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De dónde viene la reputación y cómo puede cambiar la suya

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Marshall Goldsmith

Experto en desarrollo profesional y formación para directivos, y autor, entre otros, de What Got You Here Won’t Get You There.

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¿

Qué es la reputación? La reputación es lo que obte-nemos cuando sumamos lo que somos y lo que he-mos hecho y arrojahe-mos el resultado de esta suma al mundo para ver cómo responden los demás. Nuestra reputación es el reconocimiento –o el rechazo– de nues-tra identidad y nuestros logros. En unas ocasiones esta-remos de acuerdo con la opinión del mundo, en otras, no. Sea como sea, no podemos crear nuestra reputación nosotros solos: el resto del mundo, por definición, siem-pre tiene algo que decir al respecto.

Además, aunque tenemos una visión bastante clara de lo que pensamos de otras personas, es posible que no sepamos lo que piensan los demás de nosotros. Pue-de que no tengamos iPue-dea Pue-de lo que otros dicen Pue-de noso-tros a nuestras espaldas y, por tanto, no tengamos opor-tunidad de corregir las falsedades (si no están en lo cier-to) o de modificar nuestros comportamientos (si lo es-tán). No contamos con la suficiente información para hacer mucho sobre nuestra reputación, de modo que la ignoramos.

Cuando empiezo a preparar a un directivo, lo prime-ro que hago es llevar a cabo un ejercició de feedback de 360 grados sobre su conducta en el puesto de trabajo; en algunos casos, se trata de la primera ocasión en la que el directivo ha sido “evaluado” por personas en ni-veles inferiores al suyo y no por otras situadas en esca-lones superiores de la jerarquía de la organización. En-trevisto de quince a veinte colegas y subordinados direc-tos, a continuación tabulo los comentarios y preparo un informe con los resultados. En algunos pocos casos, buena parte de lo que descubro resulta ser una novedad para el directivo, que expresará una sorpresa absoluta y después articulará alguna variación de: “¿De veras creen que soy... [llene el espacio en blanco]?”.

Se trata de personas inteligentes, prósperas y motiva-das. Han alcanzado su increíble posición en la vida sin-tonizando con lo que otras personas opinan de ellas y adaptando meticulosamente su conducta en consecuen-cia. Y, con todo, una evaluación de su reputación por parte de sus colegas suele abrirles los ojos.

¿prefiere la inteligencia o la eficiencia?

He tardado un tiempo en averiguar por qué tantos de nosotros no prestamos atención a nuestra reputación. No es que no nos importe. Nos importa mucho. Lo que ocurre es que confundimos nuestra necesidad de con-siderarnos inteligentes con la de que nos consideren efi-cientes. Se trata de dos cosas diferentes y una suele so-focar a la otra.

Uno de los impulsos más negativos entre las perso-nas de éxito es nuestra abrumadora necesidad de de-mostrar lo inteligentes que somos. Nos ha sido incul-cada desde nuestros primeros días de escuela, cuando nos evalúan y nos clasifican y nos representan en cam-panas de Gauss en un proceso de criba que separa al alumno medio del inteligente, y a éste del superinteli-gente. El proceso continua en el instituto y en la uni-versidad, donde todavía está más enraizado porque la competencia por ser inteligente, de pronto, acarrea con-secuencias para toda la vida. Y seguimos con esta com-petencia en el centro de trabajo, aunque nuestros “bo-letines de calificaciones” ahora vienen en forma de as-censos, pagas y alabanzas, en lugar de percentiles so-bre los resultados de los exámenes. Queremos que nuestros jefes y nuestros colegas admiren nuestra ca-pacidad mental.

