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Sin Dios ni Ley (Folleto).

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SIN D IO S NI L E Y

Qüito.-^Tip. de la Escuela de Artes y Oficios.

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SIN DIOS NI LEY

Se acerca el tiempo cu que el intrépido General Al- faro, cubierto de gloria, y más que todo con la conciencia al parecer satisfecha de haber obrado el bien posible á despecho de sus enemigos, descienda tranquilo del solio presidencial á ocupar el pobre pero honrado lugar de mo­ desto ciudadano. Día solemne será aquel en que, con el corazón sereno, al depositar en manos de la Nación la banda republicana, diga orgulloso, con el orgullo de la honradez: “Hice todo el bien que pude, y, mirad, nada me llevo”. Y el pueblo ecuatoriano le aplaudirá convencido de que así es. Pero esos aplausos serán justos?

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tos (le conflicto, cuando la Academia Ecuatoriana volvió á reinstalarse, volvió á la vida, gracias al dinero que le su­ ministró por medio de sus dos Ministros Peralta y Yero- vi? ¿Cuándo, desde 1875, la Instrucción Pública ha estado mejor servida y ordenada? Se pagan becas en el extran­ jero para la educación de jóvenes ecuatorianos que más

tarde serán el lustre de la Patria; las artes florecen, y estas y las ciencias cuentan con un apoyo material de los más marcados. Los hospitales y colegios reciben pingües dona­ tivos, y todo esto con un presupuesto que los otros Gobier­ nos creyeron insuficiente hasta para ellos. Y este realce que se nota en lo grande se hace visible también en lo que parece pequeño, aunque no lo sea; como en el perio­ dismo, por ejemplo. Si, hasta la prensa periodística pue­ de decirse que ya tiene vida propia en la Capital, al revés de lo que sucedía en otros tiempos en que todo periódico moría en la infancia herido por el puñal de la tiranía ó por el garrote de la pobreza.

¿Y al considerar todo esto seremos tan injustos que neguemos á Alfaro lo que no supimos negar á Flores á pe­ sar de sus Condes proyectistas; esto es la honradez? ¡Ah! Cuando se pesan en justa balanza hechos de tanto bulto, no puede uno menos que reconocer en el actual Jefe de la Nación, un hombre gigantezco, un segundo García Aro-

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Nadie, salvo nosotros los habitantes de la provincia Orien­ tal, de esta tierra desventurada en la que no se hace más que vejetar de una manera estúpida. Sólo nosotros pode­ mos decirle: Señor, en alas de la fama nos ha llegado el eco de los beneficios que habéis hecho en otras partes, pe­ ro no los creemos; nos dicen que sois patriota, y también ponemos en duda; pues que, de serlo verdaderamente, no habríais dejado en olvido este suelo infortunado que tan Ecuador es y tan digno de vuestros beneficios como cual­ quiera otra porción de la República. Se ha protegido la raza india reglamentando el concertaje y librándola del pago de muchos derechos, pero esa protección por la que tan agradecidos deben estar los indios de las poblaciones interandinas, no se ha hecho sentir aquí donde ni hay con­ ciertos ni nadie les cobra derecho alguno. Las necesida­ des varían con los individuos que componen la sociedad; y las libertades que en los pueblos de la sierra han podido ser provechosas y justas, en tratándose de una raza des­ valida que por tantos lustros soporta paciente la esclavi­ tud, son aquí de ningún valor y hasta peligrosas. Decir al salvaje de Oriente, á ese niño viejo, que el Gobierno respeta su libertad y que por consiguiente es dueño de hacer lo que le parezca, es, en vez de darle protección, propender de una manera directa á su mayor embruteci­ miento, es autorizar su eterna y tradicional ociosidad, es destruir so coior de libertad, las nacientes poblaciones que desde la salida de los jesuítas apenas se sostienen; y esto, sencillamente, porque la naturaleza de ellos repug­ na todo trabajo; porque no habiendo saboreado nunca las ventajas de la vida social, la desprecian, afanándose sólo en retirarse á lo más agrio de las montañas para librarse de una vez de lo que ellos llaman pesadísimo yugo; de la vida en común, cosa que al fin la lograrán al paso que va­ mos. ¿Y qué habrá ganado la República, qué nosotros, cuando veamos destruidos los pocos pueblos que existen, si pueblos pueden llamarse las agrupaciones de casas de­ siertas los once meses del año, y que sólo le sirven al in­ dio para esperar al gobernador cuando saben que va á venir á visitar ese pueblo, en el que, generalmente, la primera autoridad sólo permanece pocos días, hasta hacer­ se de víveres para continuar su viaje y dar algunas dispo­ siciones á cual más locas y absurdas.

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de los indígenas puedan ser reparadas, y todo esto bajo la pena de expulsión de este encantado paraíso. Prodú­ cese el descontento; los comerciantes al ver decomisadas sus armas, lamentan una pérdida irremediable; las quejas menudean, nos creemos próximos al tiempo en que no había más armas que la cumbamba con que Caín mató á Abel; y no obstante la primera autoridad cree que ha pro­ tegido á la raza india, que ha amparado el comercio! Otros, creyendo (pie el verdadero progreso consiste en que los indios no puedan moverse una vara del lugar que ha­ bitan, atacan la libertad individual de esos infelices, les impiden hacer sus casas en el lugar que ellos eligen, aco­ san y castigan al blanco (pie á fuerza de maña y dinero, lia logrado conquistar alguna familia para que le acompa­ ñe en el lugar (pie él habita; y, cuando nadie resuella en presencia de la autoridad, creen que nos han puesto en el pináculo de la civilización; que no tenemos más que de­ sear sino subir al cielo en alas de nuestra próspera gran­ deza. Se afanan, se agitan como niños; dan golpes por todas partes sin que acierten nunca á dar uno solo en el clavo. Verdaderas arañas del poder, se deslizan por to­ das partes desbaratando hoy, llenos de desaliento, la tela que ayer no más tejieron afanosos. Siendo como es in­ mensa la región oriental, en la (pie pudieron caber con holgura las veinte ciudades de Mahoma, para cada pueblo perdido en este mar de esmeralda, establecen una ley es­ pecial; ley no sé si diga protectora ó enemiga de las tripas de las familias que aquí habitan. Esto parecerá al que no conozca el Ñapo, una exageración vergonzosa; pero nada hay más dolorosamente cierto. Muchos gobernadores, creyendo hacernos un bien inmenso, se han metido hasta en nuestras barrigas, sujetando á ios indefensos estómagos á un reglamento digno de Josepli en los tiempos de Faraón.

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la décima parte de lo que justamente necesitan, se retiran haciéndose cruces y murmurando entre dientes: “no hay remedio, estamos en hambruna”. Pierden el tiempo aten­ diendo á estas niñerías y dejan, entre tanto, que la provin­ cia de Oriente vaya á pasos gigantezcos á su ruina, sin mirar que ese abandono va á causar irreparables pérdidas y serios conflictos para el día de mañana.

