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El campo al fin de cuentas no es tan verde

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Academic year: 2017

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Crónicas

EL CAMPO AL FI N DE CUENTAS NO ES TAN VERDE

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A Marcela

“ Me senté otra vez a la puerta de mi casa.

El campo, al fin de cuentas, no es tan verde”

Fernando Pessoa

LOS HABITANTES DE LA NOCHE

“ Los habitantes de la noche” , podría ser perfectamente el título de un libro de poemas de alguno de los

poetas surrealistas del país. Peor no se trata más que del nombre de un programa de radio, que se pasa de

las doce de la noche a las cuatro de la mañana, en una emisora de la ciudad. Un programa que se reduce a

un muy simple, pero sabio, esquema operativo: el locutor se limita a recibir llamadas de todos aquellos que

no duermen, celadores, prostitutas, obreros de turno negro, aprendices de escritor, insomnes de todas las

razones. El locutor, una especie de oportunista cálido, inteligente, escucha la quejas de todas las personas;

señoras a quienes persigue un inspector; escucha ofrecimientos de trajes para novia, colchones en perfecto

estado, autos de segunda, enciclopedias Salvat a la que falta sólo el último tomo; y también, extraños

agradecimientos de muchachos nerviosos, quienes seguramente dicen con Pasternak:

¿Por qué asusto cuando conozco el insomnio como la gramática, cuando es mi aliado?

La imagen queme produce este programa nocturno es tal vez más exacta y verdadera que la del día:

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acorralado, y con un gran alivio se espera oír al final nuestra delgada voz, inconstante, con la que muchos

otros podrán sentirse acompañados.

Pero a veces hay también, además del alivio anterior, concursos de pases por cine. Se marca el

número, se dice el barrio y el trabajo, y el locutor hace una pregunta sencilla, adecuada al poquísimo saber

los habitantes de la noche. Nunca he visto tanta involuntaria obstinación de alguien para no ganarse unos

simples pases de cine.

Al teléfono estaba una obrera de una minúscula fábrica de confecciones. El locutor pregunta: “ ¿La

capital de México?” . La muchacha duda, se oyen voces de mujeres, de compañeras que quieren ayudarla. Al

fin responde : “ Argentina” . En la llamada siguiente se escucha otra voz de mujer, otra obrera de la misma

minúscula fábrica de confecciones. “ ¿La capital de la Guajira?” . El mismo murmullo femenino, duda, al fin la

confesión de que todo se sabía menos eso. Es la tercera llamada se escucha la voz de un hombre joven, el

celador de la misma fábrica de confecciones. Al fondo el mismo murmullo de mujeres, risas francamente

festivas. A la pregunta anterior el celador responde correctamente. Lo sabe, explica, porque de muchacho

había vivido en Riohacha. Dos pases para cine, risas, el click del teléfono.

No sé si se pueda hacer la defensa del oscurantismo, no sé si sea perverso, pero era magnífico

escuchar esa conmovedora resistencia a todo el cúmulo e seguras obviedades que conforma nuestra

sumisión.

MI TÍO MIGUEL

Cuando llegó a Liborina un nuevo rector para el Liceo, mi tío, de setenta y dos años, le enseñó alguna

noche un pequeño violín que a los quince había hecho por su cuenta. El rector lo tomó entre las manos, lo

miró, pero su única expresión fue la de señalar lo viejo que era. Un violín hecho por la fiebre de un

adolescente de pueblo, de muestra del diminuto dibujo de un Larousse, que durante meses dio un sonido

agradable, merece un comentario más justo. De allí la decisión de mi tío, en adelante, de apenas saludarlo

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Pero no quiero hablar de este tipo de susceptibilidad, la que a veces conduce, a pesar de todo, al

complicado resentimiento. Evtushenko tiene un hermoso poema sobre un tío suyo, el tío Vasia, cuya

característica es la de escribir una y otra vez peticiones al Estado para que remedie carencias y males ajenos.

Algo así como una metáfora, para Evtushenko, de su actitud de poeta civil.

Mi tío está lejos de ser una metáfora de ese tipo. En cambio hay algo que quiero destacar, que no deja

de asombrarme, y que desalienta la soberbia pueril de quien confunde cultura y vida. Ese algo, en un

hombre que no terminó bachillerato, septagenario, es su absoluto conocimiento de la poesía.

El tío Miguel vive en una incómoda casa que conserva las huellas de lo que fue. Un depósito de café.

En el segundo piso hay un viejo armario con espejo, frente al cual hace ejercicio de violín. Aún de noche la

casa es caliente como un horno. Mi amistad con él es reciente. A veces uno debe esperar años para

conocer a alguien que estuvo siempre cerca, y se corre el peligro de que desaparezca sin que alcancemos a

intuirla.

Hubo una escuela en Rusia, a comienzos del siglo, de crítica literaria llamada el “ Formalismo” , y en ella

un hombre, inteligente, apasionado, V: Sklovski, que escribió: “ He aquí que para recobrar la sensación de

vida, para sentir los objetos, para advertir que la piedra es piedra, existe lo que se llama arte. La finalidad

del arte es proporcionar una sensación del objeto como visión...”

Pues bien: cierta tarde mi tío comenzó a acosarme para que le mostrara alguno de mis poemas. Con la

certeza de la incomprensión de su parte, de la inutilidad de un acto así, me negué amablemente, pero con

firmeza, durante un rato. Entonces comenzó a recitarme poemas de Eustasio Rivera, de Jorge Isaacs. Los

versos escogidos eran de una enorme belleza. A un fragmento que describía una lluvia tropical, comentó

“ uno parece estar bajo esa lluvia” . También dijo: “ cuando llueve es realmente así” . Su memoria hizo que le

recitara de mi parte algunos poemas de amigos, excelentes a mi parecer: “ estás tendida con la cabeza hacia

el oriente / junto al corazón helado del agua” . El verso le encantó; se imaginaba, dijo, a alguien inclinado

sobre el lecho de una quebrada, y aunque allí no se nombraran, veía las hierbas, las piedras. Entonces dijo,

literalmente: “ la literatura hace ver las cosas, como si uno estuviera ahí, frente a ellas. Las hace ver, y casi

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Quien habituado a la rima y la musicalidad convencional, puede entender y gozar, es decir, imaginar,

poemas modernos, es porque permanece vivo. Mientras para los hombres del pueblo la vida se reduce al

éxito o al fracaso de un almacén, de unos negocios, él pierde medias horas leyendo poemas modernos que le

facilitan los sobrinos, en donde el único gusto es comprobar si el pasaje leído hace ver lo que dice, un

matorral, un árbol, unas lámparas.

De muchacho mi tío leyó varias veces el Quijote. Se pasaba hasta altas horas leyéndolo, aprendiéndose

a veces varios capítulos de memoria. Pero debió hacerse respetar para leerlo. La luz eléctrica, deficiente,

algunas noches lo era más; las bombillas apenas dejaban filtrar una remota semilla roja. Entonces mi tío iba

hasta la planta de energía, y desde lejos lanzaba piedras que golpeaban contra la puerta en donde vigilaba el

celador. El golpe lo hacía despertar bruscamente, y no pocas veces accedía a elevar el voltaje de la luz

Si la poesía, como forma de serle fiel a la vida, se abrió paso en mi tío desde joven, ello tuvo que ver,

estoy seguro, con su forma de defenderla.

LA ORTOGRAFÍA Y LA MULTA

A los diez años tuve un profesor que se pasaba las horas de clase dándonos todo tipo de consejos,

algunos de los cuales, recordados actualmente, resultan francamente extravagantes. Se pasaba, por

ejemplo, horas enteras relatándonos la vida de las moscas, que zumbaban entre vómitos de diversos colores,

al tiempo que observaba que no resistir este tipo de “ relatos objetivos” era índice de afeminamiento

Pero lo que recuerdo ahora son sus implacables ideas acerca de la ortografía: lo enardecían los

carteles criminales que se leían en las tiendas de los barros – “ ce benden cigarrillos” -, y su idea reformadora

era crear grupos de estudiantes que vigilaran la ortografía de los carteles y cobraran multas a los

responsables. Ya nos veíamos nosotros en Zamora (si es que por entonces supiéramos que existía)

cobrando imperiosamente multas a los dueños de los graneros que habían puesto “ b” en vez de “ v” .

No sé si sea general esa sensación de cosquilleo, de diminuta explosión que produce al leer lanota

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así como si escucháramos una ofensa que secretamente nos gusta, una molestia que genera un más allá de

sentido, un aparecido que nos encanta.

Cuando Helí Ramirez publica sus poemas y se le sugiere revisar la ortografía, se niega a corregir

algunas faltas, que aparecen obstinadas y francas. Tan implacable como mi antiguo profesor, ese gesto

enseña más que pesadas elecubraciones.

