como consecuencia de todo esto el hombre de ciencia se sentía prisionero de su propio país. Más aún, sus relaciones científicas con el exterior eran consideradas como actitud inmoral. Hoy día, por el contrario, se considera natural que los sabios de un país ayuden en lo posible a los de otro país, incluidos los de un país enemigo. Tal vez esta evolución represente un incremento de las relaciones internacionales frente a las nacionales, aunque es necesario prevenir el riesgo de que las grandes masas populares desenca- denen una ola de desconfianza y aversión contra los científicos.

Dificultades parecidas surgieron ya en otros siglos, cuando los representantes de la ciencia eran símbolo de la tolerancia y de la independencia frente a imposiciones dogmáticas. Re-

cordemos a Galileo y a Giordano Bruno. Pero las dificultades de la época actual están agravadas por las consecuencias prácticas de la ciencia que ponen en juego de manera inmediata el destino de millones de hombres.

Me adentro con lo dicho en un aspecto pesimista de la vida actual, que es necesario conocer a fondo para ponerle remedio. No pienso únicamente en las fuentes de energía descubiertas por la física en los últimos años y que encierran un poder de destrucción inimaginable. Aun pasando por alto este hecho, existen otros motivos muy alarmantes, como, por ejemplo, las terribles posibilidades que tiene el hombre en otros muchos puntos de interferirse en el curso de la naturaleza. Los medios químicos de destrucción no se han utilizado en la guerra, salvo en pequeña escala. Pero son tantos los adelantos alcanzados en la biología, en los procesos genéticos, en la estructura y constitución química de la albúmina, que ya cabe dentro de lo posible el cultivo artificial de enfermedades contagiosas peligrosísimas o la determinación biológica de determinadas propiedades que, transmitidas a nuevos seres humanos antes de nacer, serían como nuevos cultivos dentro de la raza humana. Y, finalmente, mediante métodos científicos podría incluso aprovecharse la influencia de algunos hombres para obtener cambios de mentalidad en grandes masas del pueblo. Se tiene la impresión de que la ciencia a pasos agigantados nos conduce en muchos aspectos al extremo de que la vida y la muerte de la humanidad está regida del modo más siniestro por algunos grupos reducidos de personas. Hasta ahora no nos damos cuenta del terrible peligro que nos amenaza, por el tono sensacionalista de la prensa, cuando informa sobre ciertas noticias. Pero vuelve a ser tarea de la ciencia prevenir al hombre de lo peligroso que se ha vuelto este mundo y de la necesidad que todos tenemos de unirnos en estos momentos, prescindiendo de nacionalismos y de otras ideas, para poder afrontar los peligros. Resulta más fácil predicar que cumplir, pero no po- demos eludir esta tarea.

Al investigador se le presenta la amarga necesidad de decidir según su propia conciencia dónde está el bien y el mal, o dónde se halla entre dos posibilidades el mal menor. Y no

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podemos ocultar que existen graneles masas populares, y ellas los poderes que las rigen, que obran frecuentemente sentido, cegadas por prejuicios, y que todo aquel que expone saberes científicos se ve expuesto fácilmente a 1a situación que Schiller describe con aquellos versos:

«¡Ay de aquel que presta al eternamente ciego la antorcha de la luz celestial; ésta no le alumbrará; sólo servirá para encender y convertir en cenizas ciudades y países enteros!»

Ante esta situación, ¿puede realmente la ciencia contribuir a la comprensión entre los pueblos? La ciencia puede sin duda, desencadenar fuerzas enormes, de una grandeza muy superior a la conocida anteriormente por el hombre; pero fuerzas llevan al caos cuando no están sometidas al orden un principio de equilibrio.

3. Hemos llegado, pues, a la tarea que más propian atañe a la ciencia. El desarrollo, del que acabamos de h y dentro del cual las fuerzas de la naturaleza que el había dominado se vuelven contra él, amenazándole con la destrucción, está sin duda en estrecha relación con determinados procesos espirituales de nuestro tiempo, de los que debía hablar a continuación.

Pero conviene que retrocedamos algunos siglos en 1a historia. A fines de la Edad Media los hombres habían descubierto, además de la realidad cristiana, en cuyo centro apoyaba la época del gótico, otras realidades, las de la rienda natural, es decir, la realidad «objetiva» que se p por los sentidos, o que se alcanza por medio de experimentos llevados a cabo en la naturaleza. Pero este adentrarse p nuevos terrenos de la realidad no trajo consigo modificación alguna en las formas básicas del pensamiento. El mundo estaba de cosas en el espacio, que cambiaban con el tiempo consecuencia del juego de causas y efectos. Existía, a el campo del espíritu y, por tanto, la realidad del alma vidual en la que se reflejaba, como en un espejo más nos perfecto, el mundo exterior. Por mucho que esta re-

de la edad moderna, cuya imagen ha sido moldeada por la ciencia, se diferenciara de la realidad cristiana, seguía siendo aquélla una manifestación del orden gótico del mundo: los hombres, en su existencia diaria pisaban con pie firme por el mundo, sin tener necesidad de preguntarse por el sentido de su vida. El mundo era infinito en el tiempo y en el espacio, había sustituido a Dios, o al menos, merced a su infinitud, se había convertido en símbolo de lo divino.

