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Deberes y haberes de la Historia religiosa en México

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Academic year: 2020

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Emesto DE LA TORRE VILLAR

Esta comunicación no es una catilinaria, sino fruto de reflexiones acerca de la histo-ria religiosa y eclesiástica mexicana, de las obras existentes, de su naturaleza y valor*. Es-tán exentas de aparato erudito y muy lejos de ser repertorio bibliográfico. Si pensamos que es importante elaborar la bibliografía religiosa de México, señalando sus finalidades y los méritos que contiene, no es obra pequeña, sino de proporciones gigantescas. Hay que hacer-la algún día por apartados, por grandes temas y épocas. Pero más que este catálogo que nos mostrará la riqueza doctrinal y literaria en este campo, debemos derivar de ella las corrien-tes de ideas, filosóficas, teológicas, jurídicas, y políticas que contienen. El pensamiento me-xicano se apoya en gran parte en esa amplia producción. Luego de estas dos tareas funda-mentales, el estudio de este tipo de historia nos permitirá esclarecer la historia general de México. El serio conocimiento del desarrollo eclesiástico, político y jurídico europeo debe servir para mejor y segura comprensión.

El esfuerzo que hoy se hace, representa una apertura valiosa al conocimiento de nues-tra historia total: cultural, política, jurídica, económica. Abre caminos y posibilita el diálogo indispensable en este tipo de encuentros. Bienvenidas todas las aportaciones hechas.

Ardua y dilatada labor requirieron las Sagradas Escrituras para constituirse, bajo la guía del Espíritu. Siglos enteros de tiempo; lugares y materiales diversos en su realización; cientos de escribas que ya habían aprendido un alfabeto, pero sobre todo, grandiosa finali-dad: conservar y difundir sus ideas religiosas, mencionar a su Dios y Creador, describir el origen de la vida del hombre. La historia del pueblo de Dios requirió muchas páginas en las que se inscribieron vicios y virtudes, más desfallecimientos que exaltaciones. El Libro de los Libros se llama así por haber generado a millares de ellos; es crónica y reflexión históri-ca, profecía, letra divina y humana, promesa de bienaventuranza y amenaza de castigo y perdición eterna. Todo ello se encuentra, y mucho más, en las obras que escribieron otros

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les de hombres, entre otros algunos que vinieron a convertir a los naturales de estas tierras.

Congrua congruis referendo, las anteriores consideraciones nos permitirán valorar mejor el esfuerzo de nuestros primeros cronistas e historiadores.

Sahagún inquirió certera e inteligentemente, la ciencia y religión de los indios, sus cualidades. Sus hermanos de hábito, recogieron, unos por intuición deslumbrante, otros por simple obediencia, la labor por ellos realizada. Motolinía y Mendieta pusieron los pilares de su crónica y consignaron por interés mediático los aspectos negativos de la colonización, las plagas. Ellos y sus continuadores prosiguieron esa labor que otras órdenes evangelizan-tes también tuvieron. De algunas de ellas tenemos expresiones amplias y ricas como lo es la de Torquemada y la del agustino Juan de Grijalva. Otros desmayaron en la empresa que di-fícilmente cubrió el siglo XVII. Desaparecieron los cronistas. La crónica enmudeció. Nuevas y pesadas obligaciones pastorales, carencia de personal y cambios de mentalidad impidie-ron contáramos con series completas referentes a las órdenes y congregaciones. Tenso pe-riodo de revoluciones y fricciones entre el poder civil y el religioso dificultó esta primige-nia labor historiográfica.