Refiriéndose a un muchacho de gallada, a quien persiguen y acarician, Helí Ramírez lo escribe Zardino y

no Sardino, como debiera. No sé qué digan sobre la grafía de las letras, pero aquí se trata de una letra

sexual, hecha de puntas agresivas.

El zardino se pone la pantaloneta y el negro se le acerca

y le soba el culo diciendo: “ qué vola tenés muchacho para chuzarla..”

La “ v” de “ vola” posee una fuerza que difícilmente lograría una buena metáfora. La falta hace estallar

sentidos sucesivos: violar, volear, vulva.., todos los deseos no dichos que rodean a ese muchachos

vagamente bisexual.

Las enseñanzas van abriéndose paso. Don Vicente, nuestro profesor, hombre de pueblo, sabía que la

ortografía era cuestión de orden. Pero quizás no sospechaba que ese orden tenía que ver con la autonomía

del lenguaje que vastos grupos de hombres marginados debían decidir por sí mismos. Como sea, por el

sentido que revelan, no sé cuánto cobraría por estas dos faltas.

RÓMULO Y REMO

En Juradó, un pueblo cercano a la frontera con Panamá, compuesto de pescadores, madereros,

contrabandistas, cholos, la casi totalidad de su moradores son católicos. A un extremo del pueblo está la

iglesia, una especie de navío blanco y azul, hecho de madera para resistir a los fuertes temblores mensuales.

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Era el primer piso de una casa de dos, amplio, con bancas rudimentarias que cojeaban en el desnivel

del piso de tierra. La ceremonia estaba a punto de empezar. Un hombre bajo, regordete, subió al estrado y

comenzó a cantar, al tiempo que palmoteaba. Las veinte o veinticinco personas que ocupaban el salón lo

siguieron, cantando y palmoteando a su vez. Era increíble la monotonía, la forma como a hombres maduros,

vividos, la automática repetición infantilizaba. Pero los efectos se dejaban sentir: el salón se llenaba de una

euforia espesa, una especie de aire meloso que se agita.

Empezaba a reconocer a hombres y mujeres con quienes había conversado. Desconocía los motivos,

siempre terrenales, que los habían empujado a ser evangelistas, pero despertaban la admiración y la

simpatía que inspira toda disidencia.

Al terminar subió un hombre negro, alto, nervioso. Tenía la cara de quien se ha preparado la tarde, el

día, la semana entera para decir lo que iba a decir. No recuerdo los errores reiterados, la desnuda fórmula

retórica aprendida de oídas que tejieron su inicial y maravilloso balbuceo. Quería refutar la frase en que la

iglesia se define de “ Catolica, apostólica y romana” . No recuerdo tampoco todos los razonamientos. Sólo

que Roma había sido fundada por dos salvajes alimentados por una loba, y que trató infructuosamente,

sudando, de recordar, él hombre de mar, el nombre del segundo de los hermanos, Remo. Además, mezclaba

con una facilidad deliciosa los siglos y ponía a conversar a Rómulo con Pedro y con San Agustín.

Verlo debatiéndose, inventando giros, mezclando tiempos de verbos, era realmente conmovedor. A

unos cuantos metros de allí, en la iglesia, el padre estaría expresándose sin errores, las frases cuidadosas y

convencionales, pensando sin dificultad, pero también sin sorpresa. Este hombre en cambio mojaba la

camisa para hablar por sí mismo, y los que le escuchaban, a quienes de seguro les estaría reservada una

noche, lo hacían como si se escucharan a sí mismos.

Cada cual, de acuerdo a los medios que se le ofrecen, escoge los instrumentos para disentir. Lo

primero es reconocer que uno no tiene lenguaje. Luego tartamudear. Un tartamudeo tonifica más el espíritu,

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UN POETA EN EL PACÍFICO

Cuatro años antes leí un cartel que anunciaba un concurso de poesía convocado por una universidad de

Buenos Aires. Con indiferencia y un poco de malicia, hicimos que uno de nuestros amigos participara con

algunos de sus poemas revolucionarios. Al parecer fue una maniobra sin resultados positivos.

Dos años más tarde, en Bahía Solano, a las tres de la madrugada, con la marea alta en las rodillas,

cargando cajas hasta una chalupa que nos llevaría a Juradó, un hombre joven, espigado y rubio, con sólo

unas bermudas sobre el cuerpo, nos ayudaba amablemente a acomodar el equipaje sobre la borda. Durante

el viaje, acompañado de su hermosa hija de ocho años, pude reconocerlo y saber que era el remoto poeta

que había ganado aquel premio de Buenos Aires. No retuve su nombre. Tampoco me interesé, como es

frecuente, sobre el tipo de poesía que escribía, o si tendría la oportunidad, en lo sucesivo, de verificar por

mano propia la calidad e sus poemas. Me desinteresé, creo, porque la vida que sentía desplegarse a través

de él era convincente como un hermoso puño en el cráneo.

Me impresionaba que no llevara camisa a pleno sol, en una travesía de once horas. Hacía tres años

vivía con su esposa en una playa cercana a Bahía Solano, en una casa construída por ellos, y durante ese

tiempo se había propuesto manjar “ panga” de remos, de motor, y chalupa de vela, y lo había conseguido.

Quien haya remado infructuosamente una hora para atravesar un estero, entiende muy bien lo que significa

para un hombre del interior, e intelectual, poder desplazarse tranquilamente por el Pacífico, como un nativo

más. Los días se los pasaba pescando, manejando las chalupas de motor de familias adineradas del interior;

en las noches leía, escribía. Había alcanzado ya, según él, su punto culminante: aprender a navegar el

velero. Con instrucciones de expertos de la zona, pronto empezaría a construirse un pequeño barco velero,

practicaría unos meses bajando a Buenaventura, y entonces atravesaría el Pacífico directo a Formosa, con su

esposa y su hija. Ese era su sueño.

No recuerdo muchas de las cosas que habló. Pero sí una instrucción sencilla y clara, por si alguno de

nosotros caía en alta mar: tomar en las primeras veinticuatro horas sorbos de agua salada, cuando el cuerpo

todavía pudiese asimilarla. Esa es una bella instrucción. Un truco para sobrevivir.

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Hace unos años el deber ser y la competencia entre los jóvenes poetas y entre los jóvenes intelectuales

en general) se planteaba en términos de compromiso con el pueblo. Ahora eso es cosa anacrónica, y el

ambiguo ideal es hoy la “ radicalidad de vida” , la “ vitalidad” . Como antes, todos tratan de no parecer ridículos

con respecto al deber ser.

Les parecerá extraño entonces, que este poeta “ anónimo” no haya pronunciando una sola palabra

“ vitalidad” , y ahora esté seguramente dormitando en una cama bajo de camarote, entre una enramada de

veleros, sobre las aguas viscosas de un pequeño puerto de Tailandia.

ATEOS EN LA SELVA

Habíamos ya saqueado, frente al asombro de su dueño, un mediano arbusto de flores blancas situado

en el rincón de un solar. Preguntando por el proceso para ingerirlo, nos indicaron la choza de un cholo de

quien se decía que era un experto en el asunto. Apoyado a un poste de la choza, el rostro en laoscuridad,

nosotros apartados cinco o seis metros, escuchamos la historia que, sin pedirle, noshizo de sus experiencias

con el borrachero.

Machacar las hojas, cocinarlas y el viaje eran para él la misma cosa. Además narraba en impersonal lo

que debía ser en primera persona, como si por encima de distingos personales y culturales, el viaje fuera

único.

Después de vómitos y dolor de cabeza, decía, todo comienza a verse claro e inmediato. Aparecía en

seguida un camino, en donde esperaban tres diablos. Estaban allí, al frente, pero no debía mostrárseles

miedo. El camino iba haciéndose cada vez más amplio y más nítido. De pronto uno se encontraba frente a un

lago con miles de pájaros bañándose; se caminabaq por la orilla y se veía un río que caí al lago; y bajaban

por él cientos de canoas con cholos venidos de todas partes.

Esa era la historia,narrada en frases sueltas y fáciles, sin adornos. La razón del cholo para contar su

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comienzo. Soñaba algo que alguna vez fue cierto. En las hojas de algunas plantas, en ciertos bejucos de la

selva del Pacífico se conserva, a manera de memoria, de alucinación, de viaje, el pasado de un grupo, que de

alguna forma es su futuro.

Los cholos, creo, se diferencian de muchas comunidades indígenas del país en algo que los asemeja,

por el contrario, a los grupos marginados de nuestras ciudades. Marginados, no excéntricos. Porque a los

cholos un tremendo golpe los ha esparcido, y ahora están ya dentro, mezclados en lo nuestro. La mayoría

se desplaza, trabaja dentro de una engranaje más vasto, supeditados a leyes de vida que les son extrañs,

que los desfavorecen, pero que al mismo tiempo modifican. El español que hablan es ya una materia que

ellos han transformado, llena de énfasis, de tonos, de sentidos nuevos.