Sin embargo, la necesidad de ser la persona más in-teligente de la sala puede llevar a una conducta increí-blemente estúpida. Conduce a discusiones tontas en las que combatimos para demostrar que tenemos razón y que es otro quien se equivoca. Éste el motivo que hace que tengamos la necesidad de decirle a alguien que es-tá compartiendo información valiosa con nosotros que “ya lo sabíamos”. Es el motivo de que luchemos para de-fender una opinión o una decisión que ha dejado de ser bien recibida. Es el motivo de que los jefes no puedan resistirse a mejorar la idea de un subordinado diciéndo-le: “Es genial, pero sería aún mejor si...”. Francamente, es uno de los motivos por los que tantos de nosotros no sabemos escuchar: nos interesa tanto presentarnos a

La reputación –la suya y la de cualquier otra persona– no se conforma de un día para

otro. Del mismo modo que un único acontecimiento no puede configurar su

reputación, un único gesto correctivo tampoco puede reformarla. es necesaria una

secuencia de acciones coherentes y similares para empezar el proceso de

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nosotros mismos como inteligentes, que creemos que no necesitamos escuchar lo que nos dicen; somos lo bastante listos como para desconectarnos de los demás y, aun así, tener éxito.

No todo el mundo se comporta de esta manera. Exis-ten personas dispuestas a sacrificar la necesidad pasa-jera de ser inteligentes por la sensación, más valiosa, de ser eficientes, o entregar las cosas a tiempo, o hacer que aflore lo mejor de los demás, o encontrar la vía más sim-ple para solucionar un problema.

Piense, por ejemplo, que es usted un ingeniero de diseño que está desarrollando un producto para su em-presa. Los ingenieros se enfrentan constantemente a la opción de construir algo brillante o diseñar algo prác-tico. En este caso, usted puede proponer una solución elegante que será rechazada por la empresa (debido a los costes, las dificultades de producción o cualquier otra causa) o una solución un 20% peor, pero que será aceptada. ¿Cuál de ellas prefiere? ¿Quiere ser conocido como alguien que construye objetos elegantes que nun-ca llegan a fabrinun-carse o como alguien que proporciona soluciones prácticas que siempre se materializan? No existe una respuesta correcta. Algunas personas no comprometerán su talento o sus principios para ser más eficientes, otras sí.

Lo que quiero sugerir es que no deberíamos enten-der estas decisiones en términos de compromiso. Esto implica una opción poco auténtica, algo que no es fiel a nuestras creencias y nuestros objetivos. Por el

contra-rio, me gustaría plantear que estas opciones son más fáciles de entender y de adoptar si tenemos una idea más clara de la reputación que nos estamos intentando construir.

Personalmente, estoy en una posición en mi carrera profesional en la que puedo hacer muchas cosas para configurar mi reputación. Escribo libros, artículos y en-tradas en blogs, además de ofrecer charlas y entrevistas, y todo ello me permite transmitir un mensaje

medita-do de la reputación que deseo generar. También expre-so claramente cómo quiero que sea mi reputación: quie-ro que los demás me vean como alguien muy eficiente que ayuda a los líderes de éxito a conseguir un cambio positivo y duradero en su conducta. No sólo quiero ser bueno en mi campo. Quiero tener la reputación de ser uno de los mejores. Y no tengo mucho margen de error para que se me considere como uno de los mejores.

En parte debido al objetivo que me he fijado para mi reputación, muchas decisiones de mi carrera se reducen a la siguiente pregunta: ¿me hará parecer más inteligen-te o me hará ser más eficieninteligen-te? Siempre voto por la efi-ciencia. No espero ser conocido como la persona más in-teligente con la teoría más sofisticada para ayudar a cam-biar a las personas. Quiero que se me conozca como un tipo eficiente al ayudar a las personas a cambiar.

Por ejemplo, hace muchos años me pidieron que tra-bajara personalmente con un alto cargo de una de las empresas más grandes y admiradas del mundo. Había trabajado en organizaciones bastante grandes con ante-rioridad, pero éste era, con diferencia, el proyecto más amplio y prestigioso de mi vida. Las personas con las que trabajaría me situarían en un nivel totalmente nue-vo. El hecho de que una empresa de referencia me lla-mara a mí y no a otro formador no sólo era halagador, sino que también era prueba de que me estaba acercan-do a mi reputación objetivo. El directivo en cuestión era un sabelotodo arrogante, inteligente, motivado, con un elevado rendimiento, que cumplía los presupuestos y que se había aproximado a la cúpula de la pirámide cor-porativa a pesar de graves fallos interpersonales. Era el responsable de la división más rentable de la empresa, lo que debería haberlo convertido en uno de sus profe-sionales más valiosos y el primero en la línea de suce-sión del consejero delegado. Mi tarea consistía en ver si era posible suavizar algunas de las aristas más ásperas de su conducta.