El clero secular no mantuvo la idea de consignar su labor. Prelados como Zumárra-ga sí lo hicieron, pero ante la autoridad real; enorme interés social y político tienen sus es-critos. Moya de Contreras se preocupó, con poca caridad por la vida de su iglesia, por su personal. Prelado hiperdinámico, compulsivo, como Palafox, sí dejó extraordinarios infor-mes sobre la iglesia, el estado, la sociedad, que esperan serenos y sesudos estudios. Tres si-glos de labor pastoral no produjeron una obra meritoria de conjunto sobre la vida y labor de la Iglesia de México. Tuvo que ser casi en nuestros días, que como fruto y justificante de la labor de la Iglesia mexicana, ante el poder antirreligioso y anticlerical, que aparece obra magna, a la cual se le pueden atribuir serias deficiencias, la Historia de la Iglesia en

Méxi-co, del benemérito jesuita Mariano Cuevas, trabajo aún no superado, y más ambicioso que el de sus sucesores Gutiérrez Casillas y Agustín Churruca.

Ante este hecho que constituye una deuda, un deber no cumplido, habría que pre-guntarse por qué no se dio una obra magna de la Iglesia en México durante tres siglos, y por qué hoy tampoco tenemos continuadores del empeño de los miembros de la Compañía de Jesús. Si la falla de Ordenes y congregaciones religiosas por darnos menciones amplias o breves de su particular historia, debemos consignarla como el primer deber o deuda, la au-sencia de una historia integral de la iglesia mexicana, debemos calificarla como otra falla, otro deber incumplido, otra deuda.

La ausencia de una amplia, completa y totalizadora Historia de la Iglesia en México, acorde con la evolución de los tiempos, de las ideas, motivó a un grupo de simpatizantes de cambios sustanciales en las ideas y estructuras eclesiales y de la teología de la liberación, a proponer la elaboración de un nuevo texto. Enrique Dussel, que encabezaba la iniciativa, contó un amplio equipo para elaborar su ambicioso programa, que se extendía a toda la his-toria de América Latina. En México se formó un buen grupo en el que figuraron notables investigadores, pero ninguno de vanguardia. Formularon un programa y redactaron una Historia de la Iglesia, bien informada, aunque recia y discutida...

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escriturísti-ca y la patrístiescriturísti-ca, debió de haber servido para interesar al clero en la historia religiosa y eclesiástica. Desgraciadamente los frutos de esa nueva orientación no pudieron recogerse, por haber ocurrido en México las revoluciones de Independencia y la de Reforma que tuvo un fuerte sabor anticlerical. La falta de prelados, el cierre de los seminarios y la aplicación de medidas contra la iglesia, forzaron a varios clérigos muy importantes, como Clemente de Jesús Munguía y otros pocos a realizar penosa y fatigosa obra defensiva de la Iglesia. Esto explica en parte la ausencia de obras históricas y humanísticas surgidas de esa institución en esos años. Serenados los ánimos, en un periodo de conciliación hubo pastores diligentes, animosos, con amplia conciencia histórica que se preocuparon por crear medios para la ela-boración de recia historia de la Iglesia. Prelados como Francisco Orozco y Jiménez, como Eulogio Gregorio Gillow y ya más recientemente como José Mariano Garibi Rivera, prohi-jaron la aparición de preciosas colecciones indispensables para elaborar una historia ecle-siástica tanto regional como totalizadora. Junto a ellos, venerables eclesiásticos como Fortino Hipólito Vera, Jesús García Gutiérrez y muchos más, paciente y sabiamente, se ocupaban de los santuarios rurales, de los cabildos eclesiásticos, de algunos episcopologios con un mate-rial rico, importante, muchas veces despreciado. La creación de nuevos obispados, de cir-cunscripciones eclesiales diferentes, la pérdida de libros y documentos que la iglesia sufrió, contribuyó al abandono de una real investigación histórica y también a la ausencia de obras destinadas al estudio de las ideas, de la filosofía, de la espiritualidad, de la historia en gene-ral. Venerable y extraordinario prelado, obispo de León, con vigor singular emprendió la salvación de la cultura. El Señor Emeterio Valverde Téllez, al reunir y publicar su Biblio-grafía Filosófica, revela la inmensa riqueza que en el campo de la cultura, del pensamiento, existía en Nueva España. Singular e inapreciable es el trabajo de este venerable pastor, ocu-pado no sólo del mundo del pensamiento, sino del bienestar material de sus ovejas y de la recatequización del país.