Recordé entonces lo que durante dos días había vivido con ellos a la orilla del río juradó: el paseo con

muchachos que no tenían edad (los cholos no llevan la cuenta de los años) a través de unaplaya de río,

luego por caminos entre hierba alta hasta una aldea abandonada, una treintena de chozas en media lna, las

puertas vacías de un espeso negro constante, arbustos florecidos paranadie, un charco verde y ellos

arponeando bajo el agua mientras nosotros nos bañábamos. Al regreso, cerca de las chozas, cazando

pájaros con arco increíble ver la flecha de punta roma subir hasta las últimas ramas atraída por el pecho de

un pájaro. De noche, bajo los toldillos, lamúsica enrarecida de una emisora de Panamá, el pitido bello,

quejumbroso de las ondas de radio.

Quizá por primera vez la segura impresión de haber estado entre ateos. Es tonto decirlo así, pero no

sé cómo más expresar la vida de unos hombres para quienes la experiencia inmediata es total.

Como muchachos de barrio cuyo lenguaje está martillado a golpes de sus necesidades, alucinando para

rescatar el comienzo, dispersos, estos indios cholos hacen pensar que se esfuerzan en lo mismo que

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EL OLVIDADO EVTUSHENKO DE LOS SESENTA

Cuando vino Evtushenko a Colombia hace catorce años 1, para Gonzalo Arango fue poco menos que

una aparición. Mientras en Colombia el poeta, a causa de la agresión que sufre, de la nada que se le

escucha, de los obstáculos del lenguaje que recibe viciado por todo tipo de sumisiones, debe andar por ahí,

odiándose, ignorándose

ciego que guía a un ciego

Gonzalo Arango encontró a un hombre de su edad que se tomaba, sin pedirle permiso a nadie, el

derecho de vivir a su gusto, cuya fuerza no era el escándalo ni la dramática habilidad de contestar ataques;

la fuerza de esa “ especie de deportista y monje” era la de ir siempre más allá que los demás en sentir lo que

ocurría a su alrededor. Un “ alrededor” físico, actual, no abstracto.

A los veintitrés años Evtushenko escribió un larguísimo poema, hermoso en muchos pasajes, en donde,

confuso de la situación general de Rusia después de la muerte de Stalin, vuelve al lugar de su infancia, la

estación Zimá, a buscar la claridad, que al fin no encuentra. Con este poema inconforme, valiente, se

identificó de inmediato gran parte de lajuventu rusa. Con él comenzó su carrera de poeta civil, reflexionando

en voz alta sobre los problemas colectivos. Aunque nunca, es cierto, cuestionando de raíz el régimen

soviético. Frente a los disidentes, compañeros de generación, la posición de Evtushenko ha sido, debe

reconocerse, ambigua, grave. El poeta civil, para serlo, debe aceptar el piso civil que los sostiene. Debe

aceptar el papel de reformador.

En nuestros países, en donde los revolucionarios de profesión se ejercitan en la ceguera abstracta, los

reformadores, escasos, resultan a la postre, paradójicamente, ser más inteligentes y honestos. Un

reformador verdadero sufre el virus de la “ pasión actual” .

Evtushenko padece, a veces, también de esta pasión. Cuando Solyenitsyn fue expulsado de la Unión

Soviética, él habló al día siguiente en la T.V. en su defensa, corriendo los riesgos que eso significaba. Como

un “ tren que viaja entre la ciudad sí y la ciudad no” , como un joven recto que no perdona el concreto abuso

del funcionario, pero disculpa, por falta de lucidez o de valor, el atropello de la Función.

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¿Es posible estimar entonces los poemas, las ideas que sobre la poesía tiene Evtushenko? ¿Es posible

confiar en los, o están enrarecidos de la misma ambigüedad? Eso es lo que quisiera tratar de responderme.

En la “ Autobiografía precoz” Evtushenko narra una anécdota del entierro de Stalin: mientras la gente

afluye incesante y se suma a las largas filas de la calle, un incidente desata el pánico; el tumulto estrella niños

contra camiones imprudentemente estacionados; los milicianos miran paralizados, incapaces de abandonar

sus puestos. Evtushenko, de veinte años, grita con otros jóvenes para formar, cogidos de los brazos,

cadenas que detengan la tragedia.

Evtushenko escribe sus poemas como si hiciera de nuevo la cadena que rompe la bobalicona

fascinación staliniana. Un gesto que cuida de la vida de todos, que rabia contra el abuso inmediato. En otras

palabras, un poeta civil. Civil, no cívico. De alguna manera, quien juzga las acciones de los demás por sus

consecuencias, no por sus causas. Ello lo preserva del dogmatismo. Si por poesía civil, por actitud civil se

entiende la postura de pasolini frente a la T.V. y el bachillerato italianos; y el artículo escrito por H. Böll contra

la injusta y peligrosa manipulación publicitaria hecha a los jóvenes terroristas alemanes. Si poeta civil ímplica

no escoger partido de antemano, estar atento a todo tipo de injusticia, de donde venga, la propuesta de

Evtushenko es valiosa, saludable.

Además ser poeta civil supone una segunda idea a la que Evtushenko ha sido maravillosamente fiel.

Esta es la de concebir al poeta como a un deudor. La “ Autobiografía precoz” no es otra cosa que una

hermosa lista de deudas, hacia quienes le enseñaron a vivir. Desde el cocinero sumergido desnudo en el

tonel de agua para todos, hasta la revelación fulminante de los alces congelados una noche en la taiga.

La única forma de saldar la deuda es escribir como si lo que no escribiera fuera al mismo tiempo escrito

por otros. El poeta habla por la colectividad, como Josefina la Cantora. El es deudor del silencio que hacen a

su alrededor, pero al mismo tiempo habla en voz alta para que algunos otros se comprendan.

Entre nosotros es común la absoluta negación del trabajo de los demás, excepto el propio. O existe

Uno, o Nadie. Es curioso que para Evtushenko el poeta es especialmente deudor de los poemas de sus

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mismo transforma. No obstante, de la larga lista de deudas, de lecciones de tono, de pensamiento, surge un

poeta distinto a los demás, de alguna manera único.

Y más que de sus contemporáneos, él es deudor de las personas, de los lugares de los que habla, por

ellos dan el material que al fin de cuentas lo justifican como tal.

Y esta deuda se paga por medio de un sentimiento, de alguna forma privilegiado. Un sentimiento hecho

de resonancias, de palpitaciones, de una minuciosa observación, de una concreta comprensión. La ternura

es lo que permite que se cambien señas, conservando las diferencias.

Estas son las ideas de Evtushenko. De ellas se alimentan sus poemas, y viceversa.

Hace algún tiempo escuchaba de un conocido eventual, estudiante de una universidad de Moscú

durante años, algunas noticias de Evtushenko: bebiendo en una taberna, entró de pronto un hombre alto y

rubio, una mole madura, invitando a todo el mundo y presentándose por su nombre. Era imposible no

dejarse arrastrar por su entusiasmo. Una de las no muchas personas que en Moscú posee auto propio, anda

en él hasta altas horas haciendo amigos y comunicando una alegría, al parecer no muy abundante por allí.

Piénsese bien o mal, Evtushenko es la constancia de una fuerza que no cesa.

LA CARTA A LAFAYETTE

Hace ya nueve años conocí a un amigo, bastante mayor, que permanecía con los vecinos del barrio

conversando largas horas en la mesa de una salsamentaría. Su tema habitual era el fútbol. Pero conmigo, y

algunos otros, conversaba de su vedadera pasión: sus lecturas. Había terminado sólo primaria, había sido

mandadero de farmacia, empleado de almacén, cajero, administrador de un restaurante en el Sena... Había

pasado años enteros sin hacer nada útil, jugador asiduo de billar, había – y eso lo tenía marcado en el

rostro-sufrido realmente mucho. Pero conversar con él era una verdadera delicia; Hansum, Camus, Gide, Pirandelo,

Tolstoi..., y sobre todo Dostoievski aparecían continuamente en sus charlas. Un hombre que empieza a leer

por causalida, y que en ello ha encontrado una forma para resistir, para conocerse, para justificarse, nunca

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autores: materia viva. Pero además de lector, en él hubo una obsesiva voluntad de escritor. Algunos de sus

amigos, con menos cosas para decir, con menos vida, han logrado escribir, no sé por qué injusto azar,

relatos, poemas con alguna decente coherencia. Para él, en cambio, escribir ha sido una tarea casi

imposible.

Miller relata en “ Pesadilla de aire acondicionado” el conocimiento que tuvo de un joven, amigo de Dalín,

en San Francisco, que se pasaba las horas tendido en una cama, preparándose para empezar la carta a un

amigo suyo de infancia, en donde le hablaría de todo lo que ya conocía, lo que intuía, lo que temía..., una

especie de puño viscoso, subterráneo, un flujo imaginativo que no se detuviera y empezara a cada frase.

Ese amigo, a quien iba dirigida la carta, se llamaba Lafayette.

