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Vida y reproducción

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Capítulo I. Biopolítica: Vida, sexualidad y reproducción

4. Vida y reproducción

Las nuevas formas de comprender a los cuerpos, la biología y la “vida en sí” producida por los desarrollos científicos y tecnológicos contem- poráneos impactan de modos diversos en las políticas sexuales. Uno de estos impactos tiene que ver con la construcción y diseminación de imaginarios moleculares que nutren los actuales debates en torno a los límites de la vida, de su comienzo y su fin, habilitando disputas sobre la libertad reproductiva. El desarrollo de nuevas biotecnologías ha con- tribuido a separar la sexualidad de la reproducción mediante técnicas que permiten procedimientos reproductivos independientes de las ex- presiones sexuales de los/as sujetos. La sexualidad se ha desacoplado de las representaciones y prácticas de reproducción, y la reproducción en sí se ha convertido en el objeto de una serie de formas de conocimiento, tecnologías y estrategias políticas que poco tienen que ver con la sexualidad (Rabinow y Rose, 2006). Sin embargo, paradójicamente, estas mismas tecnologías han otorgado protagonismo a entidades liminares como los cigotos, embriones y fetos, que saturan los debates

sobre los derechos y políticas (no) reproductivas contemporáneas, dis- putando los sentidos éticos y legales de estas.

Diversos/as autores/as, en especial desde las teorías feministas, han puesto de manifiesto los modos a través de los cuales los imaginarios tecnificados de la vida en sí han producido un reduccionismo biológico capaz de reforzar políticas conservadoras contrarias a los derechos re- productivos. En esta línea, se ha enfatizado cómo las modernas tecnologías de visualización (como las ecografías o las imágenes creadas a partir de observaciones microscópicas), en conexión con las narrativas tecnocientíficas de genetización y molecularización de la vida, han constituido un material simbólico que ha impactado no solo en las re- presentaciones sociales sobre la libertad reproductiva, sino también sobre las decisiones políticas, judiciales y legislativas al respecto (Petchesky, 1987; Franklin, 1991; Hartouni, 1992; Strathern, 1992; Clarke y Montini, 1993; Duden, 1993, 1996; Stormer, 2003; Haraway, 2004; Casper y Morgan, 2004; Morgan, 2009). El desplazamiento que han logrado efectuar los imaginarios moleculares hacia una identidad biologizada, donde la individualidad queda constituida por códigos biológicos, ha concentrado nuestra atención sobre una serie de entidades que antiguamente carecían de un valor simbólico relevante. Parafraseando a la antropóloga Lynn Morgan, “una vez que se ha transformado en una proposición científica relativamente sencilla, el cuerpo microscópico ha pasado a dominar las políticas reproductivas” (2009: 21)5. Cigotos,

embriones y fetos han sido dotados de valoración subjetiva y personeidad gracias a los efectos socioculturales producidos por las narrativas científicas contemporáneas, situándose en el corazón de algunos de los principales debates en torno a la sexualidad y la reproducción. El acceso a tecnologías de aborto, a métodos anticonceptivos modernos, a técnicas de fertilización asistida, entre otros, colisiona así con la puesta en escena de estas entidades que disputan los sentidos de los derechos y prácticas reproductivas. Como indicaba Rosalind Petchesky (1984) ya en los años ochenta, los debates en torno a las políticas (no) reproductivas concentran crecientemente su atención no tanto en su moralidad o concordancia con valores religiosos, sino en torno a la biología de los/as sujetos y entidades involucradas.

Desde la antropología se ha mostrado cómo las consideraciones en torno a las entidades embrionarias y fetales responden a prácticas cul- turalmente mediadas. Cada sociedad y cada cultura negocia de manera

distinta los umbrales que determinan el momento en que la vida comienza y en que esta es susceptible de valoración y protección (Morgan, 1989; Conklin y Morgan, 1996). La antropología ha demostrado que en muchas sociedades no industrializadas el inicio biológico de la vida no coincide necesariamente con el inicio de la va- loración de esa vida. En ciertas culturas, el inicio de la vida suele ser asociado al momento del parto biológico, por ser este el primer instante en que es posible visibilizar al/la niño/a, mientras que su aceptación social, esto es, la entrada de esa nueva vida a la comunidad, puede ocurrir en un momento posterior, como cuando se cumplen ciertos ritos, cuando ocurren determinados eventos simbólicos de importancia para la comunidad o cuando se alcanza un cierto estado de maduración. En palabras de la antropóloga Lynn Morgan (1989), en múltiples culturas el “parto biológico” está separado del “parto social”6. De este

modo, en algunas sociedades, cigotos, embriones y fetos no son consi- derados aun como una nueva vida, ni menos aun sujetos susceptibles de protección o de valoración moral.