Más tarde, la Compañía de Jesús, los franciscanos, dominicos y agustinos formaron equipos sobresalientes de investigadores. Prosiguieron la excelente obra de Mariano Cue-vas, entre otros, José Bravo Ugarte, Esteban Palomera, Agustín Churruca, apoyados por in-vestigadores foráneos como Gerard Decorme, Ernest J. Burras, Norman Martín y el P. Zu-billaga. Los franciscanos tuvieron un resurgimiento extraordinario a través de los empeños de Fray Fidel de J. Chauvet, apoyado también por la acción positiva de Fray Lino Gómez Cañedo y Fray Leopoldo Campos. El benjamino en ese grupo es el P. Francisco Morales. Los dominicos laboraron silenciosamente con los frailes Arroyo, Ullóa y Ramírez. Más tar-de nuevas generaciones como Mauricio Beuchot, proseguirán excelente labor. Los agusti-nos tienen como adalid al P. Roberto Jaramillo Escutia, quien exhuma antiguas crónicas que yacían en el olvido.

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Esta ausencia de difusión de las ideas y de la acción evangelizadora, priva de ele-mentos para conocer y valorar la obra de la Iglesia y es deuda y falla. El sustento filosófico del pensamiento religioso y eclesiástico de la Iglesia mexicana, pese a haber contado en los primeros dos siglos con cultores eminentes, como Fray Alonso de la Veracruz, Bartolomé de Ledesma, Pedro de Pravia y Pedro de Ortigosa, se olvida. Y otros autores igualmente no-tables, no ha sido estudiado. Contamos, es cierto, con aportes muy valiosos como los de Os-waldo Robles y Antonio Gómez Robledo, pero un estudio sistemático no se había intenta-do. Fue el interés de Josep-Ignasi Saranyana, de la Universidad de Navarra, quien ideó, planeó y organizó un estudio totalizador. Apoyado por bizarras maestras, como Carmen-José Alejos, con un programa bien pensado y estructurado, se dio ese equipo a hurgar libros y manuscritos sobresalientes que les permitieran seguir caminos ciertos de investigación. El final de este trabajo de gran mérito cristalizó en un meritorio libro totalizador que estudió el desarrollo de la teología en Hispanoamérica desde el siglo xvi. Este esfuerzo, pionero en género muestra caminos, aportes, reflexiones inteligentes que deber servir de guía a quienes en el futuro intenten incursionar en este campo. La obra en cuestión es la siguiente: Teolo-gía en América Latina y representa aporte capital.

Contamos con muy pocos episcopologios. El de México, elaborado por un seglar como Francisco Sosa, no cuenta con una continuación válida. La diócesis poblana tuvo uno en el siglo XVIII, el de Bermúdez de Castro. El actual prelado después de tres siglos ha pro-metido concluir pronto, uno que él elabora. Son muy magros los de Jalisco, Michoacán y Oaxaca. Los que se distribuyen son como nóminas administrativas; no contienen sino esca-sos materiales bibliográficos, muy poco sobre la extracción social del prelado, escaesca-sos da-tos sobre su formación y casi nada acerca de su cursus honorum. Mal se puede trabajar con

ese pobre material.

Los colegios seminarios en su mayor parte carecen de historia. Las ameritadas his-torias como las de Bonavit Buitrón, Quiroz y otras no han sido sustituidas. El arzobispado de México logró hacer a un lado la informada, aunque incompleta historia del P. Sánchez y contar con una amplia y nueva redactada por el P. Eduardo Chávez, la cual requiere sereno y penetrante capítulo sobre la difusión de las nuevas ideas en los seminarios y los frutos de esa renovación.