En Caldas hay en alguna parte una cafetería en donde puede escribirse. Entre mi amigo y su dueño hay

un acuerdo tácito, de servir cada hora un café. Entonces él puede escribir allí, en la mañana,

despreocupado, no poemas ni relatos, puede escribir.. cartas, cartas a amigos! Más exacto escribe cartas a

un amigo en Nueva York. Durante un rato, a veces horas, piensa el epígrafe con el que encabezará, y

comienza luego una larga carta. Puede escribir de sus dolencias físicas, su mala digestión, sus dificultades

para conseguir pasaje, sus temores sus sueños más profundos. Allí puede escribir las cosas que ha visto, allí

puede pensar. Puede discutir, evocar a las personas que ama, acumular razones contra las que odia.

A veces uno olvida que debe escribirse sólo por imperiosa necesidad. Por debajo de esta escritura

mayor, vertical, hay también una escritura menor, de sobrevivientes, atravesada de sueños, de verdades, de

implacables visitas de la criada belleza. Un joven comienza por allí, pero la facilidad, la malicia, los trucos, lo

alejan rápidamente, cuando su nostalgia debería ser la de permanecer en un tono menor, es decir, vivo,

sobreviviente.

Cada cual, pienso, debería sentarse a la mesa, tenderse boca arriba en la cama, buscar el rincón de

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LA LUZ, LA MÚSICA Y EL VERBO

Subiendo la escalera que lleva a la biblioteca, me distrajo la figura de un muchacho remotamente

conocida. Se trataba de mi último amigo de colegio, con quien había llevado, durante un año entero, fogosas

conversaciones de adolescentes en buses públicos hacia el mismo barrio, luego en lentísimas caminadas calle

arriba, hasta detenernos un largo rato en una bocacalle en donde debíamos separarnos, dudando, alargando

las frases. Tenía la misma espalda encorvada, los mismos brazos flacos, la misma cara de ave acostumbrada

a habitaciones interiores. La única diferencia visible eran los ojos, más fijos, quizás más tranquilos. A la

invitación de un tinto me contestó que no podía moverse del lugar, pues él era el contacto para la gente de

su grupo, a quienes debía indicar el sitio donde hablaría un discípulo del Guru-.Marajai.

De inmediato me explicó que hacía meses estaba dedicado a la meditación, lo que le había procurado

una gran serenidad. Me dijo sin preámbulo: “ Meditando uno empieza a sentir una música interior; una

música, y también una luz y un verbo; esas tres cosas están en cada uno” . La belleza de la frase, así de

súbito, me paralizó. También me molestó. Había algo calculador, un cierto sabor dogmático en lo que decía,

que incomodaba. La sabiduría y el dogmatismo forman una extraña mezcla. Pensé: ninguno de los dos

fuimos nunca demasiado fuertes. Una vida que queda sin piso a abandonar un colegio, la sexualidad, el

esceptimismo exterior..., todo eso conduce a una nueva fe infantil. Es decir, ideas comunes, fáciles sobre mi

amigo místico.

Así uno cede a una sonrisa irónica, un dibujo de labios curvados que guarda dentro otro dibujo. Le

pregunté si era vegetariano y había dejado de fumar. Me contestó sonriendo que así era. Toqué con los

dedos su estómago, empujándolo suavemente. Y automáticamente nos reímos, él descompuso su cara

solemne, quizás vio que en la mía se borraba la ironía, y nos reímos como antes, cuando tomábamos cerveza

frente a la placita de Flores y nos hacíamos chistes, una risa que se reía alegremente de todo, y sólo nos

dejaba a él y a mí, frente a frente, dos muchachos sin escuela, sin maestros, que sólo se tienen a sí mismos.

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LA COMPAÑÍA DEL PAPEL INFINITO

Cuando escucho de alguien, incidentalmente, que sufre de insomnio, aparece en mí una sonrisa de

alivio. La desgracia es compartida, pienso. Y en seguida brota una restallante conversación sobre el invisible

enemigo, a quien no ahuyentan pastillas ni consejos, y que, indolente, desordena la vida como un increíble

puñetazo. Hasta que optamos por pasarnos de bando y hacerlo nuestro aliado. Nuestro blanco aliado que

juega un lentísimo ajedrez con nosotros.

Además, sé que en este momento, al escribir, en un lugar preciso de esta ciudad tengo una aliada. Ella

está ahora como yo, despierta, disfrutando de la vigilia como de un azuloso libro de láminas. Ella, que es la

abuela de una amiga, se ha enterado de nuestro compartido entusiasmo por la noche, y al saberlo, me envía

saludes de vez en cuando, en señal de nuestra persistencia.

Una sola vez he estado en su casa, de rápida visita, pero ni por un instante hemos tocado el tema. No

obstante conocí algunos rasgos suyos, de su carácter, de los cuales había oído hablar con cerrada

incredulidad.

Al abrirnos la puerta, ocupado en el instintivo reconocimiento que se hace a una persona nueva, no

advertí un trozo de papel periódico, arrugado, que llevaba en su mano izquierda como quien retiene aún una

servilleta recién usada. El pelo blanco, vivaracha en boca, cejas y ojos, como los jóvenes que recién bajan de

un deslumbrante auto veloz sólo que aquí su auto era, creo, su tremenda vigilia. Al sentarnos, observé que

colocaba sobre el cojín de la silla un periódico doblado, sobre el cual a su vez se sentaba. Era fácil suponer

la impaciencia de una lectura interrumpida. Pero luego, a sonar el teléfono, y ver que tomaba el auricular con

otro trozo de papel, y conversaba con la bocina intencionadamente alejada de la boca, simpática, expansiva

recordé y acepté la increíble compulsión que mi amiga me había relatado.

No tomaba, en absoluto, ninguna cosa directamente. El cuchillo y el tenedor con los que comía

apetitosa, estaban recubiertos por servilletas de papel. La nevera, las llaves del agua, un libro, la bandeja en

la que nos sirvió el café, eran tomadas siempre con una hoja de periódico. Nunca un contacto inmediato.

Como si las cosas realmente no existieran, como si sobreaguaran en una delgada franja de irrealidad. Era

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limpieza, infinitamente patológica, pero como todo lo extremo también un gracioso misticismo. Un misticismo

negativo, dela distancia, de la indiferencia.

Y también, un extraño deseo de invisibilidad: yo no dejo huellas, yo no estoy aquí. A veces, imagino, a

la abuela de mi amiga la tomará por llevar su lógica a las últimas consecuencias. Entonces dudará del papel

con que toma el teléfono. Ese papel, pensará, debe tomarse con otro. Y a su vez, este último con otro

tercero... Y así hasta el infinito. Lógicamente no podrá llamar a nadie, ni contestarle a nadie.

No sé en qué se relaciona el insomnio con esta obsesiva limpieza. Ni, tampoco, conmigo. Las efusivas

saludes que recibo por intermedio de mi amiga me inquietan. ¿Coincido con ella sólo en un término, o en

ambos? Ensayo a tomar las cosas, y lo logro. Pero ¿en realidad las tomo crudamente?

La abuela de mi amiga es una compañía inquietante. Tan distintos, ambos coincidimos en algo.

Cuando mi hermano menor vino hace pocos días y me dio a conocer sus primeros poemas, feliz y

apesadumbrado al mismo tiempo, inmediatamente pensé en ella. Contemplación pura o negación absoluta

de las cosas, para quien escribe ella es un mortificante ejemplo. La compañía del papel infinito.

LA REFUTACIÓN DE LOS PERROS

Nunca aprendí (ni lo aprenderé) las marcas de los carros, ni tampoco las razas de los perros. Distingo

los Volkswagen (los modelos antiguos) por un juego infantil, y conocí u Chevrolet rosado de dos puertas que

mi madre chocaba con una maligna constancia en los estacionaderos del centro. Así mismo, distingo el

pastor collie por una distante serie de televisión y la confluencia durante esos años de un pastor alemán,

cuyo nombre, “ kiss me” , comprendo ahora como el intento de algún hermano por corregir las inevitables

fuerzas destructivas de la familia.

La erudición que observé en mis amigos de colegio sobre los perros, pronunciando con precisión sus

complicados nombres de raza (que por fortuna no retuve), me pareció siempre innecesaria, o mejor, una

traición. Y los cultivados sentimientos que en ellos despertaban (la perrita con cara de niña que asomaba

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Sé que es difícil la refutación de los perros. Hay detallados libros de prestigiosos naturalistas escritos

sobre ellos con evidente cariño. Una adolescencia con un “ compañero” mudo y de buen genio, y una adultez

con el tranquilo y tibio saco de carne bajo el escritorio, muy cerca de los pies, los justifica. Los perros son

demasiado humanos, concluyen, a quien no posee un declive positivo hacia ellos, carece del mínimo nivel de

enternecimiento, tan indispensable a todos los hombres.