Pero ¿qué mal, qué peligro es el que hay que evitar? ¿Hay algún Gobernador que los haya señalado? No; nin­ guno: soy franco en decirlo; ui en estos tiempos ni en los anteriores; y no por falta de luces, sino porque ese es nuestro des! i no. Hay cosas de tanto bulto que si no se ven se tocan, y no es posible suponer que hombres de al­ guna ilustración, merecedores por tanto de la confianza del Gobierno, sean tan sencillos y candorosos, por no em­ plear otros términos, que no hayan caído en la cuenta de lo que debían hacer, de lo que era necesario evitar; tanto más cuanto que no han faltado nunca, á tiempo y á des­ tiempo los oportunos avisos. El mal está en la rápida des­ aparición de las poblaciones formadas. El pueblo de Santa Rosa no existe ya; y apenas si por su iglesia arruinada, por sus casas destruidas, se puede adivinar el sitio en que se levantó orgulloso y floreciente. Los indios que le forma­ ron vagan errantes por todas partes, los más en terri­ torio peruano. ¿Es este el modo de protejer la libertad de los indios? Ese pueblo necesario, por ser punto de es­ cala obligada á todos los navegantes del río Ñapo, ha des­ aparecido y con él la cómoda vía que iba derecha á rema­ tar en el Loreto después de atravesar poblaciones nume­ rosas como Cotapino. Hoy para visitar esto pueblo, entran­ do por el río Suno, se gasta quince veces más tiempo que antes. El pueblo de Payamino tampoco existe; el del Ahuano tiende á desaparecer con increíble rapidez: diré mejor ya casi no existe; pues las veintiocho familias que lo componen viven en completo abandono, sin reunirse casi nunca; no por falta de voluntad sino por no tener don­ de; una vez que, en lo que se llama pueblo del Ahuano, salvo la iglesia no hay una sola casa.

El Suno ha desaparecido también. Las cinco fami­ lias que le habitan no pueden construir una población. Pucaurcu, gracias á la libertad sin medida que se ha da­ do álos comerciantes de poderlos llevará larguísimas dis­ tancias, donde reinan endémicas las fiebres palúdicas, ha disminuido en más de la mitad, y desaparecerá también si no se pone coto á tanto abuso.

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de patriotismo en el General Alfaro el molestar profundo que nos aqueja, es absurdo. Un hombre solo por atlético que se le suponga, es incapaz de sostener sobre sus robustos hombros el peso de una república entera. Necesita coope­ radores. Hombres decididos á sacrificarse por el bien aje­ no, fija siempre la mirada en el porvenir, en la justicia; corazones indomables, incapaces (le retroceder, cuando se creen en el buen camino, aun que se levante borrascoso en torno de ellos el desdén ó la calumnia. Desgraciada­ mente esos hombres templados como el acero, no siempre son visibles aunque abunden. El oro nunca flota sobre la espuma; se esconde en las oscuridades de la tierra. El mérito es humilde. liaras son las veces en que se adivina bajo los harapos del porquerizo, la tiara de Sixto Y.

El Caudillo del liberalismo ha buscado con afán esos hombres, y los ha encontrado talvez; pero al pesar sus méritos en la balanza de la justicia, los ha creído más necesarios cerca de su persona ó por lo menos en los luga­ res civilizados; contentándose con enviar al Oriente hom­ bres de pundonorosa honradez y no escasos de amor pa­ trio pero de escasa firmeza de carácter; de esa fuerza ocul­ ta que dá la fiereza del león en los ataques y la tenacidad del hierro al resistir.

Seamos justos. El actual Presidente, y esto porque el mismo señor Jacinto Nevárez lo asegura, ha puesto á dis­ posición de dicho señor todo lo que crea necesario para lá apertura de un camino ó de cualquiera otra obra de utili­ dad general. Lienzo, dinero, herramientas, decidido «apo­ yo, todo está pronto; y, sin embargo, con verdadera amar­ gura es fuerza confesar que no se lia hecho nada. ¿Es esto creíble? El Consejo de Ministros y á su cabeza el General Alfaro, resuelven establecer una población cerca de la frontera, para contener los insidiosos avances de los peruanos. El proyecto es bello, patriótico: los medios con que se cuenta para llevar á cabo tan importante obra son inmejorables: se hacen los primeros gastos: viene el indi­ viduo que debe residir en el Bajo Oriente, en calidad de Comisario general: todo marcha bien por el largo tiempo do treinta (lías. Se comienza á desmontar el área para la nueva población; después . . . . disturbios arriba, socaliñas abajo, descontento y maldiciones por donde quiera; resul­ tando de todo esto, al fin de cuentas, que tan magnífico proyecto vuelve á su punto de'partida, y el- dinero que el Gobierno generos«amente dió se pierda no sé donde: el hecho es que no aparece por ninguna parte.

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do lia pasado minea, ofrecerle el dinero adelantado.

¿Quien se presenta? ¿quien se mueve? Mayor silencio, mayor quietud, no reinan en el sepulcro. Pero, no; al­ guien se ha movido, y esto sin esperanza de recibir nada.

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como sus locas esperanzas. El manuscrito á que me re­ fiero se halla en la Biblioteca de Lima á donde remito á todo aquel (pie ponga en duda mis palabras, y en el que puede ver que si tanto demoró en su memorable viaje, l'ué, no por los obstáculos que encontró, sino porque en esc mar de verdura, sin ver en muchísimos días la luz del sol, iban á ciegas dando vueltas interminables, hasta que cansados de tan inútil caminar, volvieron sobre sus pasos y tomando las orillas del Cozanga, avanzaron lias'a su confluencia con el Coca en nueve días. ¿Por qué, pues, si esto consta en documentos auténticos no se intenta una exploración por ese lado? tanto más (pie los gastos serían relativamente pequeños; pues no subirían á mil sucres, y bien vale la pena que el Supremo Gobierno destine tan- corta cantidad con la esperanza de hallar una vía practica ble que pague con creces sus esfuerzos.

Mas, esto, como todo lo (pie demanda trabajo ó dine­ ro, necesita tiempo, y fuerza es resignarnos por ahora á sufrir con paciencia los golpes de nuestra menguada for­ tuna, contentándonos con procurar, ya que eso no le cuesta á nadie nada, algunas leyes que mejoren de un modo ven­ tajoso la situación económica de esta provincia. Y ni aun eso pedimos, sino (pie se pongan en vigencia las que ya lian formulado los gobiernos anteriores, pero sin repa­ ros ni condescendencias de ninguna clase. Las ventas al fiado, por ejemplo, fueron prohibidas por García Moreno en 1870. En el reglamento (pie aquí se dice vigente tam­ bién lo están; ¿por qué no se lleva á cabo esa prohibición, siendo así (pie es conocido por todos el mal inmenso que de 'tan estúpida negociación le resulta al comprador que obligatoriamente es el indio?

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vendedor que, por su oficio, conoce perfectamente con la clase de compradores que se las lia, centuplica el valor de sus efectos, á fin de que aunque de treinta le roben los veintinueve, saque todavía pingüe ganaucia. Por esto que digo, no es raro ver que entre esos infelices llegue á valer un machete una arroba de caucho, esto es treinta sucres; sin contar con los vejámenes, las injusticias, los malos tra­ tamientos de que son víctimas cada vez que se hallan en presencia de su verdugo disfrazo con el nombre de acreedor.

