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TREINTA Y DOS

In document EL BAILE DE LA VICTORIA (página 101-104)

En la pista de arena del Hipódromo Chile, uno de los ,jinetes que aprontaba vio aparecer a su lado como una exhalación al rucio de Ángel Santiago y galopó a su flanco izquierdo, tratando de sujetarlo de las riendas. El joven que lo montaba le pareció tan exhausto como el animal, y el jockey se extrañó de que en esas pistas de profesionales aprontara un muchacho que no cumplía las mínimas instrucciones de seguridad: ni casco, ni montura reglamentaria, ni fusta, ni compasión con una bestia que había dado a todo escape más que cinco vueltas la distancia de fondo que se corría en el Gran Premio. Cuando logró frenar al potro pensó en llamar a su jinete criminal o asesino, mas se privó de todo insulto al advertir la mirada del chico extraviada, igual que si hubiese bebido un cocktail de drogas.

— Hombre, no se hace eso con un caballito. ¿Quería que reventara en sangre?

Ambos iban al trote y Santiago deseó tener un gorrito con visera que le tapase la luz chillona del sol. —Sería muy largo explicarle, amigo.

—Está bien, pero esta pista es para profesionales. Estamos relojeando aprontes y usted puede causar un accidente.

—Ya me voy. Sólo quería devolverle el caballito a su preparador. —¿Quién es?

—Ni idea. ¿Sabe cómo se llama este caballo?

El hombre pasó una mano por la mancha blanca que se extendía a lo largo de la nariz del rucio y se agachó un poco para examinar una protuberancia de la piel en el reinyo posterior derecho.

—Éste es el Milton. Se lo habían robado. ¿Dónde lo encontró? —Pasteando pa’allá pa’l aeropuerto.

—Charly de la Mirándola se va a alegrar de verlo. —¿Quién es ése?

—El preparador.

—¿Por dónde arriendo para encontrarlo?

—Métase por esta pista y siga derecho hasta topar con Vivaceta.

Cuando el Charly vio que entraba a sus pesebreras el joven sobre los lomos de Milton, se restregó los ojos como quisieran engañarlo con un truco de magia. Dejó caer, balde y el trapo con que le sacaba lustre a la crin de un midillo y fue hacia el rucio con aspecto desconfiado y una sonrisa dubitativa.

—Me han dicho que este caballito es suyo, don Charly, —Así mismo es. Me lo robaron hace un par de semanas.

—Se lo encontré pasteando pa’llá pa Renca y viéndolo solito me lo agarré con la idea de encontrar a su dueño.

—Yo soy su preparador, pues, joven. Y esa pesebrera es el lugar donde dormía.

Ángel Santiago desmontó, y la bestia, siguiendo su hábito, entró al pesebre y empezó a mordisquear la paja derramada en la tierra.

—Se ve que es verdad lo que me cuenta. El rucio se siente aquí como chancho en barro.

—No es gran cosa el bicho, pero nunca se enferma y sabe ganarse la avena acumulando premios de placer. Una vez, hace corno tres años, ganó pagando más de cien veces la plata. «Subieron bandera — tituló—: Súper batatazo en el Hipódromo Chile. Milton probó que en el país de los tuertos el ciego es rey. »

—Aquí tiene de vuelta a su campeón, don Charly. —Parece un fantasma de lo que era.

—Tuve que exigirlo mucho esta mañana. No sé aún con qué resultado. —¿Cómo así?

— ¿Qué hora es, señor De la Mirándola? —Faltan cinco para las ocho.

—Tengo celular, no más. —Con eso alcanza.

El preparador destrabó el cierre del aparato y lo dejó en condiciones de funcionan El joven leyó el número en la palma de su mano, lo digitó en el teclado, y antes de apretar el botón enviar, tuvo que superar un vahído que lo desestabilizó. Apoyó la espalda en una de las columnas del corral y lanzó la llamada.

Cada uno de los pitidos que pedían respuesta le pareció la cuenta fúnebre del árbitro de boxeo ante el púgil caído. Cinco, siete y hasta nueve veces se repitió la exasperante musiquilla hasta que obtuvo la comunicación.

—¿Profesor? —Soy yo, hombre. —Nadie contestaba. —¿Y.?

—Uno se hace ideas...

—Dijiste que llamarías a las ocho. Aun faltan un par de minutos.