Sé que hay heladas clínicas para perros, salones de bellezas, perversiones, mujeres que celebran solas

con su perrita castaño oscuro el día de su cumpleaños, con pastel y bombas ascendiendo en el cuarto vacío,

sé que hay metódicas exposiciones, pero ésos son los extremos que todos conocen. Los perros son

demasiado humanos, y en ese comienzo, allí, está su ser brumoso y repudiable.

Cuando el pueril entusiasmo de viajar por amplias carreteras y mirar hacia ambos lados el cínico paisaje

colorido, que en verdad son latifundios de producción, nos embarga, si observamos con un poco de cuidado

las lujosos y serenas casas de campo en las colinas, veremos perros merodeando suspicaces por los jardines

y las cercas. Donde debe defenderse algo hay perros, casi siempre en números delirante.

Por qué hay seis perros en esta finca, pregunté asombrado a mi amiga. Luego lo supimos: el corredor

vacío no bastaba para lo que queríamos; rodeamos la estúpida piscina rigurosamente azul por el cloro y las

lámparas y fuimos a buscar un lugar impune tras los árboles. Apenas tendidos en la hierba húmeda,

estallaron ladridos furiosos por todas partes, ladridos de una evidente mezquindad, cuyo tono, horas más

tarde reconocíamos en el sonriente dueño de la finca.

Una casa vacía de perros es para mí una buena señal. Nada está cuidándose, no hay allí ese

lamentable exceso de sentimientos empozados. En cambio, el paseo de un gato sinuoso reconforta, siempre

riéndose de las ambiciones de familia, inhumano, maravillosamente frío como un cielo.

Sólo alegran los perros de la calle, los sin dueño, librepensadores, cuya marca de raza es indiscernible

y cuya obscena revoltura los hace esperanzadoramente animales, es decir, astutos y de alegría fácil,

contagiosa como la de un muchacho ayudante de bus. Pero he visto a dos de ellos que me gustan sobre

todos: el primer, negro, solitario, cruzando la carretera hacia una tienda, con la pata izquierda delantera

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la Espada, los cinco signos, pequeño y blanco, sostenido tranquilamente en tres patas, casi corriendo, como

si jugara a hacer invisible su pata delantera. Pronto lo reconocí. Me apresuré a saludarlo: era el entrañable,

el manco y recorremundo Cendrars: ¡mucho gusto!

LA ILUSIÓN DE LAS VOCES

La conocí en la universidad. Silenciosa, abogada por las estúpidas obediencias políticas. De pocos

amigos, siempre acompañaba sus frases y sus de vertebradas afirmaciones con un “ ¿o no?” interrogativo,

como a quien lo que dice le causa un frío y una vergüenza cortantes. “ Dentro de mi ser no hay lugar para

mí” , escribía Esenin, y esto era también, creo, aplicable a ella.

De pronto, hace exactamente tres años, por los días en que esto escribo, como quien inicia una pieza

de baile donde los pies viajan sobre el negro y el blanco, cayó en una crisis de la que aún no sale por

completo. Una conversión que no cualquiera merece.

Viajando hacia clase una extraña mañana de escozores, en el aire del bus sintió un siseo tras la oreja,

como si la llamaran. Indiferencia de los viajeros de las últimas bancas la corrigió. Pero luego, adelante,

ahora sí, alguien chasqueba una frase dirigida a ella. Los rostros ausentes de nuevo la corrigieron.

De regreso, le parecía que en cualquier momento vería, al cruzar una puerta, sumergirse en el vacío un

hombro, un muslo entero o un trozo de rostro de alguna de las mujeres de la casa. Luego vinieron las

voces. Eran pequeñas voces que volaban sobre los hombros, hasta la silla, hasta posarse muy menudas en

un extremo del escritorio. Voces vengativas y empalagosas que querían hacerse oír.

Al fin todo sintetizó en una idea. Una idea tenaz, y de alguna forma, alegre. En alguna parte,

acechante, dirigido maliciosa e inequívocamente hacia ella, esperaba el rostro del “ Desconocido” . Un

“ desconocido” que aguardaba pacientemente ser descubierto. En el trivial y azuloso estanque de la TV, de

pronto, en la serie de la noche alguien, un extra o un personaje secundario, giraba la cabeza y miraba

directamente hacia el espectador, hacia ella, y allí estaba ella (¿podría ser el desconocido, lo era?) deshecha

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Al mediodía, en el granero de la esquina, el dueño visto y revisto durante años, abúlico y sin gracias

evidentes, de pronto, al mirarla, (¿lo era, lo era realmente?) podía ser también su intempestivo

“ desconocido” . Entre el mareo de hierbas secas y los atados de lana de colores chillones, así mismo se

había dejado seducir esperanzada por los ojos de los indígenas del Palacio Nacional.

Pero ahora, un año y medio después de sus religiosas e increíbles pesquisas, hemos hablado por

teléfono, larga, desencantadamente. Toda ha sido un invento suyo, me dice. Los ruidos y las voces que

sentía filtrarse a través de la ventana, dirigidos delicadamente a ella, eran sólo, lo ha descubierto, gatos

viejos y celosos, o ramas desprendidas, impulsadas por el viento desde el naranjo. Los pasos sincopados de

su abuela difunta sobre la baldosa, eran algún libro solitario que caía desde lo alto del aparador. ¿Y el

Desconocido? Pregunté. Nada, respondió: ideas ridículas y desesperanzadas de una niña sola...Pero aún,

me confesó, se resistía a dejarlas le dolía aceptar que ningún desconocido la acechaba.

De pronto sentí una ascendente voluntad de consolarla. Voluntad inútil y tonta que, atropelladamente,

no realicé.

Al colgar el teléfono, sin esfuerzo, recordé nítidamente el remoto corredor de los cinco años, nimbado

por una luz que resbalaba sobre la baldosa brillante y roja, hasta hacerla rosada, y allí, apoyadas a las

barandas de madera o sentadas en forma indolentes que no logro reproducir, cuatro o cinco amigas de mis

hermanas mayores, adolescentes, y escucho sus voces que resuenan, voces desconocidas que marcan el

estrecho mapa del tímpano para siempre.

Recuerdo: alguna noche debí cuidar un inmóvil apartamento de madera, y con un cínico empellón el

insomnio se me hizo a un lado.

A través de la ventana la vida estaba fija, remando hacia atrás, hacia lo frío. Los letreros de los

almacenes eran una nostalgia de compañía. Al amanecer oí ruidos en el cajón de la escalera de la casa

vecina. Eran ruidos de pasos. Luego una llave de agua, luego un chorro primitivo, parlanchín. Luego mi

vacío cajón de la escalera se llenó de cálidas voces trasvasadas.

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EL MUCHACHO DEL INCENDIO

Hace algún tiempo conocí un muchacho muy joven, con quien sostuve largas conversaciones que

recuerdo involuntariamente de vez en cuando. Sentados en la transparente apacibilidad de un patio de hotel,

descubrí que conocía minuciosamente, en su pequeña ciudad incomunicada, todas las últimas teorías que

sólo personas con gran capacidad a la pedantería e inmenso terror a la vida propia, llegan a dominar en las

grandes ciudades. Pero sobre todo, reconocí una sobrecogedora voluntad para aplicarlas en sí mismo.

Era lo que se llama un muchacho alterado, como uno mismo, con unos imposibles ojos fijos, tras los

cuales reposaba una escalofriante seguridad. Víctima del instinto familiar, había pasado ya dos temporadas

en casas de reposo (eufemismo), pero, con educada frialdad, no concedía importancia alguna a los juicios de

su casa. Había concluído que nada distinto a otros hombres o unía a sus padres y hermanos, excepto esa

mentira compartida de creerse conocer y estimar, de efectos tan dañinos, que no es otra cosa que

indiferencia y autoritarismo.

Había comprobado en carne propia (así lo aseguraba) muchos de los poderes desconocidos y

extrasensoriales que explican las revistas de futurología. Y a ellos mezclaba a Castañeda y a Don Juan, a

Deleuze, al psicoanálisis...., en una revoltura, a veces lúcida, pero siempre de resonancias inquietantes.

Como quien manipula, sonriendo, un poder de consecuencias inverosímiles y negras. El entusiasmo

compartido por simpatías y aventuras similares, ahora se convertía en una desasosegada conversación de mi

parte.

Relató una extraña aventura de fuerzas y mensajes brumosos, que toca, imprevisiblemente, un hecho

conocido por todos. Cierta tarde, de paseo con su familia en un río cercano a la ciudad, a tiempo de subirse

al auto estacionado entre las hierbas, se escondió en el bosque y caminó alocadamente entre altas malezas

curiosamente dulces. Pasó la noche caminando por lugares presentidos y húmedos, bajo un cielo que

cambiaba de ánimo, y al amanecer, en una pequeña planicie, había luchado con piedras que variaban de

forma,

malignas, y a las que al fin había logrado vencer. Cuando volvía de nuevo hacia la casa, escuchó en la

carretera la noticia de que ardía en Bogotá el edificio de Avianca. En seguida se inquietó. Preguntó por la

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contado...,, ¡pero él era el responsable del incendio! Las fuerzas no son buenas ni malas, dijo. Existen, y la

mía, la que desaté esa noche, obró así por descontrol.