Extíngase el fiado para siempre; pero no de la mane­ ra que pretendían los jesuítas, quieues por querer mucho lo perdieron todo. Extíngase el fiado, reglamentando el modo y la forma cómo deben pagar lo que actualmente deben. Hacer que el comerciante pierda irremisiblemen­ te lo que con su expontánea voluntad compraron los in­ dios, sería injusto, sería robarle. Exiba cada comerciante sus libros de cuentas ante la autoridad respectiva; mar­ qúese un plazo á cada uno para que pueda hacer sus co­ bros con vista y apoyo decidido de las autoridades locales; y ese enorme escándalo dejará de existir sin quejas ni des­ contentos. Y esto por la sencilla razón de que los nego­ ciantes se darán por muy bien servidos con percibir ínte­ gras las utilidades de tantos años.

Para la raza india, las ventajas serán todavía mayo­ res. Obligados á comprar de contado, tendrán libertad de escoger; se establecerá la competencia entre los comer­ ciantes, y lo (jue ahora obtienen al precio de veinte, lo comprarán después por cinco; produciéndose con esta medida un alivio real y de los más marcados en el modo de ser de todos esos infelices; alivio que ya ha comenzado á dejarse sentir en muchas partes, gracias al influjo nota­ ble y á la honradez de la Compañía Colombiana Gonzá­ lez y Mejía. No quisiera tratar aquí de estos señores, á quienes debe la provincia oriental beneficios de tanto bulto que en vano tratará de olvidarlos; pero amantes do la justicia y la verdad, al ver el modo ruin con que mu­ chos han interpretado sus mejores intenciones, me creo en el deber de manifestar el error que han cometido al pagar con odios y calumnias lo que debió recibirse cou gratitud.

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puede constituir, no puede ser prueba suficiente para arrastrar por el lodo la honradez de personas distinguidas y harto bien aceptadas en nuestra sociedad, como el Ge­ neral González Garro, cuyas limpias ejecutorias muchos de los nuestros las envidiarían. Pero demos por caso que esa honradez nos sea absolutamente desconocida; supon­ gamos al General González, si esto nos es permitido, un negociante cualquiera y aun más, un hombre que no re­ para en medios, por prohibidos que parezcan, si estos le han de conducir al logro de sus fines, y veamos si así, es­ to es, colocándole en la más baja posición moral que puede tener un hombre de honor, poniéndole al nivel de los más vulgares agiotistas, ha podido de algún modo realizar ese decantado monopolio abusando del candor ó de la estupi­ dez de los indígenas.

Extranjero en el Ecuador, desconocido en la provincia de Oriente, y más aún hasta sin conocimiento del idioma que allí se habla, ¿qué ecuatoriano, con mengua de sus intereses, le puso al corriente do lo que allí se podía hacer? ¿qué Gobernador, aún suponiéndole el más infame de los nacidos, tuvo en sus manos los corazones de los veinte mil salvajes de Oriente, para hacer que estos fuesen mansos á humillarse á los pies de su verdugo? ¿Es que todos nosotros liemos perdido el último destello de honradez, es que ya no nos interesa nuestro propio bienestar, cuando hemos consentido sin hacer oír una sola voz de protesta, que una compañía extranjera nos arruine arrebatándonos el pan do nuestros hijos? No, eso es absurdo. Para per­ mitir eso habría sido antes preciso que careciésemos hasta de sentido común. El bruto mismo defiende á coces y dentelladas el alimento que está devorando; y nosotros habríamos luchado á brazo partido hasta vencer ó morir. ¿Acaso selló nuestros labios el temor? ¿Temor de qué? ¿Podían inspirarnos miedo dos extranjeros, sin relaciones de ninguna clase, desconocidos absolutamente de los in­ dígenas, que se presentaban en medio de nosotros solos é indefensos sin más recomendaciones que su honradez? No, eso hubiera sido más pueril que el miedo que ocasio­ na á los niños su propia sombra. Nada hemos hecho, por­ que nada teníamos que hacer con esos dos hombre que aportaban sus capitales, no con el objeto de hacernos es­ clavos sino de darnos garantías; si así no hubiera sido, ja ­ más la Compañía habría arribado á un término feliz. Ella ha absorbido, es cierto, una tercera parte de los ne­ gocios de Oriente, más no con el abuso y la maldad sino abriendo las manos hasta más allá de donde le permitían sus intereses. Absorbió los negocios atrayendo á los compradores por medio de la baratura de los precios en

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que puso casi todos los artículos de primera necesidad, y esto sin coartar la libertad de un tercero, antes bien prote­ giéndola de un modo positivo; pues arriesgó su dinero dando á cuantos solicitaban algún crédito cantidades no despreciables con las que muchos han logrado al presente un modesto bienestar. Si esto se llama monopolio y abu­ so, nosotros estamos en el caso de bendecir el abuso y el monopolio; no porque yo haya sido quizá uno de los favo­ recidos por esa Compañía á la que precisamente nada le debo, sino porque desde Archidona al Tiputini, apenas si hay cuatro personas que pueden decir otro tanto. Hom­ bre práctico en los negocios, el General González, com­ prendió al primer golpe de vista que el único medio de hacer algo era dando facilidades á todos para que todos acudiesen á él; de otro modo la Compañía, aun contando con el apoyo material del poder, se habría visto perdida sin remedio; pues todas las fuerzas de nuestro Gobierno se hubieran estrellado contra la voluntad soberana de la Nación á la que habríamos apelado en todo caso al ver- nos desamparados.

El monopolio no ha existido nunca, no ha podido exis­ tir en la provincia de Oriente, tanto por nosotros mismos como por la acrisolada honradez que distingue á los Sres. González y Mejía. Estos han venido no á robar como imprudentemente se ha dicho en muchas ocasiones, sino á buscar el acrecentamiento de sus caudales por medio del trabajo honrado. La misma posición social que ocupa en­ tre nosotros el Gral. González, le habría impedido mezclar­ se en asuntos que, al llenar de oro las manos cubren de lo­ do el corazón.

No es un nombre vano la honradez ni una cosa tan balad! para que un hombre como él en el último tercio de su vida, manche sus canas por un puñado de dinero y de­ je á sus hijos un nombre infame.

La Compañía colombiana no ha pensado en deshonrar - se de esa manera y abrigamos la convicción de que así se­ guirá procediendo en adelante por su mismo interés; pues que esees el único camino que le queda abierto para conse­ guir sus fines que los veo tanto más cercanos y seguros cuanto más nuestro Gobierno trate de arraigar en el suelo oriental el imperio de la ley y la justicia, cortando los mu­ chos abusos que allí viven como en su centro, y entre es­ tos las ventas al fiado de que hace poco nos ocupa­ mos.

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El alcohol, ese líquido fatal que tanto sube orgulloso á la mesa del gran señor como se agazapa humilde en el hogar del mendigo; vicio que cunde por todas partes, execrado en unas, amparado por la ley en otras, es un

mal que necesita pronto remedio.