Llevé a cabo mis entrevistas habituales de feedback de 360 grados con los colegas del directivo. Mi explicación de los resultados se encontró con un brusco rechazo y, dijera lo que dijera, ese hombre jamás aceptaría que de-bía cambiar. Simplemente, no le importaba.

Yo podía elegir: ¿aceptaba el trabajo o me iba? Una parte de mí –la que quería que los altos cargos de la em-presa pensaran que yo era lo bastante inteligente como para codearme con ellos– se sentía tentada a aceptarlo. El éxito sería una posibilidad muy remota, pero me de-cía a mí mismo que sin riesgo no hay recompensa.

Otra parte de mí –la que vigilaba los objetivos que ha-bía fijado para mi reputación– saha-bía que me estaría lan-zando al vacío si trabajaba con ese directivo imposible.

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La reputación es lo que

obtenemos cuando sumamos

lo que somos y lo que hemos

hecho y arrojamos el resultado

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Si no podía ayudarlo a cambiar fracasaría en mi trabajo y esto, a su vez, me etiquetaría como ineficiente. Al fi-nal me fui, pero no sin explicar mis motivos al conseje-ro delegado. Resultado: aunque abandonar el trabajo po-dría haber implicado que yo no estaba a la altura de la tarea, resultó ser un buen movimiento

(posteriormen-te, la empresa despidió al directivo y el consejero dele-gado me elogió por haber tenido el valor de no aceptar un trabajo potencialmente lucrativo).

¿Inteligencia o eficiencia? Cuando tenemos que ele-gir y nuestra reputación está en juego, optar por la últi-ma puede, de hecho, consolidar la primera. Recuerde esta distinción entre inteligencia y eficiencia la próxima vez que se enfrente a una decisión en su carrera profe-sional. Muchos de nosotros, como ya he mencionado, no tenemos ni idea acerca de nuestras reputaciones, de modo que tiene sentido que aún menos de nosotros pensemos en el impacto a largo plazo en nuestra repu-tación de una decisión. Por el contrario, pensamos en las necesidades a corto plazo: ¿Acaso mi elección “lleva las cosas a otro nivel”, o me hace parecer más proactivo, o hace que me quite al jefe de encima, o aporta dinero rápido o hace que parezca que estoy adelantando a mis colegas? Todas ellas son variaciones de la misma pre-gunta: “¿Soy lo bastante inteligente?” no es la misma pregunta que: “¿Aumenta esta opción mi reputación a largo plazo o la disminuye?”.

expectativas y reputaciones

La mayoría de nosotros separamos el carácter de la re-putación. Definimos nuestro carácter como “lo que real-mente somos” y nuestra reputación como “lo que los demás creen que somos”. En situaciones en las que la valoración de los demás difiere de la nuestra, general-mente caracterizamos esta evaluación como “errónea”. Es necesario tener valor para darse cuenta de que, en

al-gunos casos, la opinión que los demás tienen de noso-tros puede ser tan correcta como nuestra propia visión de nosotros mismos –o incluso más–.

Por supuesto, no siempre tenemos una comprensión acertada de lo que los demás piensan en realidad de no-sotros. Normalmente, las opiniones negativas suelen permanecer sin expresar y no se comparten (de acuer-do con la educada teoría que afirma que “si no podemos decir algo agradable, mejor no decir nada en absoluto”), lo cual impide que conozcamos las múltiples maneras en las que la desinformación y las malas interpretacio-nes pueden estar configurando nuestra repu tación.

