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TREINTA Y NUEVE

In document EL BAILE DE LA VICTORIA (página 125-130)

Los dedos de Victoria recorren el rostro de Santiago. Sobre la ciudad se levanta leve la madrugada. Los ruidos se repliegan. Hay un silencio casi completo. Sólo de vez en cuando suena lejos la sirena de una ambulancia, o trota un caballo y su carreta con los comerciantes en frutas que llevan limones a la Vega, o la llama de la estufa a gas produce una suave explosión.

Hace varios minutos que ella repite ese gesto, como si su tacto pudiera llevarla dentro de la ausencia del joven. Está feliz en ese mutismo. Pero también quiere saber. Necesita de alguna manera que la elocuencia del silencio sea expresada en palabras, aunque no sean precisas, aún corriendo el riesgo de que la torpeza de sus labios adulteren la plenitud de ese instante y dañen la complicidad que la une a Ángel Santiago tan solemne como un anillo nupcial.

El joven se deja hacer. No aparta la mirada de ella y, sentado en posición de loto, intenta no pensar. Quiere suprimir la compulsión por proyectarse en otra parte, pero no lo consigue. El plan con el maestro Vergara Grey no lo acosa con la urgencia de otros días. No sabe cómo aclararlo, pero lo intenta. Se le ocurre esto: Victoria fue quien bailó, pero él ahora es dueño del reposo que sigue a la danza.

Después de esa ceremonia el mundo no es el mismo. Tiene que repensar todo lo que es.

Ella sí quiere pensar y piensa. Es como si el futuro hubiera henchido el presente y lo llenara. La sensación de estar aquí ahora es completa. Todo le hace sentido, y por eso no tiene la compulsión de preguntarse qué sentido hace todo esto. Recuesta al muchacho sobre la colchoneta y baja con los labios desde su quijada hasta el ombligo. Allí se queda vagabunda con su lengua. Sus dedos palpan los espacios entre las costillas. La respiración de él se agita, y al inflar su tórax los vellos sobre su pecho alcanzan a recibir de perfil el resplandor de la estufa y toman un tono ocre.

La sala es inmensa, la noche es íntima. Los invitados se fueron dejando dispersos los vasos donde se bebió vino, las botellas caídas del armario, la radio con el dial encendido sin volumen, los huesos del pavo sobre la bandeja de plástico, los restos de lechuga aliñada con vinagre rojo. U pareja está muy cerca de las barras de ejercicio, y él recapacita que tras salir de la cárcel no ha tenido otro hogar que este galpón de baile que Ruth Ulloa llama «academia dé ballet».

¿Por qué Victoria quería prolongar hasta el dolor el placer de merodear su sexo y no lo tomaba ya en su boca? Alejaba sus labios hacia las rodillas, mordía levemente su fortaleza ósea, rodaba la lengua sobre la piel del fémur, restregaba la nariz encima de los talones, untaba de saliva las plantas de sus pies, hacía chocar sus dientes frutales contra los montículos de sus tobillos, y sus senos, henchidos por la autoridad de la calentura, asomaban una y otra vez en esa suerte de oleaje que iba trayendo y llevando sus caricias.

Casi con una pirueta, el joven la prendió de la cintura, la puso bajo su cuerpo, resbaló una de sus manos hasta la cama de su vientre e, inspirado por esa humedad, estuvo un rato merodeándole el clítoris, convenciéndose de que era real en ella el vértigo de la piel de una uva. No pudo resistir ese hechizo y descendió a olerlo y a besarlo, a enredarlo en su lengua, y a apretarlo muy leve entre la abertura de sus dientes superiores. El recuerdo de su danza le inspiraba tanto la acción como el control, y la suavidad de la saliva mezclándose con sus fluidos hizo que no perdiera ya más de vista el urgente camino del deseo.

Entonces fue ella la que dictaminó el momento, llevando con su mano derecha el miembro de Ángel a la vagina; fue ella quien se lo acomodó empujando las nalgas hacia adelante, y fue ella misma la que, al pesarlo rotundo en su vientre, puso en acción sus muslos y sus membranas para apretárselo tan calzado que las pulsaciones de su verga y las de sus paredes se combinaron en una especie de tango. Un pas de deux que le exigió a su boca la palabra que hasta ahora no había dicho:

—Gracias.

Según los sabuesos que olieron los restos mortales de la bacanal, hubo en la partuza más cáñamo que en casa de embalaje, y los conchítos de los huiros probaron que las cabras camboyanas se habian fumado hasta sus propias uñas. Curiosamente, el portíer de nuit afirma que los bullangueros habían llegado a la entrada de los artistas en una cuca mandada por pacos y detectives legítimos, quienes sacaron bufósos James Bond con modales muy de liceo municipalizado.

Los jefazos iniciaron una investigación y se ordenó un sumario que se llevara hasta las últimas consecuencias, «caiga quien caiga». De la famosa bomba nunca más se supo. Y si no le peguntan a Bush, menos le van a preguntar al paco mio que inventó la tremenda chiva para darse el gustazo de zangolotear en el Municipio.