La raza india, e tendiéndose (pie no me refiero sino á los habitantes de esta provincia, á los yumbos como suelen decir en Quito; estúpida por naturaleza, incapaz de nada bueno, entregada a la pereza con todas las fuerzas de su corazón; ¿á qué abismo llegará si en vez de propender á su mayor cultura se la embrutece más por medio de tan matadora bebida? Evidentemente á su destrucción com­ pleta; pues por sabido se calla, que el alcohol no sólo dis­ minuye de una manera sensible las fuerzas cerebrales, sino (pie conduce casi fatalmente á la muerte por los graves desórdenes que ocasiona en los lugares más importantes de la economía. Y aunque esto no suceda, ¿qué productos de buena calidad nos será dado esperar de hombres debili­ tados por todo género de excesos, de hombres en los que ha desaparecido la conciencia del yo? Sus hijos, como es razón, vendrán al mundo rebosando en defectos físicos y morales; y estos seres infelices ó estarán destinados á mo­ rir en la infancia, sin dejar huellas de su paso, ó á engen­ drar hijos más estúpidos (pie ellos: á extinguirse para siempre ó á dejar seres que tengan más afinidad con el cerdo (pie con los de su propia especie.

No es mi intento que se mate en la infancia una in­ dustria. como el cultivo de la caña de azúcar, destinada á dar grandes resultados en lo futuro; pero bien se puede, una vez que el objeto (pie se desea alcanzar, es que el in­ dio deje en cuanto sea posible un vicio que le conduce infaliblemente á su ruina, prohibir, no en la provincia en­ tera, sino en los pueblos comprendidos de Archidona al Simo, la venta por menor de los productos alcohólicos. Y no se crea que con esta traba se ha perjudicado á los (pie se ocupan en el cultivo de la caña. Sabido es por to­ dos los que moramos aquí, que del aguardiente elaborado en los pueblos de Archidona, Tena y Ñapo, no se consume ni la décima parte entre sus pobladores, teniendo los in­ dustriales que enviarlo á la Coca, Tiputini y otros lugares distantes, donde lo expenden todo á un precio doblado. Esta medida bastará á mi ver, si no para cortar del todo la embriaguez en los indígenas, pues que ellos no lo hacen mal con sus licores de yuca y plátano, al menos para que la decadencia física y moral no siga adelante en tan des- venturada raza.

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] a eafm: el alcoholismo siempre seguirá su curso, y no hay objeto en prohibir la venta por menor. Mi contestación á este argumento especioso es (le las más formales. Los licores, diré mejor las chichas que hacen los indios, encie­ rran poquísimo alcohol relativamente al volumen de su masa, y por .más que beban y se harten, como, aunque in­ dios, su estómago no es un tonel sin fondo, al fin se llenan sin haber logrado absorber, aunque bien lo desean, la can­ tidad de líquido necesaria para quedar embrutecidos; co­ sa que no acontece con el aguardiente de caña que tiene, y esto aunque sea de mala calidad, un treinta por ciento de alcohol puro; y que el iudio bebe con tal rapidez que es frecuentísimo, en Arcliidona, sobre todo, donde no fallan al día cinco ó seis ejemplares de lo que voy diciendo, ver á cada uno de esos desgraciados absorber hasta dos litros de aguardiente en menos de una hora, y quedar después como muertos hasta el día siguiente en que despiertan, como es justo, inhábiles por muchos días para todo trabajo corporal.

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si en el mundo hubiera nobleza mejor que la que dan el trabajo y la honradez. Pero vamos á otro punto, porque con eso de creernos descendientes de Bustamante el que liizo el Escorial á nadie le quitamos nada. Ojalá todas nuestras cosas fueran así; ciertamente, no necesitaríamos de tantos remedios.

La educación de la infancia.

Punto delicadísimo es este, puesto que hay que seña­ lar las personas que deben velar por la nueva generación, ahora (pie muchos creen que el liberalismo consiste en mostrarse enemigos de todo lo que huele á sotana. Por dicha nuestra no nos dirigimos á esos liberales que odian al Clero, no por ningún sentimiento patriótico ¿qué en­ tienden ellos de patriotismo? sino en fuerza de la corrup­ ción de sus costumbres. Nos dirigimos á los hombres sensatos, á los (pie componen nuestro actual Gobierno, y (pie han sabido dar pruebas repetidas con exceso de saber apreciar el mérito y respetarlo, ya se oculte bajo el humil­ de sayal del religioso ó bajo los harapos del mendigo.

La educación de la infancia se impone aquí de una manera absoluta si se quiere que algún día la raza india vaya al par de sus hermanas en el banquete de la civili­ zación. Para los adultos, para aquellos que tras largo padecer van caminando al ocaso de Ja vida, bastan algu­ nas leyes bien comprendidas y mejor ejecutadas que me­ joren de algún modo su infeliz estado. ¿Pero la infancia?

La esperanza del porvenir necesita de cuidados especiales por parte de nuestro Gobierno.

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y entre éstos, digámoslo sin miedo, sin auibajes, si no se busca á los Jesuítas. Ellos, sólo ellos son los únicos lla­ mados á formar hombres civilizados do esos niños que más contacto tienen con los brutos que con sus semejan­ tes. Su ilustración, su valor, su paciencia y, sobre todo, su moralidad nunca desmentida en ningún tiempo, les colocan muy por encima de cualesquier otros maestros que pudiéramos buscar. Bien me hago cargo de lo mu­ cho que de ellos se dice: Interesados, amigos de absorber­ lo todo en provecho propio, enemigos del progreso moral y material del pais en que viven, asidos más á la política mundana que á la religión . . . . ; poro tras de que todas estas aseveraciones son, por su naturaleza misma, muy discutibles, ¿dónde vamos á hallar ángeles? ¿dónde los hombres apostólicos que nos hacen falta? En nuestro Clero secular? El y á su cabeza el limo. Arzobispo, nos han mostrado ya que, á pesar de las brillantes dotes (pie le adornan, no son los llamados á desempeñar ese minis­ terio. No; su caridad sólo se extiende hasta donde se ex­ tiende su interés, ó cuando más, hasta donde puede llegar la fama de sus buenas obras; es decir que, ó no tienen ca­ ridad, ó tienen una caridad farisàica. Que me desmientan

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cuando con su látigo de fuego nos azota el corazón, cuan­ do nos hiere los nervios haciéndoles sentir horribles cris­ paturas de placer, que pocos, muy pocos son los (pie avan­ zan por el sendero de la vida con el alma blanca como las alas de una paloma, tija la mirada en Dios y con la cruz á cuestas.