En las sociedades occidentales industrializadas, en cambio, han ocurrido ciertas transformaciones que las diferencia respecto de otras latitudes. Desde hace unas pocas décadas venimos atravesando una dinámica social y política en la que se ha tendido a adelantar el momento simbólico en que se valora y admite esas entidades prenatales como parte de la comunidad. En gran medida, esto se debe a las nuevas tecnologías de visualización que desde mediados del siglo XX han permitido observar cigotos, embriones y fetos antes del nacimiento. Esta “visibilidad” ha transformado las percepciones que se tienen respecto de estas entidades, produciendo cambios en la valoración subjetiva que se les asignan dada la mayor atención que disponen hoy (Duden, 1993; Casper, 1998; Georges y Mitchell, 2000; Stormer, 2003; Morgan, 2009). Asimismo, los imaginarios moleculares de la “vida en sí” han contribuido a biologizar nuestra comprensión del mundo, otorgando nuevas texturas políticas a las entidades prenatales. De este modo, como indica Lynn Morgan (1989), el desarrollo y masificación de las nuevas tecnologías reproductivas han adelantado el parto social en Occidente. Por supuesto, este fenómeno ha ocurrido con una relativa ambigüedad: aunque hoy en día se le asignan nombres a los/as hijos/as antes de su nacimiento, oficialmente el nombre queda registrado y oficializado recién tras el parto; pese a que se valora la vida fetal, los registros de mortalidad oficiales solo cuentan las

muertes tras el parto y no antes de este; para prácticamente todo efecto, una mujer embarazada cuenta como una sola persona, y no como dos, etc. Es decir, atravesamos actualmente un proceso ambiguo de adelanta- miento del parto social en el que se tiende crecientemente a valorar la vida embrionaria y fetal, sin desprendernos del todo de la idea de que el nacimiento biológico constituye un momento simbólico central que marca el ingreso a la comunidad.

De este modo, es posible ver que las propias entidades prenatales, así como su valoración como sujetos y miembros de la comunidad, son operaciones culturales, construcciones sociales que cada sociedad negocia. La contratara de este proceso ha sido una consecuente trans- formación cultural en los significados otorgados al cuerpo de las mujeres (Duden, 1993). La centralidad de los cigotos, embriones y fetos se efectiviza dentro de la cultura popular a costa de un consecuente proceso de resignificación del cuerpo de las mujeres bajo la idea de un “medio” o “contenedor” de donde surge la vida. Como señala Nathan Stormer (2003), la mujer y el feto no son representados como personas iguales, sino más bien como una matriz biológica y su producto, res- pectivamente.

Pero estas entidades prenatales no solo circulan en los circuitos culturales de las sociedades occidentales industrializadas de maneras apa- rentemente desintencionadas. Como indicaba Petchesky (1987), los sectores opositores a los derechos reproductivos, como el aborto o las tec- nologías de reproducción asistida, retoman estos imaginarios y discursos científico-técnicos con el fin de situar a cigotos, embriones y fetos en un lugar protagónico dentro de los debates sobre los derechos reproductivos. La defensa de la “vida” que esgrimen en el espacio público remite direc- tamente a estas entidades que son revestidas de un valor simbólico capaz de cuestionar la legitimidad y legalidad de las nuevas prácticas (no) re- productivas. Nutridos de los discursos moleculares de la “vida en sí”, buscan saturar el debate político en defensa de una biopolítica que vuelva a anexar de manera indisoluble la sexualidad con la reproducción. Así, considerar los modos en que los cigotos, embriones y fetos son puestos en un lugar protagónico de los debates sobre los derechos repro- ductivos, implica observar cómo ciertos discursos sobre la vida se nutren de los imaginarios, las ficciones y las políticas producidas socialmente por los nuevos desarrollos científicos y técnicos, asumiendo estos últimos no como un afuera de la cultura, sino como un componente esencial de

esta (Haraway, 1995, 2004). Como señala Marilyn Strathern (2002), la ciencia y la tecnología son una parte constitutiva de la sociedad moderna, por lo que las perspectivas y prácticas sociales están inexorablemente atravesadas y sedimentadas en ellas.

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