Al escucharlo, sentía el malestar que provocan las oscuras ambiciones de un muchacho que se resiste a

no ocupar el centro del mundo, pero también, con el paulatino desencanto que los hechos de la vida normal

producen, simpatía por su violento repudio, absoluto, y su fe justa en el derecho a una aventura individual.

Además, uno de sus nocturnos proyectos me encantó: aprendería a realizar viajes astrales, por encima

de los tejados y los patios con resplandor, y volaría toda la noche entre la tierra llena de arbustos fragorosos

y árboles conocidos, y el cielo alterado como un lento vagón azul.

Pero el resto fueron ideas espesas, sobre seguros poderes personales para herir o matar personas

conocidas, si lo quisiera, que revelaban sólo el cercano mapa de sus odios. Desembarazado de él con

disculpas y opiniones tajantes, mientras me dirigía por el corredor hacia la pieza, me lanzó desde el extremo

su último gancho seductor:

“ Tu nombre quiere decir victorioso, y es la conjugación de dos dioses, que te brindan muchísima

fuerza...” – Elogiándome trataba de hacerme su cómplice.

“ No me interesan esas fuerzas” – alcancé a decir-.” ... No sabría qué hacer con ellas” . Y lo dije

sinceramente.

Al cerrar la puerta respiré. Había conjurado, temporalmente, las raras pasiones del muchacho del

incendio.

EL DOGMATICO INVISIBLE

Hay un personaje que hubiera encantado a Miller, o que por lo menos habría levantado su curiosidad.

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una comida. O había entrevisto, distante y mayor, en los patios del colegio, pero ahora tenía la oportunidad

de oírlo hablar en ese nivel del entusiasmo del que ya no posee casi nada.

Bajo el saco azul oscuro que llevaba invariablemente, nada extraño podrá sospecharse, pero bajo la

simple camisa su brazo izquierdo zigzagueaba como una preocupación. Su brazo era una historia singular.

Durmiendo cerca de las cavernas el Nus con un amigo, en una larga noche de fiebre había comenzado a

hostigarle con indirectas, agudas observaciones que saltaban de su fiebre licuosa, hasta que el otro, práctico,

desesperado, le había quebrado su brazo en dos partes, con una fría llave de karate. Así había sido. Pero

en seguida sonreía al concluir que su amigo había muerto al año siguiente, de un ataque al corazón, que no

era ora cosa, él los sabía, que al fin de desarreglo natural que con su acto aquella noche había desertado.

Su idea de la justicia era, como se ve, entusiasta. Así como sabía por el brillo de los ojos en las

fotografías si alguien estaba “ vivo” o “ muerto” (todos los funcionarios que aparecían en la prensa estaban

obviamente muertos), así, alguna noche se había disparado una diminuta bala de la “ u” , vía al corazón, que

por milagro había encontrado un estrecho vacío rosado y deslizante. Los que son justos no pueden morir así

no más.

Tenía infinidad de poemas y era amable. Dejar florecer la realidad a través de un puñado de poemas,

dejarla florecer más allá del comentario, es la más segura vacuna antidogmática. Se habla con otros, pero

ente ellos y uno siempre hay una “ tercera” cosa, una pausa, un titubeo respetuoso que evita el dominio de

uno sobre ellos, y viceversa. Pero sus poemas eran sólo la sucesión de sus ideas fijas. A la tercera frase de

un poema ajeno se aburría y se inquietaba como alguien aislado durante meses, que ahora está ansioso por

salir. Y su amabilidad se trocaba en una irascible indiferencia, despampanantemente expuesta.

Su justicia, al cabo de los días, empezaba a dar muestra de cambio. Cuando desde el fondo de la sala,

mezclado entre las sombras pardas y el resplandor rojizo del sofá, decía a una pareja a la que apenas

conocía, “ veo que entre ustedes las cosas no marcha bien” , y sonreía frotándose las manos por la confusión

creada; o cuando, sentado al borde la cama intensamente pálida y limpio, lanzaba hacia uno, víctima de una

gripa fuerte, su sonriente opinión de: “ estás lleno de fuerzas negativas, mi amigo” , y se envanecía de su

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Pero cuando su urgencia de amigas crecía, sólo entonces decidía mutarse. Cierta noche lo confesó: en

sus sueños, los que controlaba a capricho, salía de su cuerpo y después de andar calles vacías y prados con

manchas de luz, se introducía a las casas de sus amigos, hasta sus habitaciones, y se metía a sus propios

cuerpos y miraba con sus propios ojos. Entonces veía a sus compañeras, impunemente. Y les veía sus

senos deliciosos, sus caderas inflamando el aire de la pieza, o tendidas en la cama esperando.

A veces cuando estoy con una amiga que le encanta, y vamos en un vagón fugaz, de pronto, sin

pensarlo, me inquieto. Pero luego sonrío. Dejo, a punto de dormirme, un frío lugar en la cama. Nada puede

hacerse, creo, contra un dogmático invisible.

LA AMISTAD DEL CARNICERO Y LA ESCOBA TARDÍA

La vida de un intelectual es imprevisible. Se la pasa en increíbles esfuerzos por hacerla alta y

coincidente con delgadas ideas, pero ella, caprichosa como una vecina, siempre toma los atajos, los ritmos o

la inquietud más impensados. Ella siempre acaba por imponerse con su mediocre y prudente sabiduría. La

vida del intelectual sólo tiene dos momentos firmes, enraizados en el cuerpo, de un agradable tono rosado,

que para su mirada miope y cojeante a través de grueson lentes, coinciden con la vida misma en todo su

esplendor: la infancia, y la posterior edad del desencanto, que en realidad son un solo momento idealizado y

transformado por el miedo: la infancia protectora. Por eso se entiende que regresen al final de la madurez a

las formas más pueriles del acomodamiento y la tranquilidad. Entre estos dos momentos dorados, ciertos,

un vagabundeo gris y ansioso.

Siempre me ha preocupado este asombroso itinerario, esa negra cisura creciente que viene desde el

principio.

En una fiesta un amigo de amigos, con quien esporádicamente había hablado en una mesa de café, me

llevó a un lado para conversar. Quería decirme cosa importantes. Flaco hasta el patético perchero donde

cuelga el saco y el pantalón brillantes, con esa laboriosa palidez del patio nunca tocado por la lluvia y por el

sol, las manos cuidadosamente desarticuladas por la deliciosa conversación, era para mí la imagen del puro

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irónico vestido oscuro, como la página de un libro prohibido. Lo que me dijo fue claro, entusiasmante: había

sido el primero en tener carnet del partido comunista en Medellín se había pasado noches enteras

discutiendo, alborotado con los primero nadaístas, tenía cajones enormes con citas y resúmenes, de una

paciencia infinita, de todas las obras de los autores universales, se había encerrad siete meses sin salir a la

puerta, viendo indiferentemente el cielo a través del patio, recalentado por la lámpara madura, para escribir

una novela de quinientas páginas que al fin rompió a los meses, tranquilamente decepcionado. Ahora estaba

cansado de los libros, del ridículo ascetismo que suponen.

-Un escritor es más ambicioso que un negociante. Y lo sabe, pero siempre se lo calla. Aparece ante

los demás risueño, desprendido hasta el frío porque cree haber entendido el mundo como una sucesión de

estados de ánimo que no pertenecen a nadie y no marchan hacia ningún lugar, pero en el fondo tienen una

voracidad peor que la del rico, porque quiere hacer creer a los demás, y en eso se empeña inteligentemente,

que el mismo mundo procede de él. Sin darse cuenta, en las conversaciones, hablan de la gente común, con

simpatía o con desdén, como si ellos fueran diferentes a la gente común. Sufren una terquedad infantil, una

especie de judaísmo espiritual. Y rápido pierden el sentimiento de los jóvenes aprendices de taller,

mugrientos, chistosos, inclinados siempre sobre la pieza para ver y escuchar su mecanismo. Pierden la

amistad del carnicero. Andan por las calles como si no conocieran a nadie, como si estuviera de paso en su

propio barrio, como si ésta no fue asi ciudad definitiva, pasan de largo los graneros, abstraídos como

extranjeros que sólo buscan el lugar dónde cambiar unos dólares para seguir.

Sonaba su conversación como el viento libre de un árbol. El quería conocer cada cosa, sobre la cal

había pasado sin fijarse, como a un pariente, como a un sutilísimo interlocutor. Quería la amistad del

carnicero, la de los adolescentes transtornados que suben a la salsamentaria a beber un tinto frío como el

pecho, la amistad de los círculos de la luz sobre la calle desolada que va dejando atrás, muy tarde, cojeando

hacia la casa.