En primer lugar, al formarse una opinión sobre no-sotros, los demás suelen aplicar sus propias agendas a cualquier interpretación de nuestras acciones. Si hace-mos algo que les afecta de una manera negativa –por muy adecuado que sea, por buenas intenciones que ten-gamos o por mucho bien que vayamos a hacer– ese im-pacto negativo teñirá la opinión que tengan sobre nues-tras acciones. ¿Ha intentado usted alguna vez ayudar a alguien sólo para que sus esfuerzos acaben provocando resentimiento o sean malinterpretados por la persona a quien intentaba ayudar? Por ejemplo, usted invita a un colega a que se una a su equipo en un proyecto, pensan-do que a él o a ella les gustará tener la oportunidad de trabajar en algo diferente; sin embargo, es posible que el objeto de su amable atención piense que a usted se le está acumulando el trabajo o que planea que lo haga él o ella. En realidad, lo que usted pretendía que fuera una ayuda auténtica termina siendo una intrusión.

Si pudiéramos predecir con certeza cómo responde-rán los demás a nuestras acciones, nunca tendríamos que disculparnos diciendo: “Sólo intentaba ayudar”.

La aceptación por parte de los demás de las creencias generales sobre nosotros –a través de lo que han oído o de lo que han observado casualmente de primera ma-no– también distorsiona la percepción de nuestras ac-ciones, actuando como un filtro a través del cual las in-terpretan. Esto no es algo necesariamente negativo, tam-bién puede actuar a nuestro favor: si está usted en cual-quier foro público donde se le percibe como la voz más autorizada en un tema concreto, los demás participan-tes le dispensarán un mayor nivel de deferencia, por dis-paratados o descaminados que resulten sus comenta-rios –al menos, inicialmente–. Continúe hilvanando va-rios comentava-rios estúpidos en serie e incluso la persona menos experta de la sala empezará a cuestionar su au-toridad percibida.

Lo contrario también es cierto. Si los demás han oí-do cosas negativas sobre usted, estarán buscanoí-do seña-les de una conducta negativa. Aunque usted no cumpla

Lo que ocurre es que

confundimos nuestra

necesidad de considerarnos

inteligentes con la de que nos

consideren eficientes; se trata

de dos cosas diferentes y una

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esas bajas expectativas, asignarán un signo negativo a una conducta que, de lo contrario, excusarían en al-guien con una reputación más positiva. Si la gente ha oído que usted es una persona difícil, ése es el prisma a través del cual interpretarán sus acciones. Puede que usted esté en una reunión pensando que participa en un saludable –y muy necesario– debate sobre una de-cisión, mientras que los demás asistentes a la reunión, predispuestos a verle como una persona difícil, asien-ten indulgentemente con la cabeza pensando: “Menu-do imbécil”.

Estos matices de la dinámica interpersonal –en su mayor parte, las ideas preconcebidas de los demás– con-tribuyen a modelar nuestra reputación. En pequeñas dosis, su impacto es limitado. Si con el tiempo permiti-mos que se acumulen sin verificarlos –por nuestra ig-norancia o descuido– inevitablemente se convierten una “realidad” que debemos afrontar.

Entonces debemos enfrentarnos a la pregunta del mi-llón de dólares: ¿podemos configurar o cambiar nuestra reputación?

La respuesta breve es “sí”, pero no resulta fácil y se necesita tiempo. Lo primero que debemos saber es que nuestra reputación rara vez se forma en un úni-co evento catastrófiúni-co (en realidad, las personas per-donan con facilidad). Si cometemos un gran fallo, los demás lo notarán, pero a menudo no dejarán que ese incidente nos etiquete permanentemente. Recuerdo a un amigo del sector del ocio y entretenimiento que hizo una gran apuesta en un proyecto con una estre-lla de televisión, que implicaba la inversión de muchos millones. El proyecto resultó un fracaso y toda la in-versión se fue al traste. Sus conocidos pensaban que nuestro amigo estaba condenado: su reputación que-daría empañada para siempre.