El interés de historiadores extranjeros en analizar nuestra historia religiosa dio como resultado la aparición de obras excelentes que se ocupan de la formación de los clérigos y su labor en los inicios de la administración española. El minucioso y totalizador catálogo de John Schwaller que no ha sido suficientemente aprovechado; es obra valiosísima para cono-cer los orígenes de la organización eclesial. Requiere análisis serios y equilibrados que per-mitan aprovechar la abundante información que contiene. Igualmente meritorios son sus otros libros. Trabajo también valioso, más elaborado y estructurado, con otra visión y enri-quecido con sobresalientes aportes, es el de William Taylor, que afortunadamente ha sido tra-ducido y editado. Ambos estudios, contribuyen notablemente al conocimiento de la historia de la iglesia mexicana. Como apoyatura a ellos, tenemos las excelentes obras de Osear Mazín Gómez, referentes a los cabildos catedralicios de Valladolid de Michoacán y de México.

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el septentrión. Dentro del ámbito michoacano, alumnos del Instituto de Historia de la Uni-versidad Michoacana, como Ricardo López Alanís y por su parte Juvenal Jaramillo, traba-jan metódica e inteligentemente en esta historia. El Colegio de Michoacán encabezado por Carlos Herrejón también incursiona en el vasto campo de la historia de la Iglesia y de los concilios provinciales. No debemos dejar de mencionar el penetrante estudio de David Bra-ding: Una iglesia asediada.

La creación de departamentos y cátedras interesados en la historia de la iglesia, como ocurre en la Universidad Iberoamericana, ha contribuido a incrementar el interés por este campo. De ahí han salido meritorios estudios, una revista que incorpora ensayos de his-toria eclesiástica y también trabajos que se ocupan con seriedad de reflexionar sobre ese campo.

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En el terreno de las instituciones, la presencia de cultores serenos de esta historia, ha sido positiva. Hace varias décadas el deseo de Josefina Muriel de escribir sobre los colegios de monjas en México, despertó suspicacias, inquietudes y sobresaltos. Se veía como un ata-que frontal al medio reformista y anticlerical en el ata-que vivía el país. Ha pasado el tiempo y el trabajo de investigación en torno a las mujeres, a sus preocupaciones ha fructificado. Los recogimientos, los hospitales, la cultura femenina, ha creado adeptos y hoy son parvadas de estudiantes, que historian mil y mil conventos, miles de congregaciones, millones de beatas, pero lamentablemente sin ahondar en las ideas que hacían posible esa labor. Libros un tanto lánguidos, dulzones y flojos han aparecido en este campo, sin penetrar en las ideas vitales, religiosas y sociales que inspiraron y alentaron esos planteles. Vidas y aconteceres intras-cendentes han sido impresos sin mayor fortuna.

Bajo otras perspectivas ha sido estudiada la historia religiosa; la de analizar y pro-fundizar el problema religioso político que dio lugar a la revuelta cristera, a la persecución religiosa. Proscrita por razones políticas, la literatura sobre el movimiento cristero resultaba prohibida. Obras como el Jorge aparecida con un seudónimo de Jorge Isaac, fue libro per-seguido. Años después de su aparición, otra estudiante: Alicia Olivera, se propuso, alentada por maestros de amplio criterio, estudiar el movimiento de los cristeros. Luego de este serio esfuerzo, aparecieron otros más. Los mismos funcionarios eclesiásticos como el Obispo de Tacámbaro escribieron sus memorias y ofrecieron su opinión. El número de obras referen-tes a este tema es amplio y valioso, aún cuando heterogéneo. Obra que cierra este ciclo es la de Jean Meyer, escritor francés formado en los ámbitos de la sociología religiosa y europea. Su valioso libro La Cristiada conlleva examen detallado de las relaciones Estado e Iglesia a

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fi-nalidades y valor. De ese fenómeno han surgido martirologios que deben reforzarse y anali-zarse con serenidad.

Estos dos aspectos, el de la presencia femenil en la labor religiosa y eclesiástica y el de la guerra cristera son haberes que tiene la historia eclesiástica y religiosa mexicana.