Pero también esta imagen del mundo se ha visto minada a lo largo de nuestro siglo, A medida que el sentido de lo práctico iba situándose en el punto focal de la imagen del mundo, fueron perdiendo su valor absoluto los esquemas básicos del pensamiento; incluso el espacio y el tiempo pasaron a ser mero objeto de estudio y perdieron su contenido simbólico. En el área de la ciencia fue consolidándose la convicción de que nuestro conocimiento del mundo no puede comenzar a partir de un conocimiento seguro, que no puede cimentarse sobre la roca de un tal conocimiento, sino que más bien todo conocimiento se cierne, sin duda, sobre un abismo sin fondo.

A esta evolución en el campo científico equivale probablemente en la vida humana actual el sentimiento creciente sobre el relativismo de todos los valores, sentimiento que hace ya varios decenios viene aumentando y que ha culminado en una postura escéptica, tras la cual se esconde esta pregunta desesperada: «¿Para qué?» Esta postura, que se identifica con el nihilismo, aniquila toda fe. Desde este punto de vista, la vida aparece como algo carente de sentido, o como una aventura, en el mejor de los casos, a la que nos vemos lanzados sin querer. Con frecuencia topamos con esta postura por el mundo, pero en su forma más hostil Weizsäcker la ha definido recientemente como nihilismo ilusorio, es decir, nihilismo encubierto por espejismos y engaños.

El rasgo característico de toda posición nihilista es la carencia de un medio ordenador que oriente y vigorice la conducta del individuo en toda situación. Este rasgo aparece, por lo que toca a la conducta individual, en la carencia de instinto para lo que es justo y lo que no lo es, para lo que es falso y lo que es verdadero; y en la vida colectiva de los pueblos

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provoca el fenómeno curioso de que fuerzas descomunales que se reúnen y concentran para alcanzar un fin determinado, cambian su orientación y con efectos devastadores obtienen como resultado todo lo contrario de lo que se proponían; de aquí se sigue que con frecuencia el odio ofusque las mentes y el hombre se limite a presenciar cínicamente este brusco cambio de fuerzas.

Acabo de afirmar que esta evolución en el comportamiento humano guarda cierta estrecha relación con las evoluciones que se observan en el pensamiento científico, lo cual nos obliga a preguntarnos si también en la ciencia se ha perdido el criterio ordenador, que hemos perdido de vista en otros campos de la vida. Tengo sumo interés en aclarar ante ustedes que esto no ha sucedido en la ciencia. Al contrario, la situación espiritual en el mundo de la ciencia es, hoy en día, el argumento más contundente que tenemos para enfrentarnos con mayor optimismo a los problemas del mundo.

Porque también en los dominios de la ciencia, en los que, como antes dije, debemos recordar que todo conocimiento flota sobre un abismo sin fondo, y precisamente en esos dominios, ha quedado finalmente establecido un orden cristalino que aclara todos los fenómenos; un orden de tal fuerza de convicción y de tal transparencia, que es considerado por todos los investigadores, sin distinción de pueblo ni de raza, como la base incólume e indudable de toda meditación y conocimiento en el futuro. Naturalmente, también la ciencia está expuesta al error, que, a veces, tarda mucho tiempo en comprobarse y ser corregido. Pero podemos confiar en que al final lo verdadero acaba por imponerse a lo falso y entonces sabemos decidir dónde está la verdad. Decisión que no depende de credos, ni de razas, ni del origen de los científicos, sino que es algo dado por un poder superior y está, por tanto, al alcance de todos los hombres y de todas las épocas. Mientras en la vida política resultan inevitables el cambio constante de los valores y las luchas entre las ilusiones y los falsos ideales de unos contra las ilusiones y los falsos ideales de los otros, en el campo de la ciencia, lo que se dice es y será siempre o completamente cierto o completamente falso. Hay aquí un poder su

perior que, sin dejarse influir por nuestros deseos, es el que en definitiva decide y valora. A mi modo de ver, en el centro de esta presencia se sitúan los terrenos de la ciencia pura, dentro de cuyo perímetro no se plantea el problema de las aplicaciones prácticas, y en los que me atrevería a afirmar que se presiente el luminoso dibujo de las armonías ocultas del universo. Este terreno íntimo del mundo, dentro del que ya no cabe separación alguna entre la ciencia y el arte, es probablemente el que encierra para la humanidad actual la clave que ha de servir para mostrar la verdad total, purificada de apetencias e ideologías.