Sin embargo, finalmente no fue así. Al principio, los demás sintieron lástima por él. Después, la nostalgia fue ganando terreno; la gente empezaba a bromear so-bre su épico fracaso del mismo modo que las familias bromean uno o dos años después sobre unas vacacio-nes desastrosas que en ese momento fueron cualquier cosa menos divertidas. Finalmente, y de manera ines-perada, todo aquel episodio dio un impulso favorable a su reputación. Dentro de la empresa empezó a ser con-siderado como un valiente espadachín, alguien sin te-mor a intentar conseguir lo imposible, mientras otros iban anotando puntos de uno en uno o de dos en dos. Se sentía cómodo “jugando en las grandes ligas”. No pa-só mucho tiempo antes de que su catástrofe fuera per-cibida como una gran apuesta que, simplemente, no sa-lió bien.

Paradójicamente, las personas pueden ser menos ge-nerosas después de un acontecimiento triunfal único. Si hacemos algo genial al principio –de nuestra carrera profesional o en un trabajo nuevo– los demás lo relacio-narán con nuestra reputación emergente, pero estarán vigilando para ver si somos capaces de repetir el éxito. Si nos quedamos cortos, pensarán que nuestro éxito fue fortuito. Así es como se forman las reputaciones a par-tir de un único éxito inicial.

repita conmigo

Las reputaciones se forman mediante una secuencia de acciones que se parecen unas a las otras. Cuando los demás ven un patrón, empiezan a crear nuestra repu-tación.

Por ejemplo, un día nos piden que hagamos una pre-sentación en una reunión. Puede que hablar en público sea uno de los mayores miedos de muchos adultos, pe-ro nos las arreglamos para evitar sofocarnos o venirnos abajo. Ofrecemos una gran presentación y emergemos mágicamente como alguien que puede plantarse ante el público y tener autoridad, ser elocuente y comportar-se como un entendido en el tema. Todos los participan-tes están impresionados. No conocían esta faceta nues-tra. Dicho esto, en realidad ése no es el momento en el que empieza a tomar forma nuestra reputación como grandes oradores en público, pero se ha plantado una semilla en las mentes de los asistentes. Si repetimos nuestra actuación otra vez, y otra, y otra, nuestra repu-tación de buenos oradores se consolidará.

Las reputaciones negativas se forman de la misma manera lenta e incremental. Digamos que es usted un joven director que se enfrenta a su primera gran crisis

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en el trabajo. Puede reaccionar con equilibrio o con pá-nico, con claridad o con confusión, con agresividad o con pasividad. Usted decide. En este caso, no se distinguirá como líder; si mete la pata, su grupo recibe el golpe. Afor-tunadamente para usted, éste no es el momento en el que se forma su reputación como alguien que no puede soportar la presión. Es demasiado pronto para ello. Sin embargo, de nuevo, se ha sembrado la semilla, y los de-más están observando, esperando a que se repita la

ac-tuación. Sólo cuando usted demuestre su ineficiencia en otra crisis, y después en otra, tomará forma su reputa-ción de mostrar debilidad en momentos de presión.

Lo realmente asombroso de esto es lo poco que pen-samos en el poder de las conductas repetidas en nues-tras acciones. Siempre lo observamos en los demás, buscamos patrones en cómo nos responden, igual que un jugador de póquer busca pistas en los gestos del res-to de jugadores. Si usted es vendedor, se trata de saber, tras muchos tratos con un cliente, que siempre compra si le dice que alguien más está interesado. Si es usted directivo, se trata de saber, después de varias experien-cias, que su asistente responde a los sarcasmos con lá-grimas. Si es usted asistente, se trata de darse cuenta, tras varias explosiones de ira, de que no hay que plan-tear un problema al jefe hasta que se haya tomado el café de la mañana.

Somos listos, despiertos y en ocasiones intuitivos en las “minirreputaciones” que asignamos a las personas con las que trabajamos. Sin embargo, rara vez aplica-mos esta intuición a nosotros misaplica-mos. Probablemente, el cliente que jadea como un perro ansioso cuando se entera de que otros están interesados en el mismo acuer-do no sea consciente de ello; si lo fuera, cambiaría su forma de actuar. De modo similar, el jefe que necesita

café para calmarse al empezar la jornada probablemen-te ignora que su asisprobablemen-tenprobablemen-te le está “dirigiendo”.