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á veces se paren con un grano (le arena las máquinas me­ jor organizadas. En esta vez nosotros, los habitantes de esta provincia,fuimos ese grano de arena (pie, si no destru­ yó, contuvo los ambiciosos proyectos de los Jesuítas. En­ tiéndase que no hablo aquí del comercio que ellos pudie­ ron hacer á no oponérseles nadie. Los hijos de San Igna­ cio, hombres de ciencia, no sacrifican su reputación y su porvenir á la mezquina ganancia que les produciría la ven­ ta de algunas varas de lienzo; no, sus miras son más vas­ tas. más oscuras, y por ellas, ya han corrido en esta provin­ cia ríos de lágrimas, sangre de particulares y sangre tam­ bién de misioneros: mas no es este el Jugará propósito pa­ ra declarar cosas semejantes. Si algún día el Gobierno me apoya y yo me decido á publicarlos “Misterios de Oriente” que por hoy, duermen el sueño del olvido en un rincón de mi aposento, esos intereses y algo más negro to­ davía, pondré de manifiesto ante la faz de la Nación alumbrados con los vivísimos rayos del sol de la verdad. Hoy por hoy es inútil insistir sobre esos secretos intereses heridos de muerte con el advenimiento del liberalismo al solio presidencial. Plegue á Dios librarnos de ellos pa­ ra siempre, haciéndonos avanzar seguros por los senderos de la libertad, de la riqueza; de esta diosa fantástica que no nos hará nunca sombra con sus alas opulentas, mientras permanezca inculta y desierta la más bella y extensa de nuestras provincias.

Que se den las leyes conducentes al alivio de los indí­ genas, que los Jesuítas se encarguen de la educación de la niñez, que arreglen verdaderos pueblos, haciendo que sus habitantes no los desamparen nunca por razón ninguna; no por eso creamos haber conseguido mucho si con todos nues­ tros esfuerzos no tratamos de poblar estas regiones. Caaraa- ño que en su aciago periodo presidencial, hizo cuanto malo puede caber en cabeza humana, tuvo no obstante la feliz idea (le establecer una colonia en la provincia de Oriente, encargando la ejecución de esta obra redentora á un hom­ bre como el Dr. Andrade Marín, patriota entusiasta y ju ­ risconsulto distinguido. Por nuestra mala suerte á esa obra redentora se opusieron los Jesuítas que en ese tiempo eran todo; pero se opusieron como siempre,mostrándose ardien­ tes defensores de lo mismo que querían destruir, y supli­ cando modestos que no era posible que los colonos lleva­ sen mujeres á tan largas distancias, tanto por la moralidad como por lo incómodo del viaje.

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tificado médico de que era inhábil para todo hasta para ca­ minar, pues era enferma del útero. Una mujer, una inváli­ da para atender á más de trescientos hombres en la comi­ da! ¿Qué resultado feliz pudo dar una colonia de célibes que nada tenían de religiosos ni habían hecho voto de castidad! Sin embargo, debido á los perseverantes esfuerzos del Dr. Marín, todo filé bien durante los primeros meses; todo fué bien mientras los colonos reponían la robustez perdida con tantas hambres y trabajos como tuvieron que soportar en el camino. Pero llega el día del descanso; llega el día en que los ardores de un sol tropical hacen que la sangre de esos hombres comience á correr con extraña agitación, y al darse una mirada satisfactoria, se encuentran incomple­

tos, y echan á correr abandonando sus trabajos tan llenos de esperanzas, echan á correr sin tomar aliento hasta lle­ gar á Quito, donde pueden completarse sin gran trabajo.

Pensemos nosotros también en una Colonia, pero no de cenobitas ni de solitarios de la Tebaida. Procuremos poblar el suelo oriental como se lian poblado otras partes del mundo más civilizadas que la nuestra; permitiendo que la mujer ocupe el lugar que le corresponde en esa clase de empresas.

Hace muchos años que el Gobierno peruano deseoso de librar á Lima de la corrupción que le invadía, recogió y mandó para Yquitos un ejército de más de doscientas prostitutas. Ahora es pequeño puertecito que antes no pasaba de ser un caserío, es una ciudad floreciente. Mu­ chos ejemplos pudiera citar como este, tomados de la his­ toria de países como Portugal, Bélgica, España y Francia, en apoyo de la opinión que tengo á este respecto, de que ningún país ha tratado nunca de colonizar lugares desier­ tos sin enviar antes unos cuantos centenares de esos seres cuanto hermosos corrompidos que forman la masa flotan­ te de nuestros pueblos. No por esto quiero decir que si el Gobierno acoge nuestra idea esté en la obligación de enviar cuanta mujer caiga en sus manos. Apunto lo que se ha hecho en otras partes y nada más, dejando á nues­ tros políticos el cuidado de ver si conviene ó no. Muchas cosas que la ignorancia ó la necesidad excusan en ciertos tiempos, son en otros mirados como grandes crímeues. liaré presente, sin embargo, que de Guayaquil, el señor Clemente Ballén envió á Galápagos cuantas damas par­ das pudo haber á manos, y creo que la medida no produ­ jo malos resultados ni en la patria de Olmedo ni en esas

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mos como se abren á cada instante bajo los pies del viaje­ ro en tan infernal camino? Renunciemos, pues á todo, pero no para siempre. Espesos son los nubarrones que cubten aun el cielo ecuatoriano, todavía nuestras tierras se estremecen sedientas de sangre, y el eco del cañón no se lia perdido del todo en los espacios. Oscuro está nuestro porvenir, pero tengamos fe en los hombres públicos en­ cargados de conducirnos por el camino del progreso, y esperemos confiados que luzca pronto la aurora de nuestro bienestar. Que si lucirá, porque no es obra de romanos la que propongo, y porque allí estáis vos, General Alfaro, allí está el viejo Constitucional, el indomable Peralta y con él Moncayo, cuyo corazón muchas veces ha llorado con amargura las desdichas de esa raza infeliz condenada por su atraso á ser humilde esclava de sus hermanas. ¿Vosotros los que tantos bienes habéis hecho en otras par­ tes, no tendréis para nosotros nada? No es un jmeblo próspero el más acreedor á los beneficios de un Gobierno; la desgracia también crea derechos ineludibles que un magistrado no puede echarlos al olvido so pena de man­ char su gloria, de infamarse. Nosotros somos desdicha­ dos. Sin Dios ni ley caminamos á tientas amordazados por la ignorancia, oprimidos por la mala fe, humillados por la rutina, sin más consuelo en medio de tantos dolo­ res, que sentir todavía latiendo dentro del pecho el cora­ zón esperanzado. No tenemos nada y por eso pedimos todo; la desgracia procede siempre con osadía. Pero á vosotros toca darnos sólo lo que buenamente sea posible. Al ciego le basta una sola chispa que aclare sus pupilas en las que duerme la noche para soñar que ve. Sed gene­ rosos y grandes con una raza que nada puede daros en cambio de los beneficios que le vais á hacer, á fin de que merezcáis una vez más el aplauso de los buenos y la gra­ titud de la Patria. Tended vuestra mano, General Alfaro,

y nos hará sombra. Dad lo que podáis; y si en tan difí­ ciles circunstancias no se puede nada, procurad al menos que no nos falten sacerdotes.

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¿Se puede concebir una religión sin ministros, sin al­ tar? Tal vez el señor Franco la conciba, yo sólo só decir <|iie salvo el escepticismo (pie es la negación de todo, ni el islamita, ni el germano, ni el indio, ni el chino, han sido capaces de creer que destruidos sus altares puedan quedar en pie, mantenerse incólumes sus creencias.

