par-Dentro del protocolo se consideran los lineamientos que los tratados inter-nacionales establecen en materia de atención, entre ellos la obligación para las autoridades de actuar con debida diligencia para proteger la dignidad e integri-dad de quienes padecen actos de violencia de género, entre las actuaciones desta-can: realizar investigaciones exhaustivas, establecer sanciones proporcionales que se traduzcan en una reparación suficiente y prevenir razonablemente estos actos.
Asimismo, se señala la necesidad de sensibilización y capacitación en el tema de violencia de género principalmente para quienes fungirán como orientadores (in-tegrantes de la comunidad universitaria que colaboraran voluntariamente y que serán el primer contacto con las personas en situación de víctima para darles una primera orientación de carácter informal) y del bienestar de la víctima evitando problemas de reincidencia y revictimización por parte de la comunidad.
Como parte del procedimiento de atención a casos de violencia de género, en el protocolo se estipulan tres etapas: 1) Primer contacto u orientación, 2) Inter-posición de la queja, definición de procedimiento de atención más adecuado para el caso (alternativo y/o formal) y su verificación y 3) Seguimiento a las sanciones y acuerdos de mediación. En cada una de estas etapas la víctima además de recibir orientación jurídica puede solicitar acompañamiento psicológico, y también en cada una de ellas el tipo de intervención será diferente.
Al adherirse a instrumentos jurídicos tanto nacionales como internacionales contemplados en el protocolo, la erradicación de la violencia sexista o de género de-manda una estrategia de intervención a diferentes niveles, que implica tanto tratar las causas estructurales del problema para prevenirlo, como proporcionar a las víctimas los servicios que requieran para su protección y recuperación desde una perspectiva de derechos y de género. Por lo tanto, los profesionales de la salud mental que brin-den este acompañamiento, deberán estar capacitados en estos temas e integrar dicha perspectiva en su práctica profesional.
2. Una perspectiva feminista en la atención
la psicología, como muchas otras disciplinas científicas, aunque enarbolaba valores como la neutralidad y objetividad, era androcéntrica y sexista (García-Dauder 2010 y Guevara 2015). Al respecto, Eva Illuoz (2010: 148), a través de un análisis socioló-gico de la penetración cultural de la psicología durante el siglo XX, señala:
[...] el conocimiento de la psicología al servicio de definiciones del matrimonio de tipo patriarcal, en tanto legitimaban las relaciones de poder entre hombres y mu-jeres dentro de la familia responsabilizando a las mumu-jeres por la violencia y el des-cuido de los hombres e instruyéndolas para que entendieran el punto de vista del hombre y, de manera más general, obligándolas a rendir cuentas por el bienestar del matrimonio.
En opinión de Illouz, la psicología utilizaba la jerga técnica para promover puntos de vista misóginos y desestimaba las perspectivas del feminismo, etique-tándolo como una enfermedad. En respuesta a ello, las feministas criticaron que
“estas manifestaciones de locura” o de “patología” eran, o bien una construcción social dirigida a controlar la conducta de las mujeres dentro de una estructura patriarcal, o bien, una respuesta válida a las formas reales de angustia producidas por la opresión.
A partir de estas críticas a la psicología, enmarcadas en la segunda ola del nismo, fue que se sentaron las bases para las “terapias no sexistas” y/o “terapias femi-nistas” que abordan los malestares desde el análisis social de las relaciones de poder, sin patologizar a las mujeres (García-Dauder 2010 y Díaz- Mariwilda 2014). Tera-peutas familiares como Rachel Hare Mustin, Marianne Walters, Betty Carter, Peggy Pap, Olga Silverstein, Mónica McGoldrick, Carol Anderson, Froma Walsh y Karrie James, fueron algunas de las pioneras en introducir un análisis de género en la inves-tigación terapéutica, abriendo así nuevas formas para entender la vida de las perso-nas y las relaciones familiares, creando nuevas posibilidades para abordar en forma diferente los problemas que las personas traían a terapia (Rusell y Carey, 2003). Fue así que la psicología feminista, en sus diferentes influencias y epistemologías, emer-gió como un elemento renovador de la ciencia psicológica tradicional siendo reco-nocida como una orientación terapéutica validada por el mundo científico a finales del siglo XX (García Dauder, 2010).
Desde esta orientación terapéutica, los malestares (ansiedad, depresión, baja autoestima, etc.) se entienden como producto de la falta de legitimidad políti-ca, menores privilegios, merma en los derechos de ciudadanía y en las posibilida-des de elección, que pocas veces son problematizados en terapia, reforzando así
la patologización del sentimiento de injusticia proveniente de estas condiciones (Díaz-Mariwilda, 2014).
Tabla 1. Diferencias entre las terapias tradicionales y las feministas
Terapias tradicionales Terapias feministas
Son androcéntricas Ponen a las mujeres y sus experiencias en el centro.
Pretenden ser libres de valores y apolíticas Enfatizan la importancia del sistema de valores y de los aspectos políticos
Recurren a constructos intrapsíquicos, personalidad, diferencias biológicas, en el desarrollo, en las funciones cognoscitivas, para explicar la psicopatología
Ven la psicopatología como resultado de la opresión
Refuerzan los papeles sexuales tradicionales y promue-ven el ajuste a las normas sociales vigentes (normalidad, adaptación)
Problematizan los mandatos de género, los criterios de normalidad y adaptación.