Puesto que no llevamos un seguimiento de nuestras conductas repetidas, nunca vemos los patrones que otros ven. Éstos son precisamente los patrones que con-figuran nuestra reputación, y, con todo, no los tenemos muy en cuenta, como ocurre con nuestra reputación. Puede que sienta usted cierto impulso a desafiar esta controversia, pero, ¿cuándo fue la última vez que reali-zó su propia evaluación de conducta y registró, literal-mente, sus “actuaciones repetidas”, tanto las buenas co-mo las malas? Si en seis ocasiones a lo largo del año ha propuesto una gran idea universalmente reconocida en una reunión, ¿ha analizado esos seis momentos para medir el impacto que han tenido en su reputación co-mo “persona de grandes ideas”? ¿Sabe siquiera si tiene usted esa reputación, aunque íntimamente crea que la merece?

En mi experiencia, pocos de nosotros realizamos es-te tipo de análisis. Estamos demasiado ocupados avan-zando, afrontando los desafíos inmediatos, como para volver atrás en busca de patrones que son tan obvios pa-ra los demás.

cómo cambiar nuestra reputación

La reputación –la suya y la de cualquier otra persona– no se conforma de un día para otro. Del mismo modo que un único acontecimiento no puede configurar su reputación, un único gesto correctivo tampoco puede reformarla. Es necesaria una secuencia de acciones co-herentes y similares para empezar el proceso de recons-trucción.

Puede hacerse, pero requiere un conocimiento per-sonal profundo y, por encima de todo, disciplina. Cuan-do empiezo a trabajar personalmente con clientes para cambiar su conducta, quieren resultados instantáneos. Si su problema es, por ejemplo, que hacen comentarios sarcásticos, dan por supuesto que pueden dejar de pro-ferir sarcasmos de la noche a la mañana y que sus cole-gas les aplaudirán instantáneamente por ello. Sin em-bargo, esto no funciona así. La impresión negativa de los demás se ha formado durante un período de meses o años y necesitarán ver un largo tiempo de conducta no sarcástica para eliminar esa impresión.

Si es usted conocido como un jefe sarcástico, debe morderse la lengua durante mucho tiempo para que los demás reconozcan el cambio y empiecen a aceptar su nueva personalidad. Puede pasar semanas sin desviar-se de edesviar-se camino, pero con una sola aparición de su an-tiguo yo sarcástico es posible que los demás olviden por

Nos interesa tanto

presentarnos a nosotros

mismos como inteligentes

que creemos que no

necesitamos escuchar lo que

nos dicen; somos lo bastante

listos como para

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completo que había cambiado. Lo mismo ocurre con cualquier reputación. Es necesario que seamos coheren-tes en el modo en el que nos presentamos hasta el pun-to de que no nos preocupe ser culpables de repetirnos. Si abandonamos esta continuidad, los demás se senti-rán confundidos. La reputación que intentamos crear quedará empañada por las evidencias contradictorias y, en última instancia, perderá el enfoque.

Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando están en campaña, su primer objetivo es fijar un mensaje que luego repiten hasta la saciedad. A esto se refieren los es-trategas políticos cuando alaban a su candidato por “mantenerse en el mensaje”. Es la única manera de que los que buscan un cargo puedan establecer qué defien-den y, por extensión, su reputación. A pesar de que soy reticente a citar cualquier táctica política como ejemplo de modelo de conducta, he llegado a respetar la de man-tenerse en el mensaje. Explico a mis clientes que se tra-ta de la forma más fácil y eficaz de controlar la impre-sión que intentamos causar y mantenerla. Echemos un vistazo a nuestro alrededor en el trabajo: ¿quiénes son nuestros compañeros con reputación clara y positiva, y qué hacen para conseguir esta posición envidiable? No tendremos que sondear muy profundamente para ver que la coherencia de su mensaje suele ser su virtud prin-cipal. Sin esa coherencia, nunca veríamos el patrón que están creando. Y es más que probable que esta coheren-cia no sea accidental, sino que es algo que han elegido y han articulado para ellos mismos.