Este viento fuerte es la primera opción.

La segunda viene después. Consisten no dejar prosperar ningún impulso, en enterrar pronto cualquier

entusiasmo propio o ajeno. Cuando cualquier sentimiento positivo supone siempre a su lado un segundo

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juega en la calle, simple egoísmo; los consejos prudentes a las muchachas de senos que maduran, envidia;

los juramentos de fidelidad, puro terror....

Sentado a una mesa en la salsamentaria, escuché a mi oscuro amigo refutar con una hilación de

pensamiento brillante y de alguna forma deliciosa, el impulso de salir al campo en vacaciones de dos

muchachos que lo oían asombrados

Me senté otra vez a la puerta de mi casa. El campo, al fin de cuentas no es tan verde, parecía decirles.

Quien practica esta segunda opción se destruye a sí mismo, en espera quizás de algo nuevo. Pero, como la

primera, es difícil permanecer allí.

Entonces viene la tercera, fatal, mezquinamente sabia. Viajando en excursión de turismo al Ecuador, mi

amigo vivió algo “ Impresionante” , que ha cambiado su vida, y que, sin embargo, cuenta impávido. La

primera noche en Quito, tendido en la cama, fumando, sintió que alguien rasguñaba los vidrios. Bajó al

recibo del hotel a informar que quizás trataban de robarle. Los empleados subieron a mirar y prometieron

que estarían alerta. De nuevo en la cama, los rasguños volvieron a intensificarse, ahora en las paredes y en

la puerta. Vio de pronto figuras blanquísimas de enfermeras que se movían de un lado a otro. En seguida

apareció su madre, nítida, sentada en su lecho de enferma. Le hablaba.

Apresuradamente bajó al recibo y pidió una llamada a Medellín. Su madre, en coma hacía un año, se

había agravado aquella noche. Si viajaba enseguida, quizás podría verla.

Al regresar, dos días después, su madre se había recuperado.

El cuenta su historia a los amigos, con una increíble naturalidad. Con igual naturalidad ha cambiado.

Su palidez va dejando entrar otros colores. Los domingos se levanta temprano y, después de quince años,

baja hasta la iglesia y comulga impasible. Al salir, se demora hojeando en el puesto de revistas todas las

ediciones de prensa del domingo, hasta que compra la suya. Lentamente, como si paladeara la acera

amarilla con su paso irregular, sube hasta la casa y muellemente se sientan en un sillón, a leer.

Los días de semana, siente a veces un extraño deseo ascendente de ayudarle a su hermana en el

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La cisura se rellena, temporalmente, no sé si para siempre. Este itinerario es cómicamente pavoroso.

Sobre él, como sobre una delgada cuerda, está uno. Entra la amistad del carnicero y la escoba tardía.

LA INTELIGENCIA DEL CORAZÓN

Hay historias que alguien debería contar. Desembarazarse de toda complacencia para narrarlas. Con

un lenguaje corroído por la más increíble desconfianza, hacia las palabras amistosas de los parientes, de los

transeúntes, hacia sí mismo.

En el colegio de los jesuítas casi todos tenían un diario. El diario era un padre de letra temblorosa y

azul que escribía en las noches, con nuestra propia mano. Cierta tarde de niño obediente en un bazar,

alumnos menores jugaron durante una hora a esconderle la mercancía de su cajón de ventas, riendo de su

notaria confusión. Sólo quería golpearlos y hacerlos rodar a patadas y a estrujones por las tribunas de

cemento, pero aquella noche escribió orgulloso en el diario: “ Me contuve” .

El modelo a seguir durante aquellos años, ya que no mi prade, arruinado por motivos inexplicables,

para mí y para mis otros hermanos, era nuestro hermano mayor. Esto no está escrito contra él, sino contra

los que lo rodearon, contra nosotros.

Desde los primeros años de colegio, mi hermano había ganado las medallas de fin de curso, y era para

mi madre, reconcentrado, oscuro en las cejas y en el pelo ordenado y vivo, sobre el idílico escenario con el

pecho manchado de brillos intangibles, todo un orgullo. Así hasta cuando apareció un alumno nuevo,

menudo y de anchas gafas de carey, intensamente blanco y de un rostro pulido, genial, práctico, haciendo

sonar su nombre antes que todos en las lecturas de notas de fin de mes.

Durante las horas de recreo ambos permanecían paseándose por los corredores superiores con un

libro abierto en las manos, y pateaban sin darse cuenta el brillo de las baldosas, nostalgia de la luz al aire

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compañeros sin saberlo, escribían sin vergüenza en el diario: “ Yo quiero ser mi propio Napoleón: dominarme

como él dominó a Europa” .

Vinieron los dolores de cabeza, el injusto insomnio a los 17 años, las preocupaciones de familia, los

mareos en la capilla como una jovencita. Era una guerra ambiciosa en la que uno de los dos moría

lentamente. Luego llegó la meningitis, y mi hermano tuvo meses tranquilos, de flotantes lecturas de joven

frívolo, de largos paseos por calles vacías de estudiantes.

Al fin pudo continuar su último año, y fue de nuevo el primero. El ciclo inicial de la ambición había sido

cerrado. La inteligencia era de nuevo el padre de la casa; el verdadero padre. Cuando así pasa, no se

sospecha cuántas cosas quedan por fuera. Cómo asciende la vida inútilmente ante los ojos como un vapor

de asfalto mojado que recién se calienta. Y la pendiente subía. Al segundo año de universidad le fue

concedida una beca. Al terminar el curso de ingles en Ohio, sus altas notas le permitieron ser asignado,

entre mucho, a Harvard. Su trayectoria era brillante como el bisel de un auto. Otros continúan así,

distraídos. Y su fría inteligencia es impune.

Pero para él volvía la meningitis, el insomnio que deambula por la casa vacía y mira a través de las

ventanas fragmentos imposibles de calles rociadas de lámparas. El ruido de un auto distante, el silbato del

celador, la tos indiferente de un hermano desde su habitación, espantan como la nostalgia de algo remoto. A

la mañana siguiente se anda entre hombres, livianamente hombres, pero ya cualquier gesto es molestamente

humano.

El corazón educado en el vacío durante años por una galería interminable de maestros y parientes,

ahora se ensancha y se enamora del vacío. Como una película familiar que nuestro padre devuelve en la

penumbra, las cosas marchan hacia atrás, el muchacho lanzado al suelo asciende al muro, las cosas marchan

negándose, repudiándose una a una. Así mi hermano, de cejas reconcentradas y pelo vivo, volvió a casa a

pasar diez años sin amigos, en una casi noche de ánimo indiferente hacia los demás, y estrictas cuentas para

consigo.

El resplandor de su inteligencia permanece intacto en la familia, en espera del día en que despierte.

Pero ahora es inútil. La experiencia del niño lobo arrojado al bosque se repite, los parientes disfrutan los

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Las historias del colegio de hace quince o veinte años no son alegres. Ningún objeto permanece en la

memoria – el aliento de un profesor, un pasamanos de madera con costras de barniz, os tejados ondulados

vistos desde una ventana, “ las huellas del auto del director inscritas en la tierra” - que no merezca repudio.

La exaltación de la ambiciosa inteligencia de nada sirve al cabo de los años. A los treinta y cuatro años

quieres detenerte para verlo todo “ sin rencor, sin malicia” y ya marchas veloz hacia atrás.

He discutido con mi hermano menor sobre “ Otra” inteligencia. No he podido explicarle gran cosa. Le

he hablado al fin de nuestros viajes en pick-up, en la noche, hacia la costa. O de mis viajes en bus, a media

noche, pegado al enorme y bello parabrisas, cerca al chofer: las luces bajas iluminan la franca blanca de

cemento, y a ambos lados matorrales, maleza, la tierra roja, tajada. De pronto un cambio las alarga, y se ve

lo que antes queda en la sombra, se ve la línea de la carretera y pastos y arbustos, y los matorrales

acompañados de otros matorrales festivos, que suben una leve pendiente, hacia su reino. Este cambio de

luces es la poesía. Pero no; es más que eso. Es únicamente eso: las luces bajas y las luces altas.

EL LENGUAJE DE LA PISCINA

Dentro de algunos años, quizás no muchos para verlo, mejor, para oírlo, iremos a ver un cine hecho por

jóvenes, poetas desde la punta de los pies a la cabeza, y escucharemos, allí en la pantalla, todo lo que ahora

oímos sin prestarle atención: canciones de escuela, ruidos de patio, declaraciones de novios en los barrios,

pronunciaciones llenas de tics de los profesores de colegio, las calles empinadas de los suburbios recorridas

a las seis por un murmullo alegre que va azulándose... Y, sobre todo, la deliciosa dicción de las muchachas

del servicio, un dicción de tierras bajas, costeña...

Toda es región de palabras y sonidos que son ahora tierra muda.