Cuando la Roma pagana vió rodar por el polvo su Júpiter Olímpico, cuando su hermosísima Venus volvió á esconderse desairada bajo las aguas del Ponto, cuando vió á sus alegres bacantes buscar pudorosas un harapo para cubrir la hermosa desnudez de su carne sonrosada, tras de la cual se escondía aún un fuego lascivo y delirante, no pensó (pie su religión tan largos siglos mantenida al calor de la ignorancia, oía capaz de vivir un-día más. Al con­ trario, la creyó perdida para siempre y cubriendo de besos su casta Diana se sentó sombría á llorar sobre las ruinas de su templo.

Si fuera el sacerdote un ser inútil para el católico, no habría Jesucristo ordenado á Pedro con tanta vehemencia <pie apacentara sus ovejas.

Sólo el sacerdote, sólo ese hombre divino á pesar de sus vicios, tiene palabras de consuelo para los corazones enfermos. Sólo él por el sacramento augusto (pie tiene en sus manos puede rasgar las tinieblas de una alma dolo­ rida, hacer (pie cesen sus tempestades y que sobre esc cie­ lo negro brille el sol de la esperanza.

Liberales somos pero no descreídos,

con fe ese fantasma dorado (pie se llama progreso, pero hombres y no asnos, esperamos también el premio de nuestras fatigosas luchas al otro lado de la tumba.

Si los avanzados, no diré liberales, sería ultrajar tan honroso nombre, si los avanzados impíos quieren que, co­ mo ellos, hablemos con desprecio triturador del sacerdocio, mándennos por acá todo aquello que alcance á corromper­ nos; y entonces, cuando en el fondo de los lupanares por obtener las caricias de una mujer impura, enterremos nuestra salud, nuestro honor y el porvenir de nuestros hi­ jos, cuando nuestro hogar sea el garito, nuestra familia los

tahúres, nuestra dulce armonía el chocar de las botellas y nuestra oración más santa las blasfemias del condenado; entonces, digo, como ellos nos arrojaremos rabiosos á des­ pedazar todo aquello (pie tienda á despertarnos del ver­ gonzoso estado en que vivamos, y como ellos nos echare­ mos felices en la piara. Pero mientras ese día llegue,

Dios quiera que no llegue nunca, es inútil querer que deje­ mos de pensar como católicos, como hombres de razón. Y esto aunque no fuera por nosotros, la individualidad, el yo, no tiene aquí razón de ser; lo pensaríamos con el ob­

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jeto de ver poblaciones verdaderas do hombres civiliza­ dos en las imponentes selvas del Ñapo, morada al presen­ te de salvajes y de fieras. Convenceos, General Alfaro, lo que no haga en el Oriente el Sacerdote cristiano, no lo liará nadie. La raza india no está en estado de aprove­ charse de ninguna clase de garantías. Está en la infancia todavía; es incapaz de comprender nada y antes de ense­ ñarla á ser libre, es necesario educarla para que sepa ha­ cer buen uso de su libertad.

El indio de la provincia de Oriente, teme y abo­ rrece á los hombres de raza blanca y aun cuando no los aborrezca, le son indiferentes. En esos corazones de pedernal no cabe el amor ni para ellos mismos ni para sus hijos, menos para los hombres de origen distinto á quienes él, en su estupidez, no cree ui semejantes. Si, ad­ mírense todos: el yumbo del Ñapo se cree superior á los hombres civilizados. Pero este salvaje, este ser primitivo tiene gran respeto por el sacerdote, busca su compañía y solícito le mantiene. No entiende mucho los misterios de nuestra religión, pero le gusta asistir á ellos. Las fies­ tas en honor de sus santos son para él media vida, tanto por el poco de devoción que les tienen, como porque en la fiesta se bebe, se baila hasta que los pies dicen no puedo más. Y tanto amor profesan á esta clase de rego­ cijos, que, desde que no los tienen, desde que les falta el sa­ cerdote, no tienen apego alguno á vivir en poblado, no se reúnen casi nunca y concluirán al fin con irse cada uno por su lado abandonando esos fantasmas de pueblos en los que nada tienen que hacer.

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apostólico; pues se negó á perdonar los derechos matrimo­ niales á unos indios infelices que apenas tenían un harapo para cubrir sus carnes. Xo diré otro tanto del Dr. Víctor M. Gómez Jurado, que, con generosa hidalguía, hizo cuan­

to bien pudo; llegando á tanto su desprendimiento, que despreció una considerable suma de dinero (pie le ofrecían para ir desde Archidonaá la Coca á celebrar algunas lies- tas y no vaciló un solo instante, algunos días después, en ir á ese mismo lugar, despreciando pelegros y fatigas, y esto sin ganar un solo centavo, con el objeto de prestar los últimos socorrosá un moribundo. ¡ Ah! si sacerdotes co­ mo éste se pudieran conseguir siem pre...nunca, nun­ ca nos acordaríamos de los Jesuítas. Pero esas almas ge­ nerosas son raras y es fuerza resignarse pidiendo lo que más á mano está; aunque sí diciendo una vez más con to­ da la fuerza de nuestro corazón: Vengan Jesuítas, pero sujetos á la autoridad civil en todo y por todo. Si así no han de venir, no los queremos tampoco, no vengan nunca. Dios nos tomará en cuenta nuestros buenos deseos. To­ davía resuenan en nuestros oídos los gritos destemplados y groseros de un Jesuíta, Gaspar Tovía, dueño absoluto del Oriente, en otros tiempos, que, con la insolencia de un Se­ ñor, pedía fuesen expulsados de esta provincia todos los blancos á pretexto de que eran unes bandidos. ¡ E l! (pie- riendo arrancarnos del suelo que nos pertenece; él dando y quitando leyes en un país ajeno (pie debía mirar con gra­ titud, pues le abrió sus puertas amorsso y le mató el ham­ bre (pie traía de oro y honores.

Mas no lo extrañemos; para los Jesuítas liemos sido siempre nosotros unos ladrones dignos del presidio y de la horca. Han cargado sobre nuestras espaldas todas las ig­ nominias que ellos cometieron, y, dividiendo el poder con la Autoridad civil, han logrado que ésta apoyase sus ase­ veraciones, y nos han hecho aparecer ante los Gobiernos como verdaderos verdugos del indio, en tanto que ellos sólo eran los padres amorosos (pie se valían del castigo co­

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raen-sualuiente al Presidente de la República, es capaz de creer lo que digo? En ellas ese santo misionero que andaba siempre metido en un jeme de barbas y tras una barricada de anteojos, aparece como un hombre infatigable para ha­ cer el bien, siempre en correrías apostólicas, dizque cate­ quizando á los inlieles Avijiras, cuando en lo que realmen­ te audaba era vendiendo una partida de imágenes á pre­ cios no muy equitativos que digamos, mientras sus her­ manos, los otros misioneros, procedían con suma regularir dad, predicando y diciendo misa los domingos, palabras textuales, día en que los jefes de familia daban cuenta al Padre de lo ocurrido en la semana; después de lo cual se arreglaban los matrimonios y so dirimían las querellas.