Se me podrá responder que éste es un terreno oculto para la inmensa mayoría de la humanidad y que, en consecuencia, apenas si puede influir en el comportamiento del hombre. Pero tampoco antes tuvo el hombre medio acceso inmediato a las esferas superiores del conocimiento, y es posible que hoy le baste a ese hombre medio saber que no todos tienen el acceso directo a aquéllas, pero que más allá de sus puertas no cabe el engaño porque no somos nosotros, sino un poder superior el que allí decide. En tiempos pasados el hombre tenía distintas maneras de hablar sobre estos dominios centrales. Se utilizaban conceptos como «Mente» o «Dios», o se aludía a ellos con parábolas, con música o con pinturas. También hoy exis - ten muchos medios, y la ciencia es tan sólo uno de ellos. Pero probablemente no hay en nuestra época otro lenguaje generalmente aceptado que permita hablar claro sobre estos terrenos; por eso, para muchos no resultan visibles. Pero estos terrenos existen, lo mismo que existían tiempo atrás, y el nuevo orden del mundo no puede venir sino de estos dominios y de los hombres, cuya mirada les permite adentrarse por ellos.

La ciencia contribuye a la comprensión entre los pueblos, pero no simplemente por el hecho de practicarla ni por los beneficios que aporta, como, por ejemplo, aliviando las enfermedades; ni tampoco por el terror que una potencia política impone para ser reconocida, sino únicamente porque la mirada de la ciencia se levanta a esa alta región de donde procede la ordenación del mundo, y también pura y simplemente por la intrínseca hermosura de la ciencia. Si alguien considera

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exagerada la importancia que atribuimos a la ciencia en la época actual, debe recordar que, en efecto, en muchos aspectos tenemos motivos más que sobrados para envidiar a los tiempos pasados, mejores que los nuestros, pero que en cuanto a rendimiento científico y a conocimiento puro del mundo no ha existido otra época comparable a la nuestra en toda historia de la humanidad.

Seguirá despierto entre los hombres en los decenios pró mos, ocurra lo que ocurra, el interés por el conocimiento Aun cuando este interés se vea mermado durante algún tiempo por las consecuencias prácticas de la ciencia o por luchas por el poder, siempre volverá a imponerse de nuevo y a unir a los hombres de distintos pueblos y razas. Siempre habrá hombres por toda la faz de la tierra que se sintieran felices al aumentar sus conocimientos y sabrán ser agradecidos a aquel que primero supo impartírselos.

Queridos colegas: estáis aquí reunidos, en vuestro Círculo, para contribuir a la comprensión entre los pueblos. El mejor medio para conseguirlo es ponerse en contacto con o jóvenes de distintos países y, armados con el espíritu de la juventud, despreocupado y amante de la libertad, llegue a conocerlos y a comprender su modo de pensar y de ser Que vuestro quehacer científico os sirva para contribuir a se extienda ese modo de pensar, serio e insobornable, sin cual no es posible la comprensión, y que sintáis y veneréis allá de la ciencia esas realidades trascendentales a las que llega realmente y sobre las que tan difícil resulta el ha-

MODERNA*

La interpretación física de la teoría cuántica moderna suscitó ciertas cuestiones epistemológicas básicas, que se refieren principalmente al valor que en orden a la verdad tienen las teorías científicas. Para comprender los puntos de vista, conforme a los cuales juzgamos hoy día el contenido de verdad de una de estas teorías, bueno será que sigamos la evolución histórica para ver, a través de ella, cómo fueron cambiando, a lo largo de los siglos, los objetivos de la tarea científica. Comencemos, por tanto, con una breve perspectiva histórica antes de adentrarnos en la exposición de las cuestiones principales.

1. Conviene que retrocedamos a los comienzos de la ciencia moderna de la naturaleza en los siglos XVI y XVII. Kepler veía la armonía de las esferas en los movimientos de las estrellas y también en fenómenos aislados de especial importancia y trascendencia; creía que así conocía de modo inmediato los planes de Dios sobre la creación. Se hallaba muy lejos de pensar en una comprensión matemática completa de todos los procesos aislados que tienen lugar en la tierra.

Newton no se conformó con el establecimiento de determinadas leyes de singular belleza matemática. Lo que pretendía era aclarar plenamente los procesos mecánicos, aunque sabía bien que ésta era tarea absolutamente inasequible. Pero creía poder fijar los conceptos y las leyes fundamentales que más adelante harían posible tal esclarecimiento. Newton logró la unión de los conceptos fundamentales mediante un conjun- * Este artículo fue publicado a petición de Wolfgang Pauli en 1948 en la revista Dialéctica (Neuchâtel, Suiza).

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to de axiomas capaces de ser traducidos directamente en forma matemática, y fue el primero en crear la posibilidad de representar una interminable

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