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Años más cercanos a nosotros presenciaron un fenómeno importante. Si a través de los siglos la historia guadalupana tuvo contradicciones surgidas dentro y fuera de la Iglesia, en la década pasada surgió violenta oposición a la idea de un grupo de católicos de obtener la beatificación del indio mensajero de la Virgen. Ante las ideas universalistas de justipre-ciar a los aborígenes, a los indígenas olvidados un tanto por la iglesia, núcleos indigenistas apoyaron la apertura de procesos beatificantes en muchas latitudes. Los indígenas mexica-nos tuvieron miembros a postular: los niños mártires de Tlaxcala, los indios oaxaqueños de Cajonos y, a la cabeza de todos, Juan Diego. Si a partir del siglo xvi hubo descuidos para registrar la intervención de los personajes en las apariciones, esas dificultades se acrecenta-ron con el paso del tiempo, por el anticlericalismo reinante, el agnosticismo civil y religio-so y la desidia.

Planteada la beatificación de Juan Diego, menudearon sus partidarios, pero también los incrédulos de su existencia o por lo menos los hipercríticos del fenómeno guadalupano y los agnósticos. Se hizo caso omiso de los pocos pero auténticos testimonios, se descono-ció su valor y se estimó no existían pruebas objetivas y documentales. Como la autenticidad de las apariciones ya no era motivo de objeción, esta surgió ante la presencia del mensajero de la guadalupana, ante su interlocutor. Folletos, opúsculos intrascendentes y panfletos de mala fe aparecieron abundantemente. Frente a todo eso se hicieron estudios inteligentes, muchos de ellos abrumadores, pero también reflexiones vigorosas apoyadas en testimonios inobjetables. Tirios y troyanos discutieron hasta con violencia. La autoridad pontificia hizo que se signase la paz. Hubo desconcierto y pasión en los enfrentamientos, que cesaron con la intervención papal, que llevó a los altares a San Juan Diego Quauhtlatoatzin.

Como hecho histórico, el acontecimiento guadalupano aún tendrá negadores y de-tractores en el futuro. Por lo pronto hoy constituye un haber en nuestra historia eclesiástica.

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Influidos por muy diversas tendencias, un grupo saliente de investigadores, distante de posiciones político radicales, y con un sentido y finalidad académica se congregó a estu-diar con inteligencia, métodos científicos, políticos y económicos y gran sentido común, la existencia de la riqueza y del poder emanado de ella en la política eclesiástica. Ya desde 1964 penetrantes investigadores norteamericanos como John L. Mecham habían señalado atractivos caminos a la investigación. Su obra Iglesia y Estado en Latino América sirvió de base a nuevas interpretaciones. Historiadores economistas, vigorosos e inteligentes, espe-cialistas en la vida institucional principalmente en la de la economía; sugerencias e inquie-tudes por penetrar en la esencia y finalidades de los organismos creados y sobre todo, traba-jo, firme, constante en el análisis y valoración de los testimonios, logró se produjeran obras renovadoras de nuestra literatura histórica. Asimismo, influyeron los trabajos de Woodrow Borah y Lesley Bird Simpson y otros estudiosos del grupo californiano, que incursionaron en el campo de la historia económica.

Trabajos modélicos como el de Francois Chevalier sobre la propiedad territorial y su utilización; métodos e ideas aportados de escuelas europeas, motivaron a un grupo de jóve-nes a realizar serios estudios sobre las instituciojóve-nes: hacienda, obrajes, ingenios, institucio-nes crediticias, con lo cual surgieron novedosos y atractivos estudios, entre otros los de Gi-sela von Wobeser, que penetran en la estructura social y económica del país, y en la importancia que en el desarrollo general tuvieron algunas instituciones dependientes de ins-tituciones religiosas. Pilar Martínez López Cano, constante, eficaz, de rígida formación ha penetrado también en el aspecto, que había servido no para esclarecer la historia, sino para deformarla.