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en vísperas (le (lar á luz un nuevo ser, y se sienta en la iglesia á causa de la fatiga; pero el Ii°. Coroso la hace volver á ponerse de rodillas á latigazos. El dolor y el susto le ocasionan la muerte á esa pobre mujer. El parto se hace imposible, esta agonizando, pero hasta su agonía es la de una mártir, pues dicen que, viva aún, mandó el Padre abrirla el vientre para salvar la criatura.

Estas son las bellas obras que debemos á los Jesuítas armados del poder que nuestros Gobiernos inconsultamen­ te pusieron en sus manos. Y no obstante, esos mismos hombres, esos sacerdotes, para quienes el mejor arrullo fueron los gritos de dolor, cuando algunos Gobernadores, horrorizados de tanta crueldad, han pretendido cumplir con la Ley, extirpando semejantes tiranías; cuando el po­ der civil y el eclesiástico han estado débilmente separados; mejor dicho, cuando el Gobernador ha disentido en algo de la opinión de los misioneros, éstos han cumplido con su deber de una manera admirable. El cuadro entonces ha sido diferente. Los gritos de dolor se desvanecían poco á poco y el orgullo y altivez del Jesuíta, se convertían en amorosa humildad. Entonces no acopiaban oro, lo arro­ jaban con grandeza, como sucedió en el Ahuano, en don­ de ese mismo Padre Tovía, hablador como veinte y grose­ ro como él solo, al recibir de manos de los indios el oro, producto de las fiestas que había hecho eu ese pueblo, lo arrojó por el suelo desdeñoso, gritando desesperado:

vestra quaerimusset vos. (No queríaos vuestras cosas sino vuestras almas). Un clérigo de los nuestros no hubiera hecho eso; se habría guardado santamente ese oro que le­ gítimamente le pertenecía. El Jesuíta no; se les acusaba cíe ambiciosos, de avaros, y era necesario tapar con un ac­ to generoso la boca de sus enemigos. Hay árboles que sólo ponen de manifiesto su rica savia cuando el hacha les penetra honda. Los Jesuítas son esos árboles. As­ peros é inútiles cuando están vestidos de la corteza del poder, abren Jos caudales de su virtud cuando se ven opri­ midos, casi agonizantes. El ruiseñor canta sólo en el si­ lencio de la noche, cual si quisiera con sus melodías cal­ mar los dolores de los corazones melancólicos; y los hijos (le San Ignacio nunca son tan nobles ni desprendidos, nunca tan misericordiosos y útiles, como cuando por todas partes ven para ellos un horizonte negro y amenazador. Oprimirlos, es para que pongan de manifiesto el bálsamo riquísimo de su caridad; engrandecerlos, es para que nos muestren las zarpas del león y nos devoren.

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es-plendor los confines de la Patria, pero no debemos fiar demasiado de nosotros mismos. Es mejor atenernos al

caveant consecuentiarisde Leilmizt, que tener (pie lamen­ tarlas. Mucho hemos sufrido, y aunque amo y respeto como ninguno al sacerdote, no me gusta ver en sus manos consagradas el látigo del poder.

Quizás mis temores sean exageradosá este respecto, so­ bre todo en tratándose de esta provincia gobernada desde el advenimiento del liberalismo por hombres rectos y hon­ rados como los Sres. Hurtado y Nevárez (pie pueden atajar todo desafuero; pero más vale así, y esto sin quitar el mé­ rito de ninguno de ellos. Al contrario, les creo muy dignos de continuar en el puesto que ocupan y aun en otro más elevado, pues gracias á ellos el débil ha hallado justicia y reparación y se ha gozado de tranquilidad relativa.

No nos han hecho muchos bienes materiales, porque esas leyes, esas innovaciones no pueden emanar de una autoridad subalterna, pero todo lo (pie el Gobierno les ha ordenado, lo han puesto en ejecución con asombrosa pres­ teza y rectitud. Relativamente, pues, han hecho mucho y mayores cosas liarán cuando el Supremo Gobierno busque la manera de mejorar nuestra situación, desde el momento que en ellos hallará los más fieles ejecuto­ res *de sus órdenes.

¿Mas cuándo será ese día tan dichoso en que los hijos de la provincia de Oriente vean al Jefe de la Nación inte­ resándose por ellos?

Esperar eso de Caamaño habría sido una locura; esperaren vos General Altaro; en vos y los hombres que componen vuestro Gobierno, como Peralta y Moncayo, es un deber. Abrigamos la firme convicción de ser atendi­ dos, si no en todo, al menos en algo. Os conocemos de atrás, Sr. General, y este conocimiento aviva en nosotros la esperanza.

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g iren la aduana (le Guayaquil. Para esas cosas se nece­ sita más que patriotismo, profundo conocimiento del país, conocimiento que niego á todos los hombres que compu­ sieron las Cámaras Legislativas. Examinemos si no ese conjunto de leyes y se verá que son sólo una copia vulgar de las expedidas en los aciagos tiempos del Gobierno con­ servador, con ciertas añadiduras imposibles aún en pueblos acostumbrados al despotismo y la barbarie.

Los indios de Oriente, aunque sumisos y medrosos en extremo, no son de los que se prestan á servir por fuerza

en el servicio de pongos yhuasicamas, como dicen nuestros legisladores, robando palabras á un idioma extraño; no;

esos bárbaros, libres como el viento en sus montañas, no tolerarían por su carácter y por su misma indolencia, ese trabajo forzado y continuo que consume lentamente á los indios de las poblaciones interandinas cien veces más des­ dichadas que los habitantes de las selvas del Ñapo. Por otra parte, ¿con (pie derecho, con (pió razón, conculcando los principios más obvios de justicia, se castigan allí faltas que en nuestros códigos están puntualizadas, con penas exageradas? ¿Por qué se hace á la provincia de Oriente, con mengua del derecho de gentes, de peor condición que sus hermanas?

A un hombre que no paga el salario á sus jornaleros, el juez le obliga á hacerlo por medio de la fuerza, y si reincide le aplica la multa correspondiente, pero no se le expulsa del territorio, ni se le exigen certificados de buena conducta para entrar en él. Eso es monstruoso, y no creo que en ningún país del mundo haya una ley semejante. Pero aunque no lo fuera: ¿están acaso las selvas del Ñapo tan llenas de habitantes que procuremos librarnos de ellos por cualquiera cosa? ¿O se cree, por ventura, que la pro­ vincia de Oriente es un país encantado al que sólo deben arribar los justos? ¡Los justos! ¿en dónde están? En el mundo la perfección es imposible; nuestra naturaleza corrompida está siempre sujeta á las pasiones y no puede llegar nunca á ese grado de pureza que sólo es posible ver en el cielo.

Que se expulsen á todos los que en la actualidad vi­ ven en la región Oriental; otros que vengan tendrán tam­ bién que salir en virtud de esas mismas leyes, y el Ñapo será siempre una selva desierta y nada más; porque ya lo he dicho; en la tierra sólo liay hombres, ángeles no. Además, prescindiendo de todo, ¿han medido los señores del Congreso el abismo á que puede conducirnos esa ley, apta sólo para satisfacer las más ruines venganzas?