Ángel Santiago aprovechó esa frase para tragar la saliva que le impedía hablar. Agolpadamente. —¿Vive? —imploró.

Hubo un silencio al otro lado de la línea y el joven amarró esta vez al palo del corral, envolviéndolo en los brazos. «No juegue conmigo, maestro. No ahora, por favor» quiso decir, pero antes de que las palabras salieran, una voz de mujer llegó a su auricular:

—¿Ángel? Soy yo, la Victoria.

El muchacho corrió hasta la puerta del establo y miró fijo la bola del sol. —¿Cómo estás? —dijo en un susurro.

—Bien.

—¿Cuán bien?

—Bien. Estoy tomando desayuno. —¿Cómo dijiste?

—Estoy tomando desayuno.

El chico avanzó hasta don Charly sopesando el teléfono en sus manos como si fuera una joya inconmensurable.

—Dice que está bien, don Charly. Dice que está tomando desayuno. —¿Quién?

—Usted no la conoce. No se me ocurre qué decirle ahora —Pregúntele qué está tomando de desayuno.

—¿Por ejemplo, qué?

—Si le sirvieron café con leche, tecito, cualquier cosa.

El joven dio grandes zancadas sobre la paja del corralón con una velocidad inversamente proporcional a su lengua.

—¿Qué estás tomando de desayuno, Victoria?

—Té, yoghourt, tostadas con mermelada, y huevitosa la copa. —¿Huevitos a la copa?

—Huevitos a la copa.

—Espera un momento. Por favor, no me cortes.

Fue hasta el lado de De la Mirándola y como un colegial aplicado le repitió la información: —Té, yoghourt, tostadas con mermelada y huevitos a la copa.

Con la quijada, el preparador hizo un gesto asintiendo y luego miró al chico, preocupado. —¿Es ésa una mala noticia?

—¿Cuál?

—La del desayuno.

—¡¿Cómo pésima, don Charly?! ¡Excelente! —¿Y por qué llora, entonces?

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—Usted, pues, señor.

Ángel se pasó la mano por las mejillas y constató atónito lo que el preparador le había dicho. De pronto se dio cuenta de que aún seguía con la llamada en línea y de que no atinaba a ninguna palabra.

—¿Qué más le digo?

—Cualquier cosa. Pregúntele por el gusto de la mermelada. —¿El gusto de la mermelada?

—Claro. Si tiene sabor a fresa, durazno, papaya...

De un manotón se secó otras lágrimas que habían buscado salida por la nariz. —¿De qué sabor es la mermelada?

—¿Qué importancia tiene eso? —No tiene la menor importancia.

—Por si te preocupa, es de naranja. Amarguita. Don Nico quiere hablar contigo.

El muchacho cambió de oído el auricular, como si esa ceremonia correspondiera al nuevo interlocutor.

—La mermelada de naranja es amarguita, muchacho. Como la vida. —La salvamos, don Nico.

—¿Nosotros?

—No, el Caballero ahí colgado se portó. Bueno, yo hice lo mío. —¿Cómo así?

—Galopé y galopé hasta que le gané a la muerte.

—Cuando regreses al hospital convendría que al médico te revisara el mate. Te vendría de maravillas un encefalograma.

—¿Qué es eso?

—Es una radiografía del cerebro donde pueden verse por dónde te patina el coco. Ya les ganamos la batalla a las bacterias, ahora tenemos que ver qué haremos con la presión.

—Eso déjemelo a mí, maestro. —¿Qué piensas hacer?

—Algo grande. Tan grande que ni usted, mi profesor, padrino y confidente, puede saberlo. —Te prohíbo que hagas algo antes de hablar conmigo.

—Siento el mayor respeto y admiración por usted, pero a partir de hoy sé exactamente qué hacer con mi vida.

—Excelente. Me preocuparé entonces de tenerte un epitafio. —A mí me gusta «Voy y vuelvo».

—A propósito de vuelta: cuando pases por el hotolito tráete también las dos chaquetas de jeans. Están colgadas. en el armario.

Ángel Santiago se dejó caer deslizándose por la columna del pilar de madera hasta asentar sus nalgas en la parva de heno. Oyó el pitido del fin de enlace al otro lado de la línea y, ausente, le extendió el artefacto a Charly de la Mirándola. Éste lo miró con intensa severidad y su cuerpo rechoncho se balanceó incómodo para evitar la bosta de un caballo.

—¿Qué le pasó ahora, joven? —Nada, don Charly.

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