Hace algunos meses, al oriente de la ciudad, conocimos unos maravillosos niños ciegos de ocho a doce

años que son como los “ chayules” . A la cambiante luz del día, contra ella, ellos ven sombras, cuerpos que

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brailer, la luz entra generosa por cuatro ventanales altos de doble hoja, una luz siempre verde, contaminada

de los “ Casco-vacas” que crecen densos rozando el edificio.

Cierta tarde, paseándome discretamente por los corredores de la casa, escuché un diálogo entre dos

ciegos casi adultos, recostados contra un muro naranja. Uno preguntaba al otro, como quien se decide a

confiar una punzante preocupación: “ ¿vos qué pensás de la música caliente? La gente la oye mucho. Pero,

decime ¿es verdad una música importante?” . El otro contestaba, dudando, que realmente lo ignoraba.

Estaban las puntas de los codos tocándose, ocultos entre enormes helechos. Era un diálogo cómico, pero

emocionante creo yo, preguntándose con ese imperceptible tono original de quien no sabe aún todas las

cosas.

Pero quiero recordar además otro diálogo, hablar del lenguaje de la piscina. Una mañana a la semana,

los niños tienen una hora de piscina. Bajan en pantaloneta desde las habitaciones, se duchan en masa

chocándose unos con otros y, embelesados por los helados reflejos que llegan en algunos, lentos, hasta el

oscuro cerebro, guiados por la fría escalerilla, entran al agua poco profunda. Van tomados de la mano,

conversando como parejas de esposos que se abren paso por el espeso aire de un viejo parque. Van

conversando acaloradamente como si discutieran. Pero no discuten.

De pronto se detienen frente a un borde. El agua azul envuelve los cuerpo hasta las tetillas. Y allí

tienen una loca conversación.

- Tú gritas cuando me hunda: ¡Tiren el polvo Mexana pa´ arriba!

-No, grita tú primero y yo me hundo.

-No, decí: ¡Tiren el polvo Mexana pa´ rriba! Yo oigo debajo del agua...

en un juego loco, que al fin ambos equitativamente realizan. Se gritan una frase enigmática que tal vez

revela la vida de los dormitorios, la vida de los buenos y los malos olores que dividen su territorio

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Algún día, pienso, escucharemos en la pantalla las palabras menores. El ronroneo delos camiones que

marchan por la autopista hacia la costa, las luces amarillas que avanzan hablándose en voz alta.

LAS LEJANAS LECCIONES

Afuera había un silencio de metal sonoro que nadie se atrevía a tocar. Una luz de vacaciones fluía

desde las pestañas de la persiana y flotaba por encima de mí. Sobre el techo blanco recién pintado, como en

un teatrillo personal, se posaba un esqueleto de sol, unas líneas temblorosas que anunciaban los días

excitados de un niño.

Luego, como un castigo, vinieron los días de colegio. Y vinieron especialmente las tardes. El salón

tenía un ambicioso ventanal cuadriculado a través del cual veíamos el patio embreado y el aire retorcido

como en una gasolinera. Y en la pared opuesta, al occidente, había sólo dos rendijas angostas. Hacia las

cuatro caían dos rayos de sol desde lo alto de las rendijas a la penumbra del salón, y hacían conos de luz de

límites precisos, en donde entraban y salían pelucitas que a simple vista eran invisibles. Algún compañero

dela última hilera metía por descuido su cabeza que flotaba en un tiempo muerto, y su pelo pajizo al contacto

de la luz enrojecía como la hermosa caja de un violín.

Eran las lecciones del traslúcido maestro sentado en flor de loto en la cúspide los seis años.

Dos años más tarde vinieron viajes en redondo, interminables. La ventana se había reducido, no se

veían a través de ella ni muchachos, ni árboles. Me calaba una careta de inmersión como un tubo de plástico

que permitía respirar, y desde las primeras horas de la tarde, como un hombre que sen encierra en el

armario, se sumergía en la pileta del patio, de escasos dos metros de superficie, y veía sólo baldosines,

ángulos, rincones y el espacio sin nada resplandecía como un objeto malicioso. Cada media hora emergía y

volvían entonces, poco a poco, como un cosquilleo, los ruidos habituales, voces de mis hermanos, el martilleo

apagado de una máquina de escribir, el viento haciendo vibrar una persiana, los optimistas motores de los

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Luego fueron las lecciones del pick-up de mi padre. Premio a la morosa adolescencia, mi padre decidía

invitarnos a viajar. Como una carga que transporta sus propios pensamientos, desdeñábamos la cabina y

viajábamos dormitado sobre colchones en la parte trasera. Tres niños que viajan hacia un hospital remoto,

mis hermanos y yo nos tumbábamos de espaldas, metidos a soñar un vieja a través de la ciudad en plena

noche. Atravesando un blanco incendio forestal de lámparas y prados vacíos, oíamos abajo girar la espiga

del motor, y viniendo como una ola que no termina de caer, el roce de las llantas traseras.

Entonces nos acomodábamos para mirar: a ambos lados la carpa había sido echada, y sólo quedaba

sin cubrir el recuadro perfectamente abierto de la parte trasera. En ese cuadrado líquido de aire nocturno

las cosas entraban como una mano que saluda. Primero eran las cabezas tontas de las lámparas y las

cabezas ausentes de los avisos luminosos, anunciando para nadie. Un carro pequeño de capota blanca

aparecía a varias cuadras, pero de pronto avivaba los faroles y doblaba una esquina hacia una callejuela

desconocida. En alguna calle, sobre el asfalto azuloso, veíamos flores inexplicables que al poco se disolvían

en la luz, y al alejarnos aparecía en el cuadro el árbol inocente oprimido bajo el cielo negro.

Luego el cuadrado se oscurecía durante horas, se empobrecía como la ventana de una casa que mira a

un baldío, y entonces dormitábamos. El corazón de un gato yacía debajo de nosotros.

Al amanecer el recuadro despertaba sobresaltado. Las curvas de la carretera o hacían caprichoso, y

poco a poco se hacían visibles copas de árboles nubes sobre fragmentos de montañas, grupos de no vi los

pastando, la misma carretera en línea recta levantando espejismos. De pronto aparecía un vivaz incendio de

polvo blanco, que un poco más allá veíamos caer desmenuzado.

Alguno de nosotros se atrevía a sacar la cabeza y mirar por encima de la capota del pick-up. Su

sombrero se volaba de golpe hacia atrás. Gritábamos hasta que nuestro padre se detenía. Un punto negro

inmóvil esperaba hacía infinito tiempo lejos de nosotros. El responsable echaba a correr torpemente como si

cojeara. Lo veíamos acercarse al punto negro, agacharse, volver hacia nosotros, saltar dentro, y entonces

desaparecía del recuadro. A través del vidrios hacíamos testos optimistas y distorsionados a la cabina

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En aquel tiempo, el mundo era inconstante y voluble como una novia infantil. Discontinuo como si

alguien voluntarioso cerrara los ojos a intervalos dentro de uno, alguien rencoroso, alguien tal vez

aterrorizado.

LAS CORRECCIONES DEL CIELO

Antes de atardecer leí en un libro un consejo extraño: “ Las mejores condiciones para salir del cuerpo se

dan en el verano” . Y la tarde era realmente muy azul. Pero yo estaba mortificado en mi cuerpo como el té

pálido que una señora revuelve inclemente mientras conversa.

Cuando anochecía vino un amigo a interrumpirme. Quería llevarme a donde un conocido suyo, muy

joven, que leía las cartas y la ceniza del tabaco. Necesitaba salir. El bus iluminaba a lado y lado los bajo

matorrales. Decía al jadear. “ ¡Miren este estúpido reino de malezas!” .

El adivino era un muchacho sin ningún rasgo especial, excepto una flacura desusada, consciente, que

llevaba como un traje que se pule. Se había hecho adivino por la misma necesidad por la que alguien

aprende en revistas una lección elemental para arreglar el radio de la hermana o instalar una lámpara sobre

el escritorio. A los quince años, comido por el acné, poco le había servido la religión para conciliar las

salvajes discordias de familia. Preocupación de un muchacho alterado hasta el frío, preocupaciones que

gastan los días de ocio

Ahora era un brujo de magia blanca e veinte años, que sabía técnicas para equilibrar las fuerzas de la

casa. Un muchacho magníficamente nervioso, que después de haber aprendido a llevar el balón veloz entre

los pies, se abstraía en manejar un viejo camión de la familia, la volqueta de su abuelo muy digno y muy

lejano llamado espíritu.

La lectura que hizo de la ceniza fue rápida y esquemática. Lo aburría averiguar el futuro de los demás,

con quienes a lo mejor no volvería a verse. “ Ahora sólo me divierte adivinarme el mío. Lo importante no es

saber lo que va a pasarle a uno, dentro de días o años. Lo que nos ocurre a todos es casi siempre lo mismo.

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