La única pista hasta el momento vino de un nota del cachetón crítico de arte de El Mercado, a quien se le cayó el cassette y dio el nombre de la pendorcha que habría protagonizado nada más que el striptease de la orgía, y agregó que la cabra es más hot que la Marlene del Mega. La bomba sexy se llamaría Victoria Ponce y en el colegio donde estudiaba dicen que si te he visto no me acuerdo.

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CUARENTAYUNO

En el libro de actas se dejó constancia en la página 203 de que «el teniente Rubio y los suboficiales Malbrán y Ricardi se presentaron a las ocho quince de la mañana de hoy a esta comisaría de Güechuraba, sita en camino El Brinco, sin número, para dar comienzo al sumario administrativo contra el cabo Arnoldo Zúñiga por graves irregularidades cometidas en el ejercicio de sus funciones, que incluyen órdenes impropias impartidas a carabineros a su cargo, más malversación en el uso de bienes públicos, corno la patrullera GÜE 1, único vehículo motorizado de esta misión, ya que los medios de transporte en esta zona son preferentemente caballos. Se hace esta salvedad, pues de haber existido más vehículos motorizados la noche de los luctuosos incidentes, acaso el cabo Zúñiga los hubiera incluido en la acción delictual».

En la hoja 204, el teniente Rubio señaló que la comisión se constituía in situ y no en los tribunales de la institución para evitar darle tanta formalidad a un asunto que ya estaba en la prensa amarilla y que acaso pudiera disolverse en la discreción de un juicio breve seguido de un castigo ejemplar.

A mismas hojas, la autoridad ya señalada indicó que se tuviera en vistas atenuantes en el momento de la condena, pues el cabo Zúñiga tenía una «canasta limpia» en la institución y más de tres anotaciones de mérito por conductas que habían beneficiado la imagen de Carabineros de Chile: atender a una parturienta que dio a luz en un retén, rescate de dos menores apresados por las llamas en el siniestro de calle Einstein, y desarticulación con riesgo de su propia vida de un artefacto explosivo ubicado en la torre de alta tensión del cerro Blanco.

Expuestas razones y antecedentes, se consigna en la 205 el interrogatorio de los comisionados al cabo Arnoldo Zúñiga, quien se mantuvo de pie sin aceptar el asiento que el teniente le ofrecía.

Teniente. Cabo Zúñiga, le voy a pedir que responda breve y concisamente a las preguntas que le plantearemos. Cabo. Sí, mi teniente. Teniente. ¿Es o no efectivo que en la noche del viernes usted utilizó personal de carabineros y vehículos de esta comisaría para un operativo en otra comuna de Santiago que no está en su jurisdicción?

Cabo. Sí, mi teniente.

Teniente. ¿Es verdad o no que lo que motivó esta irregularidad fue el hecho de que se enterara usted de que grupos terroristas habrían colocado un explosivo en el teatro Municipal de Santiago con el objeto de protestar por un espectáculo de inspiración comunista en dicha entidad cultural?

Cabo. Sí, mi teniente.

Teniente. ¿Cuando emprendió el viaje hacia el centro, estaba usted consciente de que entraba en un terreno que le era completamente vedado?

Cabo. Sí, mi teniente.

Teniente. ¿Cómo explica usted esta conducta reñida con los reglamentos? Porque, de hecho, lo que le correspondía era avisar a la comisaría de Santo Domingo con Mac Iver, vale decir, el recinto más cercano al lugar de los hechos.

Cabo. Con todo respeto, mi teniente, se trataba nada menos que de la explosión de una bomba. Teniente. No comprendo.

Cabo. Si uno tiene una información así, no gasta tiempo en llamar por teléfono. Mientras uno consigue la comunicación, el teatro puede volar por los aires.

Teniente. ¿Pero ignora usted, Zúñíga, que nuestra institución cuenta con el GOP, un equipo especialista en investigar y desarticular artefactos explosivos?

Cabo. No lo ignoro, señor.

Teniente. Entonces, explíquese, hombre.

Cabo. No sabría qué explicación darle. El soplo de la bomba me llegó a mí y yo pensé que tenía que ser suficientemente hombrecito para resolverlo solo.

Teniente. ¿No habrá visto demasiadas películas de Rambo, Zúñiga? Cabo. Condéneme, si quiere. Pero le ruego que no se burle de mí, teniente.

Teniente. Está bien, hombre. ¿Es cierto o no que llegando al lugar de los hechos amedrentó con su arma reglamentaria al guardián del teatro y que después secuestró y retuvo sin orden alguna a un grupo de

funcionarios en la patrullera de la institución con patente GÜE I? Cabo. Sí, mi teniente.

Teniente. ¿Cómo explica usted ese abuso de autoridad?

Cabo. Cuando los terroristas atacan, es muy distinto de cuando los curitas franciscanos reparten sopa.

Teniente. ¿De qué terroristas me habla? Las pesquisas no encontraron ni siquiera un guatapique. Cabo. Me alegro por Chile y su Templo de las Artes. Que si no...

Teniente. ¿Que si no qué, Zúñiga?