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declara-ción bajo de juramento, porque todos son propensos á la mentira; y esto es tan cierto, que basta la más leve, no di­ ré amenaza, sino muestra de disgusto en una autoridad; para que el indio del Ñapo, conformándose con el deseo del que le pregunta, sea capaz de decir que San Pedro y toda la corte celestial le ha venido á robar y vender por la fuerza. ¿Qué dificultad habría, pues, en que una auto­ ridad, fundándose en tan mezquino testimonio, satisfacie­ ra su venganza expulsando á una persona honrada? No digo que esto ha de suceder invariablemente, pero la sola probabilidad de que así suceda es bastante para hacer mi­ rar con desconfianza semejante ley, y las demás que se han dictado para el Oriente,donde,sin causa alguna, se suprime el cargo de Comisario de Policía, dándonos en cambio jue­ ces de letras, alcaldes municipales, jueces civiles y toda esa balumba de empleados buenos sólo para los países medianamente civilizados. Ye quisiera que alguien de los que dictaron las leyes de Oriente, me dijera si en algún tiempo, desde hace trescientos años, el indio del Ñapo ha tenido necesidad de entenderse alguna vez con un Juez de Letras. Se dirá talvez que ellos no; pero si los habitantes de raza blanca, cosa que no carece de razón, al menos en la apariencia. En efecto, en una ciudad como Archido­ n a . . . . capital de la provincia, y residencia del Goberna­ dor ___Pero saben aquí lo que es Archidona? Esa famo­ sa capital tiene contadas lina á una, y cuyos nombres pudiera citar; pues conozco á todas, cinco familias de raza blanca. ¿Y para tan corta población tenemos Gobernador, Juez de Letras, Alcalde Municipal, Juez Civil, Teniente Político, y doce celadores? ¿Por todo diecisiete á mandar y cinco sólo á obedecer? ¿Hay tal despropósito? Y luego, ¿dónde van á ir todos esos señores empleados? El Gober­ nador vive en la casa que sirvió do convento á los Jesuí­ tas, el Jefe Político tiene su despacho en la sacristía de la iglesia, y la Comisaría está en la casa que tuvieron las monjas del Buen Pastor. Si no van, pues, todos esos se­ ñores empleados á vagar por los bosques como fieras ó á dormir en el hueco de los árboles, no sé donde vayan con sus respetables personas; porque más casas disponibles no hay; y no se crea esto exageración mía, no; allí están los documentos oficiales que lo comprueban, y aun cuando estos no existieran, allí están los empleados de gobier­ no que podrán decir cuan cierto es todo lo que afirmo aquí.

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atraviesa la Patria no son para derrochar sin objeto nues­ tras escasas rentas.

¿Conque no tenemos ni para pagar á los pocos em­ pleados que en esa provincia pasan necesidades que no hay para (pie decirlas, y vamos á tener para engordará un Juez de Letras y un Alcalde Municipal con amanuenses y todo?

Allí no hay necesidad de un ejército de empleados, sino de pocos pero buenos. Hombres de cabeza (pie pro­ curando economizar el dinero de la Nación, sepan hacer todo el bien posible. Esta opinión no es mía, pero la adop­ to con orgullo, desde el momento (pie procede de hombres como Alíáro, Peralta y Moncayo. Ellos, en efecto, no sólo de palabra sino con sus actos, han demostrado conti­ nuamente (pie la economía es la primera base de la ri­ queza, del bienestar y hasta de la fuerza de un Gobierno.

V esto no necesita que lo demuestre; pues gracias al cui­ dadoso tino y honradez con que los hombres que actual­ mente nos gobiernan, ven por los caudales de la Repúbli­ ca, tenemos con qué contrarrestar la invasión que por todas partes nos amenaza, amparada desde el Perú por el oro de los Jesuítas.

Felices nosotros si hubiéramos sabido gozar en paz el fruto de esa economía; si en vez de tener que comprar con ella un soldado (pie vaya á jugarse la vida en los campos de batalla matando á sus hermanos, la hubiéramos apro­ vechado en obras que aumenten el bienestar de la Nación. ¡Cuánto oro derramado inútilmente, cuántas vidas segadas sin objeto por satisfacer el odio ó la avaricia de unos pocos.

Mucho hablamos de patriotismo, de amor, de grandeza, pero esas prendas tan decantadas ¡cuán pocos las tienen!

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cobrarán del tesoro público veinte veces más de lo que prestaron en ' momentos de conflicto, la Nación se verá en mil apuros para pagar los millones gastados, y nos­ otros . . . . quedaremos como siempre, dándonos por satis­ fechos con haber mudado de Gobierno, pero no de fortuna. Una revolución contra un Gobierno constituido nunca puede ser buena ni traer felices resultados para el pueblo, ámenos que en ella no se interese el honor nacional, por­ que entonces, vale más vernos cubiertos de sangre y de harapos que vivir con el lujo de un sibarita revoleándonos en el lodo de la infamia. El partido liberal hizo bien le­ vantándose con la energía suprema de la desesperación y reivindicando la dignidad de un pueblo torpemente ofen­ dido por Cordero. El asunto fue grande, la lucha heroica. ¿•Lo será el de los conservadores? Los unos lucharon por honor, los otros porque se baten? Parece mentira, pero na­ die me negará que los conservadores no van al combate por defender la patria ni la fó, sino por acrecentar los bienes de unos pocos malos sacerdotes, que desconociendo su misión sublime, roban el oro que deben álos huérfanos y viudas para tirarlo en el campo de batalla convertido en sangre.

Desengañémonos; la fé no está en la mayor ó menor riqueza de los ministros del altar. La virtud es humilde, su regio manto la pobreza, sus blasones la oscuridad. El oro la oscurece, el interés la enloda.

Luchar como luchó la Francia cuando vió rodando por el polvo su Dios y sus altares, es sublime; luchar como lo hacemos nosotros por satisfacer la ambición (le unos po­ cos, es estúpido. Afortunadamente el pueblo reconoce me­ jor que ahora veinte años cua es son sus verdaderos intere­ ses y permanecerá impasible al oír los desaforados gritos de los falsos católicos que tratan de confundir dos cosas en­ teramente distintas: Dios y el dinero. La mayor ó m ñor riqueza de los Ministros del altar no tiene nada que ver con la religión. Si así no fuera, Jesús mismo, para predi­ carla, se habría rodeado de esplendores terrenos, habría hecho brotar bajo sus pies, al empuje de su palabra, mon­ tes de oro, antes que nacer en medio de la más espantosa miseria, del más triste silencio. Luchemos en hora buena; luchemos hasta morir; pues la caída nunca empequeñeció el intento, pero no vayamos al combate arrastrados por el fanatismo como esclavos, sino dirigidos por nuestra pro­ lija conciencia que no nos permitirá nunca caer de rodillas ante un ídolo de barro cubierto de ignominia, sino ante el Dios de las alturas.

Río Ñapo, 1899.

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