Corrientes historiográficas más afines con la historia de las ideas con la filosofía y sociología modernas han estimulado a estudiosos como Antonio Rubial a incursionar en nuevos campos alejados de la hagiografía y de la pura vida institucional. También Jorge Trasloheros está empeñado en la historia eclesial.

Algo singular que hay que subrayar es la ausencia de obras dedicadas al estudio de la espiritualidad en Nueva España y también en el México moderno. Mucho se ganaría si trabajos previos en ese campo apoyaran al estudio dedicado a las fundaciones religiosas. Contamos en el campo del derecho, de los cánones, con las bien fundadas disertaciones de Clemente de Jesús Munguía en la etapa reformista. Los bien documentados trabajos del P. Luis Medina Ascensio, han dado suficiente luz al conocimiento del pensamiento eclesiásti-co en el momento de la suspensión y reanudación de las relaciones eclesiásticas entre Mé-xico y el Vaticano a mediados del siglo xix.

Estudio que quedó trunco por la muerte de su cultor es el de la formación del Bularlo Mexicano, que había emprendido don Sergio Méndez Arceo bajo la dirección del P. Pedro de Leturia. Con lo que había empezado a reunir, don Sergio había formulado su colección bajo nuevas ideas y principios que imprimían otra luz a este tipo de testimonios altamente revela-dores del pensamiento eclesiástico desde su fuente de origen hasta nuestros días.

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de archivos parroquiales, lo que ha permitido el surgimiento de trabajos en torno de la reli-giosidad regional, de la acción de los santuarios, de la devoción local, de las instituciones existentes y actuantes en la religiosidad de diversas provincias del país. Grande es el núme-ro de estos trabajos que merecen una valoración de conjunto, una apreciación historiográfi-ca y un conocimiento mejor y más amplio. La sociología religiosa tiene en todas esas obras, formidable conjunto que es menester estudiar y valorar.

Si la historia religiosa no ha encontrado cultores suficientemente preparados, ni tampoco temas altamente sugestivos, no podemos desestimar trabajos de alto valor. Algu-nas de las obras de los guadalupanistas, primera, entre otras la de Miguel Sánchez, tienen alto valor teológico y religioso. Nuestros hombres de hábito y sotana poco se han ocupado de la cristología y muchos de sus aportes son más devocionales que filosófico-teologales. Alfonso Méndez Planearte penetró en el culto de la figura del Corazón de Jesús, pero posi-blemente sólo en los «quodlibetos» presentados en la Real y Pontificia Universidad, poda-mos encontrar algo semejante al libro de Miguel Sánchez.

Sin querer abrumar a ustedes ante tantas fallas y deficiencias y también con el elo-gio hacia las nuevas tendencias de la historiografía mexicana de carácter relielo-gioso, tenemos que aceptar que corrientes filosófico-teológicas, modernas y creativas son escasas, como también son escasos los estudios del pensamiento y de las ideas en México. Abordar temas estrictamente religiosos no es tarea fácil ni sencilla. La especulación filosófica no es algo que se nos dé con facilidad.

Sí, en cambio, tenemos cierta aptitud para analizar las instituciones, sus orígenes, fi-nalidades y resultados y a sus personeros. Por ello no es extraño que en el programa de este Coloquio aparezcan treinta y dos comunicaciones, de las cuales solo una aborda un tema es-trictamente religioso, los restantes son estudios muy valederos sobre historia eclesiástica. Esto no debe extrañarnos, pues la historia entera de México ha estado siempre íntimamente relacionada con la presencia de la iglesia. Bien haya la variedad que aquí se presenta, su trascendencia y valor. Nuevas ideas, nuevos valores han sido analizados. Advertimos tam-bién que se estudian aspectos biográficos, pero no la biografía completa de un soberbio o soberbia, que siempre las ha habido, hombres y mujeres de iglesia. De toda suerte, este co-loquio constituye encuentro valioso, cotejo de opiniones, intercambio de información y so-bre todo reflexión académica soso-bre aspectos soso-bresalientes de la historia humana.

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