Cabo. En vez de estar sometido a este humillante interrogatorio, se me estaría rindiendo un homenaje en el Cementerio General, y el Orfeón de Carabineros tocaría el himno nacional y mi general Cienfuegos consolaría a mi viuda y le entregaría un montepío.

En la hoja 205 se dejó constancia de que el teniente Rubio y los suboficiales le pidieron al cabo Zúñiga abandonar por algunos minutos el escritorio, tiempo que usaron para pedir café al ordenanza y abocarse a una decisión. Ricardi puso énfasis en el sentido del valor y la oportunidad del simpático cabo, quien confrontado a un imprevisible riesgo asumió sin vacilar la aventura, y Malbrán discurrió que acaso, estimulado por su anterior éxito en el desmontaje de un explosivo, quería repetir la hazaña para ganarse un ascenso a suboficial, es decir, teniente, por «poco estaríamos juzgando a uno de nuestros pares». Rubio, en cambio, entró en un áspero mutismo.

Al reanudarse el juicio, el teniente ofreció asiento y café al sumariado, quien le puso abundante azúcar y bebió de la taza, pero se excusó otra vez de tomar asiento ante la autoridad, dando así una impresión de modestia ejemplar, que conjugaba —susurró Malbrún al oído del suboficial Ricardi— de maravillas con su conducta temeraria. Y en verdad, ya antes de que entrara el acusado había corrido la broma entre ellos que, dado las atenuantes y la pequeñez del caso, más les valdría proponerlo para un ascenso que para una degradación o expulsión de las filas. Sin embargo, «el reglamento es el reglamento y la siempre malediciente prensa quiere ver correr sangre —concluyó el teniente Rubio—, Y en vez de laureles estamos obligados a echarle estiércol».

En la página 206 se resumió el proceso.

Teniente. A su juicío, Zúñiga, ¿cuál sería la sanción que deberíamos imponerle dada la magnitud de los hechos?

Cabo. Una que me releve de la dirección de la comisaría, pero que no me damnifique el sueldo. Tengo una esposa y dos hijos, mi teniente.

Teniente. ¿Y cuál castigo podría ser ése?

Cabo. He pensado en uno tan degradante que dejaría contento a mi general y a la prensa. Teniente, Hable, cabo.

Cabo. Nómbreme caballerizo a cargo de los animales de la patrulla. Madrugar, alimentarlos, sacarles lustre, barrer la bosta. Un infierno. Mosquitos, abejas, mal olor. Un infierno.

Los uniformados intercambiaron miradas de consulta, levantaron los hombros indiferentes, concluyeron de un sorbo sus cafés, y le pidieron al escribano que hiciera constar la degradación en actas, y al mismo tiempo se designara al cabo Sepúlveda como autoridad mayor de Güechuraba.

Cuando los otros dos y el actuario hubieron salido, el teniente se quedó en la habitación acariciando la textura del escritorio y palpando ocasionalmente las huellas de escritura, como si quisiera leer un mensaje. Tiró del cajón superior izquierdo y sacó de allí una banana, un cortaúñas, un frasco de gomina, un paquete de cigarrillos, un encendedor color violeta, y un ejemplar del diario La Fusta con el programa completo de carreras del próximo día en el Hipódromo Chile.

—Así que éste es su pequeño mundo, Zúñiga.

—Ni tanto, teniente. Ya le mencioné mi familia. Y mis amigos. —Y Victoria Ponce.

—¿La bailarina? —¿La conoce?

—Bueno, leí la crítica de El Mercado. —¿Le interesa el ballet, cabo? —El ballet y la hípica.

—¿Y qué ballet ha visto?

— Cappelia, Las síffides, La Cenicienta, Romeo yJulieta. Creo que ésos serían todos, —Y El lago de los cisnes.

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—Obvio.

El teniente fue hasta Zúñiga, y sin mirarlo al rostro, tomó un botón del uniforme de su inferior jerárquico que colgaba algo deshilachado desde la tela.

—¿Qué edad tenía usted cuando el Comando Conjunto de Carabineros y las Fuerzas Armadas raptó, secuestró y degolló al padre de Victoria Ponce?

—¿Yo, señor?

—Sin hacerse el huevón, Zúñiga.

—Yo era un colegial entonces. Tendría sus diecisiete años.

—0 sea, no tuvo nada que ver en ese crimen y probablemente no soñaba a esa edad que un día terminaría siendo carabinero.

—Es muy cierto lo que dice, mi teniente.

—Y si es así, ¿por qué crestas se pone a redimir a la pobre huerfanita?

Ahora sí su superior había alzado la vista y lo miraba con un inamistoso rictus en los labios. El cabo se secó con la manga del uniforme el estallido de transpiración en sus pómulos.

—Quería hacer un gesto, teniente Rubio.

El alto oficial terminó de arrancar el botón del uniforme de su súbdito y de mal humor se lo puso delante de las narices.

—La próxima vez que me haga una gracia como ésta, le voy a arrancar el botón, sino los cocos. Lo tiró sobre la mesa, y el botón quedó bailando sobre su canto hasta detenerse sin energía en un borde.

In document EL BAILE DE LA VICTORIA (página 125-130)