A mí solía asombrarme la historia de un directivo que llegó a los puestos más altos de su empresa trabajando sólo entre las 8:30 y las 5:30. Bill nunca se quedaba a ha-cer horas extra ni trabajaba los fines de semana. Al en-trar en la empresa decidió que para él su familia era más importante que su trabajo, de modo que se fijó el obje-tivo personal de estar siempre en casa a la hora de ce-nar, lo que implicaba que, a pesar de ser tan ambicioso como el que más, tenía que hacer todo su trabajo den-tro del horario normal. Y, con todo, sus resultados eran excelentes, todos aquéllos con los que trabajaba le ad-miraban, lo que en cierto modo explicaba su ascenso en la empresa. Sin embargo, no lo explicaba todo.

“¿Cómo lo consiguió?”, le pregunté.

“Siempre supe que mi familia era lo primero –res-pondió Bill–, de modo que juré que no sería una de esas personas a las que les encantan los rumores de oficina o necesitan demostrar que están al corriente de todas las intrigas de la empresa. Pensé que si podía eliminar todo aquello de mi jornada de trabajo (las conversacio-nes telefónicas sin trascendencia, las distraccioconversacio-nes jun-to a la máquina de agua, la cerveza después del trabajo,

las sesiones improvisadas para quejarse sobre la alta di-rección) tendría mucho tiempo cada día. Podía hacer mi trabajo y llegar a casa a una hora normal. Y mantuve mi juramento”.

“Sin embargo, es curioso –continuó–. Al principio, yo era el bicho raro de la empresa. Era competente y obte-nía buenas evaluaciones de rendimiento. Los demás me veían aburrido, sencillo, un Ward Cleaver último mode-lo. Lo único que me faltaba era el cárdigan. Pero me man-tenía coherente y constante, y con el tiempo ese perso-naje sobrio se convirtió en mi sello, y en una virtud. Em-pezaron a verme como alguien con quien se podía con-tar como un mecanismo de relojería. Podían ‘confiar en mí’, una reputación que asumiré en cualquier momen-to. Puesto que no me permitía entrar en conversaciones intrascendentes sobre la oficina, mis jefes empezaron a considerar que podían confiarme información confiden-cial, algo que resulta irónico: cuanto menos interesado estaba en los secretos de los demás, más cómodos se sen-tían compartiéndolos conmigo. Finalmente, mi seriedad hizo pensar a los demás que tenía potencial para llegar a puestos de responsabilidad. Estaban dispuestos a se-guir a alguien constante y fiable como yo. Supongo que pensaron que no les decepcionaría. Y en cuanto la gen-te está dispuesta a seguirgen-te, el cielo es el límigen-te. Y todo ello porque quería salir a las 5:30”.

Puede que Bill esté siendo modesto. Sean cuales sean las cualidades a las que los demás han respondido, cla-ramente, la coherencia ha sido la clave de su éxito. Su conducta repetida dio a los demás una visión sin ambi-güedades, que es lo que ocurre cuando somos discipli-nados con nuestros objetivos y llevamos un seguimien-to de nuestras acciones. Con el tiempo, los demás tie-nen una manera fija de interpretar nuestras acciones –porque ya hemos decidido fijarlas– y nuestra reputa-ción queda perfectamente encajada en su sitio.

Otro dato interesante sobre Bill: aunque en la actua-lidad sus hijos han crecido y ya no viven en casa, y él no siempre tiene que salir del trabajo a las 5:30, sigue res-petando su horario. Esto es lo mejor de crearse una re-putación: si lo hacemos bien a la primera, quizá nunca tengamos que cambiar nuestra conducta.

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«De dónde viene la reputación y cómo puede cambiar la suya». © the

con-ference board. Este artículo ha sido publicado anteriormente en The

Confe-rence Board Review con el título “Who Do they think you are?”. referencia

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