Son neutrales frente a la violencia. Se posicionan frente a la violencia Fuente: elaboración propia
La aplicación de los presupuestos feministas al ejercicio de la psicología en con-textos terapéuticos se ha vuelto, por lo tanto, particularmente relevante en situaciones donde las desigualdades entre los sexos constituyen un problema de salud pública, siendo la violencia en diversos ámbitos, una de ellas. Aunado a los avances legisla-tivos a nivel internacional en materia de violencia de género, en México hace casi cuatro décadas que grupos de feministas desde diversos frentes (academia, activismo, gobierno) se han dedicado a la atención de víctimas de violencia sexual, brindando servicios médicos, asesoría legal y apoyo psicológico, además de un trabajo arduo en la prevención de la violencia basada en género en todas sus manifestaciones.3
Desde las terapias feministas se reemplazó el postulado de los constructos in-trapsíquicos en la caracterización de las víctimas, por el de los factores contextuales, dando así un giro en la génesis de la violencia e invalidando el mito de la respon-sabilidad y de la culpabilidad femenina en la comisión de este tipo de actos delic-tivos (Neves y Nogueira 2003). Asimismo, desde esta perspectiva se entiende que la víctima no es un objeto pasivo de las violaciones a sus derechos o de los hechos
3 En 1980 se crean las primeras Agencias Especializadas en Delitos Sexuales en Tabasco y la Ciudad de México, así como centros de orientación y apoyo para las mujeres. Se realizan las primeras acciones para orientar y promover los cambios legales tipificados en los códigos penales, recono-ciendo la violencia intrafamiliar como causal de divorcio (De Barbieri y Cano, 1990).
violentos, sino que es un sujeto activo que despliega formas de afrontamiento y desarrolla herramientas para enfrentarlos (Lachenal, Antillón, Estrada, Pérez y Do-mínguez, 2016).
Ha sido ampliamente documentado que la violencia de género tiene conse-cuencias que pueden ser fatales o producir efectos de corto, mediano y largo plazo en la dimensión individual, familiar y colectiva o comunitaria. Desde esta perspectiva, se entiende el impacto de la violencia de género en una relación dialéctica persona-sociedad. En el plano individual, una de las afectaciones más reportada se da en la esfera de la salud física y mental. En el caso de la primera, entre las más frecuentes se encuentran: lesiones por contusión, heridas y dolores crónicos generales e ines-pecíficos. Los efectos en la salud sexual y reproductiva son igual de importantes e incluyen: dolor pélvico crónico, enfermedad pélvica inflamatoria, hemorragias, irri-tación genital, dolor durante el coito, infecciones urinarias, embarazos no planeados ni deseados e infecciones de transmisión sexual (ITS), incluida la infección por VIH (OMS 2013 y Urra 2007).
En cuanto a la salud mental, las consecuencias psicológicas que este tipo de violencia acarrea son, por mencionar algunas de las más reportadas: trastorno por es-trés postraumático (TEPT),4 trastornos del sueño, pánico, culpa, vergüenza, depresión, tristeza, miedo, ira, intento e ideación suicida, síntomas somáticos,5 baja autoestima y autoconfianza, mayor ansiedad, malestar, sufrimiento y estrés, un incremento en el abuso de sustancias tóxicas (Campbell, 2002; Echeburúa y De Corral, 2006; Mingo y Moreno, 2015; OMS, 2013; Urra, 2007).
Es importante señalar que no todas las víctimas de violencia presentan las mis-mas reacciones emocionales, esto no indica que no se encuentren afectadas. Hay quienes durante las primeras horas de ocurrida la agresión, presentan altos grados de ansiedad y cuando tienen que relatar lo ocurrido se ponen tensas, lloran o gritan, luego pueden pasar incluso a la risa. Otras en cambio, pueden relatar el suceso apa-rentemente tranquilas, respondiendo a una reacción de shock o agotamiento. Hay quienes no pueden hablar y prefieren no contar a nadie lo ocurrido. También ha-brá quienes están sumamente enojadas y exijan justicia; algunas se sienten tan afec-tadas que no pueden tomar una decisión en esos momentos y tardan en denunciar (Urra, 2007). De ahí que habrá que tener cuidado con esperar que todas las víctimas
4 Un 75% de las mujeres víctimas presentan un cuadro clínico. Las secuelas a largo plazo (cronifica-ción del estrés postraumático) afecta al 55 por ciento (Urra, 2007).
5 Gastrointestinales, genitourinarias, fatiga, tensión muscular, dolor de cabeza, pérdida de apetito o alteración del sueño.
reaccionen de la misma manera, pues “una visión estereotipada de las víctimas o una forma rígida de comprender los daños, pueden estorbar la escucha de la experiencia concreta y singular de las personas” (Lachenal et. al., 2016: 10).
Por tanto, trabajar con la violencia de género implica desnaturalizarla y de-construir los mitos misóginos y un cuestionamiento del modelo social de base, que condena a muchas mujeres a vivir sometidas a unos mandatos que las convierten en
“seres para los otros” (Lagarde, 2005). En este sentido, la frase “lo personal es políti-co” cobra sentido al entender que las experiencias personales están influenciadas por relaciones más amplias de poder. Es decir, las experiencias personales de una mujer no son solamente suyas, ya que están vinculadas a las experiencias de otras mujeres, están ligadas a una política más amplia (Russell y Carey 2003).
Cuando una persona vive situaciones de violencia de género en cualquier espa-cio, y busca atención psicológica, es indispensable un conocimiento sobre los facto-res individuales, sociales y del contexto que explican la violencia contra las mujefacto-res, huyendo de explicaciones y planteamientos simplistas, centrados exclusivamente en la psicología individual. De lo contrario, si se parte de premisas sesgadas y de esque-mas basados en prejuicios, el proceso se pervierte inmediatamente (Bosch, Ferrer y Alzamora, 2005).
3. Programa de Atención a Víctimas de Violencia